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Authors: Matsuo Bashô

Tags: #Clásico, Poesía, Relato

Senda hacia tierras hondas (5 page)

BOOK: Senda hacia tierras hondas
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Pulgas, piojos,

meando los caballos…

¡Vaya almohada!

CAMINO ESPELUZNANTE

E
L
posadero nos dijo: «Para ir de aquí al país de Dewa hay que atravesar unos montes muy abruptos y, como los caminos no están claros, mejor es que lleven un guía». Le pedimos nos buscase uno, nos presentó a un mocetón digno de confianza, que traía una katana al cinto y en la mano un bastón de roble. Yo pensé que aquel sería el día en que íbamos a padecer un percance y le seguí con mi compañero. Tal como nos lo había dicho el posadero, en aquellas ásperas montañas, y bosque tras bosque, no se oía a ningún pájaro, y como era densa la obscuridad bajo los árboles espesos, parecía como que caminásemos de noche. Impresión semejante debió de tener el que escribió: «…del borde de las nubes llovía tierra»
[50]
. Hollamos bambúes
shinu
, cruzamos ríos, tropezamos en rocas y con sudores fríos en el cuerpo llegamos por fin a la región de Mogami. Nuestro guía se despidió muy risueño diciendo: «En este camino siempre hay alguna desgracia. He tenido suerte en poderles traer a salvo».

Ahora que lo recuerdo, todavía me late de prisa el corazón.

HOMBRE RICO, PERO NO VULGAR

E
N
Obanazawa visitamos a un cierto Seifu. Aunque rico, no era vulgar. De vez en cuando iba hasta la capital, así que comprendía las necesidades de los viajeros, por lo que nos retuvo varios días, reparando nuestras fuerzas y agasajándonos de diversas maneras.

Del frescor hago

como mi alojamiento

y me arrellano.

«Sal ya de ahí».

Oigo a un sapo que croa

bajo unos zarzos.

Me han recordado

el pincel de las cejas

los cardos rojos.

Sora escribió:

En los que crían

gusanos de la seda

hay algo antiguo
[51]
.

EL SILENCIO DEL TEMPLO RYÛSHAKU

E
N
el señorío de Yamagata hay un templo en plena montaña, llamado Ryûshaku. Fundado por el gran maestro Jikaku, es famoso por su absoluta quietud. Siguiendo los consejos de la gente, que nos persuadía a que lo viésemos aunque fuese por poco tiempo, desde Obanazawa volvimos atrás en nuestro camino y llegamos al Ryûshaku tras siete leguas de marcha. Aún no se había puesto el sol. Pedimos alojamiento a un bonzo que vivía al pie del monte, y después subimos.

Era un monte de roca viva. Eran vetustos los pinos y cipreses, suave el musgo sobre el suelo y las rocas, y estaban cerradas las puertas de los pabellones en el risco que coronaba el monte, en un silencio absoluto. Salvando abismos y trepando peñas, pudimos por fin rezar ante el pabellón de Buda. Como escena de espléndida quietud, penetró hasta lo hondo de mi corazón.

Serenidad.

Chirríos de chicharras

empapan rocas.

POETAS RURALES

C
ON
intención de bajar en barca por el río Mogami, estuvimos en Ôishida esperando a que el tiempo se abonanzase. Los lugareños nos dijeron: «Hace tiempo sembraron aquí las semillas del
haikai
[52]
y nos mantenemos adictos a estas flores de antaño. Son como flautas que reblandecen nuestros corazones y exploramos de muchas maneras los secretos de este camino, vacilando entre el estilo viejo y el nuevo, pero sin nadie que nos sirva de jalón en nuestro camino…» No pude rechazarlos y entre todos compusimos una serie de rengas. Y así, este viaje sirvió también para sembrar nuestro estilo en aquellos confines.

EL TEMPLO EN EL RISCO

E
L
río Mogami nace en Michinoku y fluye hacia Yamagata. A la mitad de su curso tiene tramos espantosos, las gargantas de Gotén y Hayabusa. Corre por el norte del monte Itajiki y desemboca en el mar por Sakata. Serpea entre montes, bajando las barcas entre la espesura de los bosques. Son las llamadas «barcas del arroz». La cascada de Shiraito se desploma por entre los intervalos de verdor y en lo alto de un risco se ve el templo del ermitaño
[53]
.

Con la crecida de las aguas, el descenso fue muy peligroso.

Rápido corre

con las lluvias de mayo

el río Mogami.

EL MONTE DE LOS MILAGROS

E
L
tres de junio subimos al monte Haguro. Visitamos a Zushi Sakichi, que nos consiguió una audiencia del abad Eguchi. Nos alojó en una de las dependencias del monasterio de Minamidani y nos estuvo agasajando con toda delicadeza. El día cuatro celebramos una sesión de haikais en el edificio principal.

¡Bien se agradece!

Que perfume a la nieve

Minamidani.

El día cinco rezamos en el templo del avatar de Buda. Se ignora en qué época vivió su fundador, el gran maestro Nôjo
[54]
. En los Ritos de Engi se habla del santuario del monte Ushusato
[55]
. Quizás el copista se equivocara de ideograma, y en vez de escribir Ushukuro escribió Ushusato. O tal vez alguien, en vez de escribir Ushukuro, suprimiera el ideograma de
shu
(país, comarca), por innecesario, y escribiese Haguro, leyéndose el primer ideograma no a la manera china, sino a la japonesa, de lo que vino Haguro.

Parece ser que en el Fudoki se escribe que la razón de que a este país se le llame Dewa (rico en plumas) es que desde él se solían enviar a la corte como tributo plumas de aves.

Los montes Haguro, Gessán y Yudono son los tres más famosos del país de Dewa. El templo que hay en el monte Haguro es subsidiario del Tôei de Edo, en Musashi.

Como se enseña en la secta Tendai, tan claro es como la luna que la negación conduce al conocimiento, brillando como antorcha la ley de la entrada suave en el nirvana. Los monjes edifican estas construcciones y alientan a los adeptos, de forma que todos temen y respetan el poder de este monte espiritual, de esta tierra numénica. Perdura su prestigio y debe considerarse monte bienaventurado.

EL MONTE DEL DINERO, DEL LLANTO, DEL TABÚ…

E
L
día ocho de junio subimos al Gessán (Monte Lunar). Me eché encima una sobrepelliz de brusonecia, me calé un birrete de algodón, y guiado por un tal Gôriki, me lancé a las nubes y nieblas, hollando el hielo y la nieve, ocho leguas de recorrido, tanto que dudaba si era o no aquello el paso de las nubes que une al sol con la luna, hasta que, sin aliento ya y todo tiritando, llegué a la cumbre cuando ya el sol se había puesto y la luna se mostraba. Con hojas de bambú como lecho y bambúes
shinu
como almohada, me acosté y esperé a que amaneciera.

Salió el sol, se disiparon las nubes y bajé en dirección a Yudono.

En las márgenes del valle se halla un lugar llamado «Chozas de Herreros». Los forjadores de esta región, tras escoger aguas lustrales, se purifican aquí y baten las espadas, enviándolas al resto del país, tras grabar en la hoja el nombre de la marca: «Gessán». Como los forjadores chinos que templaban sus aceros en la Fuente del Dragón. Añoran, tal vez, los tiempos remotos del espadero chino Kan Chiang y su esposa Mo Yeh. Se ve que tienen hacia su menester una entrega en modo alguno superficial.

Me senté sobre una roca para descansar un poco, cuando vi un cerezo de unos tres pies de alto, con sus capullos entreabiertos. Enternecía ver el corazón de aquel cerezo tardío que, aunque enterrado en las nieves profundas del monte, no se olvidaba de la primavera. Era como aquel ciruelo celebrado en China, que floreció en plena canícula. Recordé también la emoción del poema del abad Gyôson, que me conmovió todavía más:

Cerezo silvestre,

tengámonos pena

el uno al otro,

que salvo tus flores

no hay quien de mí sepa.

En general, los ascetas que van al Yudono tienen prohibido hablar a otros de lo que han visto y hecho en el monte. Por eso detengo mi pincel y no añado más.

Volvimos junto al abad Egaku, a cuyos ruegos escribí sobre una tarjeta poemas sobre mi peregrinación a los tres montes:

Todo frescor:

tenue luna creciente,

monte Haguro.

Cumbre que a ratos

se disipa en las nubes:

Monte Lunar.

En el arcano

del Yudono con llanto

mojo mis mangas.

Sora escribió:

Monte Yudono.

Voy pisando monedas,

pero llorando.
[56]

UNO QUE MATA Y OTRO QUE CURA

S
ALIMOS
de Haguro y nos dirigimos a Tsurugaoka, ciudad con castillo, donde en casa de un samurai llamado Nagayama Shigeyuki compusimos una serie de haikais. Nos acompañó Sakichi.

En barco bajamos hasta el puerto de Sakata. Nos hospedamos en casa del médico En-an Fugyoku.

Del monte Atsumi

hasta bahía Fuku,

frescor de ocaso.

El día cálido

lo ha metido en el mar

el río Mogami.

LA PRINCESA DURMIENTE

T
RAS
innumerables paisajes de playas y montes, ríos y tierras, me asaltó el deseo de ver Bahía Kisa. Desde el puerto de Sakata anduvimos en dirección nordeste, cruzamos montes, seguimos por una inmensa playa y al cabo de diez leguas de pisar arenas, cuando ya declinaba el sol, llegamos a la aldea de Bahía Kisa, donde el viento marino levantaba torbellinos de arena y el monte Chôkai se ocultaba en el vaho de una intensa lluvia.

Si hay un extraño placer en imaginar el paisaje velado por la lluvia, más hermoso nos parecerá bajo un cielo despejado. Así pensando, metí mis rodillas en la chabola de un pescador, esperando a que escampase.

Se despejó el cielo al amanecer, saliendo a la bahía tantos barcos como rayos floridos destellaba el sol naciente.

Ante todo, navegamos en barca hacia la isla de Nôin, donde este maestro estuvo recluido tres años, y al atracar en la orilla descubrimos que aún sobrevivía el viejo tronco del cerezo que el venerable Saigyô inmortalizó escribiendo aquello de «bogan sobre flores»
[57]
. En la ensenada hay un mausoleo imperial y nos dijeron que era de la mikado Jingû. El monasterio vecino se llama Kanmanju. Nunca he oído que hubiese habido viaje imperial alguno a estos parajes. ¿Qué hay de todo ello?

Cuando me senté en una celda del monasterio y descorrí la persiana, divisé de un golpe el paisaje entero: al sur el monte Chôkai sostiene el cielo, reflejándose en las aguas de la bahía; hacia el poniente el paso de Muyamuya obstruye el camino; a levante han construido un dique y el camino se pierde a lo lejos, en dirección a Akita; y al norte se extiende el mar, con olas que baten un lugar llamado Shiogoshi
[58]
.

La bahía medirá una legua de ancho y otra de largo. En figura se parece a Matsúshima, pero es distinta. Matsúshima sonríe, Bahía Kisa refunfuña. Parece como si el paisaje, mezclando soledad y tristeza, afligiese el alma.

Bahía Kisa.

Duerme en la lluvia Hsi Shih,

flor del carisquis
[59]
.

Mojan sus zancas

las grullas de Shiogoshi.

Fresco está el mar.

Durante el festival
[60]
, Sora escribió:

Bahía Kisa.

¿Qué comerá la gente

los días de fiesta?

Teiji, un comerciante de la provincia de Mino, escribió también en el festival:

Chozas de pescadores.

Tendidos en sus puertas,

gozan la fresca.

Cuando vimos un nido de pigargos en lo alto de un acantilado, Sora escribió:

Nido de amores

que las olas no alcanzan,

el del pigargo.

LA ISLA LEJANA, DE NOCHE

A
CUMULANDO
días para el recuerdo con los de Sakata, añoré las nubes de los caminos de Hokuriku. Lejos iban mis premoniciones, oprimíase mi pecho y oí que hasta la capital de Kaga había ciento treinta leguas.

Rebasado el paso de Nezu, reanudamos la marcha ya en tierras de Echigo, llegando al paso de Ichiburi, en el país de Etchû. Tardamos en esto nueve días, y como padeciera hasta la médula por el calor húmedo y por una recaída de mi dolencia, no pude ni hacer apuntes del viaje. Pero escribí:

¡El seis de julio!

Noche que no consiente

comparación.

Un mar bravio.

Y, tensa sobre Sado,

la Vía Láctea.

RAMERAS PEREGRINAS

H
OY
, cansado de atravesar los parajes más atroces de los países norteños —el acantilado llamado «Donde no hay padres ni hijos», el precipicio «Donde los perros vuelven» y otro que se llama «Donde el potro retorna»—, me arrimé la almohada y me dispuse a dormir, cuando del cuarto contiguo, en dirección a la fachada, me llegó una conversación como de dos mujeres jóvenes. Su interlocutor parecía ser un hombre anciano y, según le contaban, eran dos mancebas de Níigata, del país de Echigo. Decían ir en peregrinación al santuario de Ise, y el anciano, por lo visto, las había acompañado hasta el paso de Ichiburi, pero como debía volver a su pueblo de Níigata al día siguiente, le entregaron un mensaje escrito y le dieron también un recado.

Antes de caer dormido, oí que las mancebas decían: «Como blancas olas, que a la playa vienen para morir, somos hijas de pescadores
[61]
, viviendo frívolamente, intercambiando cada noche vanas promesas de amor… ¡Qué malas no serían nuestras vidas pasadas, que ahora nos merecemos esto!»

A la mañana siguiente, cuando estábamos para salir, se dirigieron a nosotros y nos dijeron llorando: «Tenemos horror a un viaje sin conocer los caminos, nos causa congoja y tristeza. Permítannos seguirles, a distancia y escondiéndonos. Tengan hacia nosotras la compasión de sus hábitos monacales, muestren sus reverencias la misericordia de Buda y ayúdennos a encontrar el camino de la salvación». Era cosa de conmiseración, pero les dijimos: «Nosotros tenemos que demorarnos en muchos lugares. Debieran seguir a otros que también van de peregrinos. Los dioses de Ise les protegerán hasta llegar sin contratiempos».

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