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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (20 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Pero la vidente permaneció en silencio, y, en sus ojos, Jennifer ya no vio enfado o miedo; sólo tristeza, sabiduría y un amor que recordaba haber visto siempre inmutable. Sintió un nudo en la garganta.

-Perdonadme.

Las mujeres miraron al que había hablado.

-Perdonadme -repitió Flidais, luchando por dominar los latidos del corazón y esforzándose por ocultar la intranquilidad de la voz.

Pero había perdido del todo la paciencia, pues estaba tan cerca, tan cerca… Temía enloquecer de excitacion.

-Debo deciros que Galadan está ya muy cerca; llegará en pocos minutos, creo.

Jennifer se tapó la boca con las manos. Absorbida por lo ocurrido en los últimos minutos, se había olvidado por completo de aquello. Pero ahora se le agolpaban los recuerdos: la noche en el bosque y el lobo que la había raptado para Maugrim y que luego, recuperada la apariencia humana, había dicho: «Ella debe ir al norte. Si no fuera así, me la quedaría para mí». Después la había entregado al cisne.

Se estremeció. No podía dominarse. Oyó que Flidais seguía hablando, dirigiéndose por alguna razón a Kim:

-Creo que puedo serviros de ayuda. Puedo apartarlo de este lugar si me doy prisa.

-Bien, pues ve -exclamó Kim-. Si va a llegar en pocos minutos…

-O bien -continuó diciendo Flidais, incapaz de ocultar la impaciencia que le afloraba a la voz-, podría permanecer impasible, como acostumbran hacer los andains. O, si me parece, podría decirle quién es el que acaba de abandonar el claro del bosque.

-¡Antes te mataré! -estalló Brendel, cuyos ojos centelleaban a través de la lluvia.

Un rayo relampagueó sobre el rugiente mar. Se oyó otro trueno.

-Podrías intentarlo -dijo Flidais con calma-, pero fallarías. Y luego llegaría irremediablemente Galadan.

Hizo una pausa, expectante, sin quitar los ojos de Kim, que dijo muy despacio:

-Muy bien. ¿Qué es lo que quieres?

En medio del estruendo de la tormenta, Flidais era consciente de la creciente y enorme alegría de su corazón. Con suavidad, con inefable y delicada alegría, dijo:

-Sólo una cosa. Una insignificancia. Sólo un nombre. El nombre con que llamaste al Guerrero.

Toda su alma cantaba. Dibujó un paso de danza sobre el húmedo suelo: no podía remediarlo. Allí estaba. Al alcance de la mano.

-No -dijo Kimberly.

Él dejó caer la mandíbula sobre la húmeda mata de su barba.

-No -repitió ella-. Juré no decirlo cuando él respondió a mi llamada, y no romperé el juramento.

-Vidente… -empezó a decir Jaelle.

-¡Debes decírmelo! -gritó Flidais-. ¡Debes decirmelo! Es el único enigma que me falta por saber. ¡El último! Conozco las demás respuestas. No lo repetiría nunca. ¡Nunca! El Tejedor y todos los dioses saben que no lo repetiría nunca… ¡Pero debo saberlo, vidente!

Es lo que mi corazón desea.

Esa extraña y fatal frase había atravesado los mundos con ella. Kim recordaba esas palabras pese a los años que habían pasado, recordaba haber pensado en ellas otra vez en la plataforma sobre las montañas, cuando Brock se encontraba inconsciente a su lado.

Miró al andain con apariencia de gnomo, que retorcía las manos en suplicante y frenética desesperación. Se acordó del momento en que Arturo había respondido a su llamada sobre la cima de Glastonbury Tor, sus hombros cargados, su debilidad, las estrellas fugaces que una y otra vez se reflejaban en sus ojos. Miró a Jennifer, que era Ginebra.

Y ella, con voz muy suave, pero muy cercana, para que pudiera ser oída por encima del estruendo de la lluvia y el viento, dijo:

-Díselo. Al fin y al cabo, es el nombre que ha sido transmitido. Forma parte de su entretejido hado. El dolor y la ruptura de juramentos son la genuina esencia de ese hado, Kim. Lo siento, créeme.

La disculpa de sus últimas palabras la conmovieron más que cualquier otra cosa. Sin decir palabra, se retiró unos pasos. Luego miró hacia atrás e hizo un gesto de asentimiento en dirección al andain. Tropezando, a punto de caer por la impaciencia y la premura, el andain se precipitó hacia ella. Ella lo miró sin molestarse en ocultar su desprecio.

-Te irás de aquí en cuanto conozcas ese nombre, y te encomiendo dos cosas: nunca lo repetirás a ningún alma viviente de ningún mundo, y te las arreglarás con Galadan, haciendo todo lo posible para alejarlo de esta torre y para ocultarle la existencia de Darien. ¿Lo harás?

-Lo juro por todos los poderes de Fionavar -dijo él entonces.

A duras penas podía controlar la voz mientras hablaba. Se puso de puntillas para acercarse más a ella. Pese a sí misma, se sintió conmovida por el desesperado y antiguo deseo que se reflejaba en el rostro de él.

-Asesino de niños -dijo rompiendo el juramento.

Él cerró los ojos y un éxtasis le iluminó la cara.

-¡Ah! -gimió transfigurado.

No dijo nada más; permaneció así, con los ojos cerrados y la cabeza levantada, recibiendo la lluvia como si fuera una bendición.

Luego abrió los ojos y le dirigió a ella una rápida mirada. Con una dignidad que ella no esperaba tras semejante exaltación, dijo:

-Ahora me odias. Y con motivo. Pero óyeme, vidente: haré todo lo que he jurado, y aun más. Me has liberado del deseo. Cuando el alma obtiene lo que necesita, se libera del anhelo, y eso le acaba de ocurrir a la mía. De la oscuridad de lo que acabo de hacerte surgirá la luz, o por lo menos trataré de que surja.

Se acercó y le cogió una mano entre las suyas.

-No entréis en la torre -continuó-; sabrá si hay gente allí. Aguantad bajo la lluvia y esperad a que regrese. No te fallaré.

Luego se marchó corriendo con sus torcidas y tambaleantes piernas, pero raudo y veloz una vez que hubo entrado en el bosque, porque era uno de los poderes de Pendaran y se movía en su elemento.

Ella volvió junto a los otros, que la estaban esperando en la playa. Juntos soportaron el rigor de los elementos. Algo, una especie de instinto, la impulsó a mirar su mano. No al Baelrath, que estaba completamente apagado, sino a la piedra de vellin que llevaba en la muñeca. Y vio que la pulsera giraba despacio una y otra vez.

Allí latía un poder, el poder mágico de la tormenta. Debería haberse dado cuenta al sentir la primera ráfaga de viento. Pero no había tenido tiempo de absorber o de pensar en algo que no fuera Darien desde el momento en que Jaelle las había hecho llegar allí.

Ahora lo tenía. Ahora había llegado ese momento, un instante de tranquilidad entre la desatada furia de los elementos. Dirigió la mirada más allá de las otras mujeres y del lios alfar, y al mirar al mar vio que el barco era arrastrado por el viento al interior de la bahía.

Capítulo 6

Durante mucho tiempo, Kell de Taerlindel había estado luchando contra el viento al timón del barco. Cambiando de bordada con desesperación y siguiendo la brillante línea del suroeste, se esforzó durante la mayor parte de aquel tempestuoso día por mantener el rumbo del Prydwen hacia el puerto de donde habían zarpado. Gritando órdenes con una voz que se elevaba por encima del vendaval, obligaba a los hombres de la Fortaleza del Sur a saltar de una vela a otra, a bajarlas, a ajustarlas, luchando centímetro a centímetro por mantener el rumbo hacia el este mientras los elementos los empujaban hacia el norte.

La tripulación se afanaba obedeciendo las órdenes que con instinto y autoridad se emitían en la cubierta del barco, que se balanceaba peligrosamente, en tanto Kell luchaba con toda la fuerza de sus musculosos brazos por sostener el timón contra la tempestad que iba desviando de la ruta elegida al barco.

Y aquello sólo era viento, sólo era una fina cortina de lluvia. La auténtica tormenta, que se estaba cargando a estribor y a popa, aún no había estallado. Pero se acercaba barriendo las nubes que quedaban en el cielo. Oían los truenos, veían al oeste el resplandor de los relámpagos, sentían que el viento arreciaba más y más, se empapaban con las ráfagas de cegadora agua mientras resbalaban y caían por la barrida cubierta esforzándose por obedecer las órdenes que Kell gritaba con firmeza.

Con voz calmosa les iba dando órdenes mientras mantenía el rumbo con innata habilidad entre las depresiones y las crestas de las olas, calibrando la marejada a ambos lados y echando frecuentes ojeadas hacia las velas para calcular la velocidad de la tormenta que se avecinaba. Lo hacía todo con calma, pero con feroz y apasionada intensidad y no poco orgullo. Y lentamente, cuando ya no cupo ninguna duda de que no tenía otra elección, Kell se rindió.

-¡A puerto! -rugió con la misma voz que había utilizado durante su enconada batalla contra la tormenta-. ¡Al nordeste! Lo siento, Diar, tendremos que seguir ese rumbo y aprovechar alguna oportunidad al final.

Diarmuid dan Ailell, heredero del soberano rey de Brennin, estaba demasiado ocupado con agarrar un cabo obedeciendo órdenes como para prestar atención a semejantes disculpas. Junto al príncipe, Paul, completamente empapado y casi ensordecido por el estruendo de la tempestad, se esforzaba por ser útil y por ayudar con lo que sabía.

Con lo que había sabido desde el preciso instante en que se había levantado el viento hacía dos horas y había vislumbrado por primera vez, allá lejos en la negra línea del horizonte, que era ahora una cortina, una oscuridad que iba emborronando el cielo. Por el latido de Mornir que sentía en su pulso, por la placidez como la de un estanque que sentía en su sangre y que denotaba la presencia del dios, sabía que lo que se estaba acercando, lo que ya había llegado, era más que una tormenta.

Era Pwyll el Dos Veces Nacido, marcado con el poder del Árbol del Verano, llamado así en su honor, y sabía cuándo estaba patente el poder de la magnificencia divina, cuándo se manifestaba. Paul sabía que Mórnir le había avisado, pero no podía hacer nada más.

Aquella tormenta no era obra suya, pese al retumbar de los truenos, ni tampoco era obra de Liranan, el elusivo dios del mar. Hubiera podido ser obra de Metran, con la mediación de la Caldera de Khath Meigol, pero el renegado mago había muerto y la Caldera se había roto en pedazos. Y aquella tormenta en altar mar no era tampoco obra de Rakoth Maugrim en Starkadh.

Lo cual significaba única y exclusivamente una cosa, de modo que Kell de Taerlindel, con toda su singular habilidad, no tenía la más mínima oportunidad. Paul era lo bastante sabio como para saber que eso era algo que no podía decirse al capitán de un barco.

Había que dejar que luchara y había que confiar en que él mismo se daría cuenta del momento en que ya no valdría la pena seguir luchando. Y después, si se lograba sobrevivir, habría que curar el orgullo maltrecho haciéndole saber lo que lo había vencido.

Si se lograba sobrevivir.

-¡Por la sangre de Lisen! -gritó Diarmuid.

Paul miró hacia arriba a tiempo de ver que el cielo se ensombrecía, y se les venia encima una ola de color verde dos veces más alta que el barco.

-¡Agárrate! -gritó de nuevo el príncipe, y se aferró con mano de hierro a la chaqueta que Paul se había puesto aprisa y corriendo. Paul agarró con una mano a Diarmuid y con la otra a un cabo que pendía del mástil, aferrándose con toda la fuerza que tenía. Luego cerró los ojos.

La ola se precipitó sobre ellos con todo el peso del mar y del hado. De un destino que no podía demorarse ni negarse. Diarmuid se agarró a él y Paul se aferró al príncipe, y ambos permanecieron colgando de sus asideros como si fueran nínos; en realidad, lo eran.

Los niños del Tejedor. Del Tejedor en el Telar, de quien era obra aquella tormenta.

Cuando de nuevo pudo ver y respirar, Paul vislumbró la caña del timón entre las salpicaduras de la lluvia que caía a borbotones. Kell contaba ahora con ayuda —una ayuda que necesitaba con desesperación— en la agotadora tarea de mantener el nuevo rumbo del barco, que se precipitaba en esos momentos peligrosamente arrastrado por la tormenta y con una sorprendente velocidad sobre el enfurecido mar, con una velocidad en la que la más ligera vuelta de timón podía hacerlos volcar como sí fueran juguete de las olas. Pero Arturo estaba junto a Kell, ayudándolo a mantener el equilibrio, empujando hombro con hombro al lado del marinero, mientras las salpicaduras de agua salada iban empapando su barba gris; y Paul sabía, aunque desde el lugar donde se encontraba al abrigo del palo mayor no podía verlo demasiado bien, que con seguridad estrellas fugaces caían sin cesar en los ojos del Guerrero mientras se encaraba con su presagiado hado, de la mano del Tejedor que había tejido su destino.

Niños, pensó Paul. Todos ellos eran niños, desamparados a bordo de aquel barco, y eran además los niños que habían muerto cuando el Guerrero era joven, y por eso estaban tan asustados de que su esplendoroso sueño pudiera ser destruido. Las dos imágenes se borraron de su mente, como si la lluvia y las salpicaduras del mar las borraran, desvaneciéndolas.

Empujado por el viento, el Ptydwen era arrastrado por el mar con una velocidad que jamás un barco y unas velas hubieran podido soportar. Pero el maderamen de aquel barco, quejándose y crujiendo, la soportaba todavía, y las velas, tejidas con el amor, el primor y la experiencia centenaria de los artesanos de Taerlindel de los marineros, recogían aquel ululante viento, se hinchaban y no se desgarraban, aunque el tenebroso cielo parecía hacerse trizas con los relámpagos y el mar se estremecía con los truenos.

Cabalgando sobre la enloquecida cresta de aquella velocidad, los dos hombres al timón luchaban por mantener el rumbo con todos los músculos del cuerpo tirantes por el brutal esfuerzo. Y entonces, sin sorprenderse en modo alguno, sólo con una embotada e hiriente sensación de irremediabiidad, Paul vio que Lancelot luchaba a brazo partido por acudir junto a ellos. Y así, al final, allí estaban los tres: Kell al timón del barco flanqueado por Lancelot y Arturo, manteniendo el equilibrio con las piernas muy abiertas sobre la resbaladiza cubierta, agarrando los tres firmemente el timón en perfecta y necesaria armonía, haciendo entrar aquel pequeño, intrépido y resistente barco en la bahía de Anor.

Y, sin poder hacer más que virar un poco para eludir el viento, el barco fue a dar contra los mellados dientes rocosos que guardaban al sur la entrada de la bahía.

Paul jamás supo, después, si estaba escrito que ellos sobrevivieran. Sabía que silo estaba que sobrevivieran Arturo y Lancelot; de otro modo, no habría tenido sentido la tormenta que los había llevado allí. Pero todos los demás no eran necesarios para el desarrollo de aquella historia, por muy amargo que fuera tal pensamiento.

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