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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (18 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Finn le había dicho que ella parecía una reina. Y que lo había querido.

Descendió volando y tomó en la boca la daga; luego emprendió de nuevo el vuelo. La parte de su naturaleza que era una lechuza no quería volar durante el día, pero él era algo más que una lechuza, mucho más. Resultaba difícil llevar la daga, pero se las arregló para hacerlo.

Durante un trecho voló rumbo al norte. La mujer de los cabellos blancos había dicho al oeste del bosque de Pendaran. Sabía dónde estaba el bosque, aunque no sabía cómo.

Poco a poco fue desviando el vuelo hacia el noroeste.

Avanzaba muy rápidamente. Se acercaba una tormenta.

Capítulo 5

En el lugar adonde se dirigían todos -el señor de los Lobos corriendo bajo la apariencia de lobo, Darien volando bajo la apariencia de lechuza y las tres mujeres enviadas desde el templo por el poder de Dana-, Jennifer estaba asomada a la balconada de Lisen mirando el mar, con los cabellos agitados por el viento.

Tan inmóvil permanecía, excepto los ojos que escrutaban sin descanso las nubes coronadas de espuma, que parecía el mascarón de proa de una nave y no una mujer viva que esperaba en el confín de la Tierra la llegada del barco. Sabía que estaban muy al norte de Taerlindel y en cierto modo se preguntaba por qué aguardaba allí. Pero había sido allí donde Lisen había aguardado el regreso de la nave de Cader Sedar, y en lo más profundo de su espíritu Jennifer sentía la intuición, la certeza de que aquél era el lugar donde debía esperar. Y enraizada en esa certeza, como la mala yerba en un jardín, intuía la creciente sensación de un presagio.

El viento soplaba del sudoeste, y se había ido haciendo más fuerte a medida que la mañana iba desembocando en la tarde. Sin separar la vista del mar, se alejó de la baranda y se sentó en una silla que habían sacado para ella. Acarició con los dedos la pulimentada madera. Brendel le había contado que la silla había sido hecha por los artesanos de la Marca de Brein, en Danilorh, mucho antes de que fuera construida la torre de Anor.

Brendel estaba a su lado, y también Flidais; como espíritus familiares, no se separaban de ella ni un momento y no hablaban a menos que ella les dirigiera la palabra. La parte de su naturaleza que todavía pertenecía a Jennifer Lowell, que había gustado de montar a caballo y conversar con su compañera de habitación, y también había amado a Kevin Lame tanto por su ingenio como por su ternura, se rebelaba contra aquella opresiva solemnidad. Pero hacía un año ella había sido raptada durante un paseo a caballo, Kim tenía ahora los cabellos blancos y era una vidente con la carga de sus propias responsabilidades, y Kevin había muerto.

Y ella misma era Ginebra, y Arturo estaba con ella, empujado de nuevo a la guerra contra la Oscuridad, y seguía siendo lo que siempre había sido. Había conseguido romper los muros que ella había construido en torno a sí misma desde que estuviera en Starkadh, la había hecho sentirse libre en el resplandeciente arco de un atardecer y luego había partido hacia un lugar de muerte.

Conocía demasiado bien su destino y el amargo papel que ella jugaba en él, para sentirse otra vez ligera de ánimo. Era la señora de los sufrimientos y el instrumento de castigo, y según parecía podía hacer muy poco por remediarlo. Sus presentimientos iban en aumento y el silencio comenzaba a oprimirla. Miró a Flidais. Mientras lo hacia, su hijo volaba atravesando el río Llewen en el corazón del bosque.

-¿Por qué no me cuentas una historia -preguntó- mientras aguardamos?

Aquel a quien en la Corte de Arturo conoció como Taliesin, y que ahora estaba con ella bajo su auténtica y genuina apariencia, aspiró su pipa, soltó al viento una espiral de humo y sonrío.

-¿Qué historia? -preguntó-. ¿Cuál te gustaría oír, señora?

Ella sacudió la cabeza. No quería pensar.

-Cualquiera -musitó, y luego añadió-: Háblame de la Caza Salvaje. Kim y Dave los liberaron, lo sé muy bien. ¿Cómo fueron encadenados? ¿Quiénes eran, Flidais?

De nuevo sonrió y en su voz sonó algo más que una pequeña nota de orgullo.

-Te explicaré todo lo que has preguntado. Pero dudo de que haya alguna criatura viviente en Fionavar, ahora que los paraikos han muerto y rondan sus fantasmas por Khath Meigol, que pueda conocer la historia completa.

Ella le dirigió una irónica mirada de soslayo.

-Tú conocías todas las historias, ¿no? Todas, presuntuosa criatura.

-Conozco las historias y las respuestas a todos los enigmas de todos los mundos, excepto… -se interrumpió con brusquedad.

Brendel, mirándolo con interés, vio que el andain del bosque se sonrojaba intensamente. Cuando Flidais comenzó el relato, lo hizo con un tono muy distinto y, mientras hablaba, Jennifer volvió a mirar el mar, escuchando y escrutando la lejanía, otra vez como un mascarón de proa.

-Me contaron esta historia Ceinwen y Cernan hace muchísimo tiempo -dijo Flidais, con una voz profunda que se oía a través del sonido del viento-. Ni siquiera existían los andains en Fionavar cuando este mundo, el primero de los mundos del Tejedor, fue devanado al tiempo. Los lios no estaban todavía en el Telar, ni los enanos, ni los hombres de allende el mar, ni los que habitan al este de las montañas o en las tierras al sur de Cathal, quemadas por el sol. Sólo existían aquí los dioses y las diosas a quienes les fueron concedidos nombres y poderes por la gracia de las manos del Tejedor. En los bosques había animales, y los bosques eran entonces muy vastos; había peces en los lagos, en los ríos y en el anchuroso mar, y pájaros en el aun más anchuroso cielo. Y por el cielo volaba también la Caza Salvaje, y por las florestas y los valles, a través de los ríos y por las laderas de las montañas, caminaban en aquellos jóvenes días del mundo los paraikos, que iban nombrando lo que veían. Durante el día los paraikos caminaban y la Caza descansaba, pero por la noche, cuando salía la Luna, Owein y los siete reyes y el niño que cabalgaba sobre Iselen, el más pálido de los fantasmales caballos, se remontaban a través del cielo estrellado y cazaban las bestias de los bosques y de los abiertos espacios hasta el alba, llenando la noche con la salvaje belleza de sus gritos y de sus cuernos de caza.

-¿Por qué? -no pudo menos que preguntar Brendel-. ¿Sabes por qué, habitante del bosque? ¿Sabes por qué el Tejedor devanó la carnicería de la Caza en el Tapiz?

-¿Quién podría desentrañar los designios del Telar? -dijo Flidais lacónicamente-. Pero algo aprendí de Cernan: la Caza fue colocada en el Tapiz para ser salvaje en el más amplio sentido de la palabra, para entretejer un incontrolado hilo de libertad para los Hijos que vendrían después. Y de este modo el Tejedor se impuso a si mismo la obligación de que ni incluso él, que maneja la lanzadera en el Telar de los Mundos, pueda preestablecer y diseñar con exactitud lo que tiene que ocurrir. Los que vinimos después, los andains que somos hijos de los dioses, los lios alfar, los enanos, y todas las razas de los hombres, tenemos todas las posibilidades de elección que tenemos, y una cierta libertad para decidir nuestros propios destinos, porque el salvaje hilo de Owein y de la Caza se deslizó en el Telar, urdimbre y luego trama, de forma sucesiva e intermitente. Cernan me dijo una noche, hace tiempo, que están allí para interceptar los calculados deseos del Tejedor, precisamente para ser indomables. Para ser fruto del azar y para que nosotros podamos serlo.

Se interrumpió, porque los verdes ojos de Ginebra habían dejado de contemplar el mar y lo miraban con fijeza, y había algo en ellos que le paralizó la lengua.

-¿Qué palabra usó Cernan? -preguntó-. ¿Azar?

Él reflexionó profundamente, porque la expresión de la cara de ella era tensa y había pasado ya muchísimo tiempo.

-Si -dijo al fm, comprendiendo que aquello era muy importante aunque no sabía por qué-. Eso fue con exactitud lo que dijo, señora. El Tejedor entretejió la Caza y los dejó libres en el Telar para que nosotros pudiéramos por eso ser igualmente libres. El bien y el mal, la Luz y la Oscuridad, están en todos los mundos del Tapiz porque aquí están Owein y los reyes que van en pos del niño jinete sobre Iselen, hilando a través del cielo.

Había dejado de contemplar el mar para mirarlo de frente. Pero él no podía leer en sus ojos; nunca había podido.

-Y por eso, por la Caza, fue posible que existiera Rakoth.

No era una pregunta. Ella había adivinado la parte más profunda y amarga de la historia. Él le contestó con las palabras que Cernan y Ceinwen le habían dicho, con lo único que podía decirse:

-Él es el precio que pagamos.

Después de una pausa, y con voz más fuerte porque el viento arreciaba, añadió:

-El no está en el Tapiz. Por la naturaleza azarosa de la Caza, el Telar dejó de ser sacrosanto; ya no pudo seguir siéndolo. Por eso Maugrim fue capaz de venir desde más allá del tiempo y de los muros de la Noche que nos aprisionan a los demás, incluso a los dioses, e introducirse en Fionavar y por tanto en todos los mundos. Él está aquí, pero no forma parte del Tapiz; nunca ha hecho nada que lo encadenara al Tapiz y por eso no puede morir, aunque sobre el Telar se desenmarañara todo y se perdieran todos nuestros hilos.

Brendel conocía esta parte de la historia, aunque desconocía cómo había llegado a suceder. Con profundo dolor de corazón, miró a la mujer sentada junto a él y leyó en ella un pensamiento. No era más sabio que Flidais ni la conocía desde hacía tanto tiempo, pero había consagrado el alma a servirla desde aquella noche en que había sido raptada de su lado.

-Jennifer -dijo-, si esta historia es cierta, si el Tejedor se autoimpuso una restricción al diseñar nuestros destinos, podría suceder -con seguridad podría suceder- que el hado del Guerrero no fuera irrevocable.

Ése era el pensamiento que estaba brotando en ella: un destello, un punto de fulgor en la oscuridad que la rodeaba. Lo miró sin sonreír, porque no se atrevía a tanto; pero suavizando la expresión de su rostro y con una emoción en la voz que le hizo daño, dijo:

-Lo sé. En eso estaba pensando. Oh, amigo mio, ¿podría ser posible? Sentí algo diferente cuando lo vi. ¡Lo sentí! No había nadie aquí que fuera Lancelot en el mismo sentido en que yo soy Ginebra, aguardando para resucitar mi historia. Así se lo dije: esta vez estamos sólo nosotros dos.

Él vio en su rostro cierto resplandor, un leve tinte de color perdido desde que el Prydwen había zarpado; parecía que dejaba de pertenecer al reino de las estatuas y los iconos, para convertirse de nuevo, con toda su belleza, en una mujer viva que podía amar y que se atrevía a concebir esperanzas.

Habría sido mucho mejor, pensaría el lios más tarde aquella noche en vela junto al Anor, que ella no se hubiera permitido jamás ni por un momento derribar las barreras de su corazón.

-¿Puedo continuar? -dijo Flidais con cierta aspereza propia de los engreídos contadores de historias.

-Por favor -murmuró ella con amabilidad.

Pero en cuanto él hubo reanudado la historia, los ojos de ella se clavaron de nuevo en el mar. Así escuchó el relato de cómo la Caza había perdido al joven que cabalgaba sobre Iselen la noche en que movieron la Luna. Trataba de prestar atención mientras las profundas cadencias de la voz se elevaban sobre el viento para contar cómo Connía, el más poderoso de los paraikos, había consentido en forjar el encantamiento que permitiría a la Caza Salvaje dormir hasta que naciera otra persona que pudiera emprender con ellos el Más Largo Camino, el Camino que discurría entre los mundos y las estrellas.

Pero por mucho que lo intentaba, no podía dominar la inquietud de su espíritu, pues la primera parte del relato del andain había emocionado profundamente su corazón, y no sólo de la forma en que Brendel había adivinado. El azar, la posibilidad de elección que el Tejedor había brindado a sus Hijos, implicaba para el hado de Arturo una posibilidad de perdón en la que jamás se había atrevido a soñar. Pero había algo más en lo que Flidais había dicho. Algo que iba más allá de su larga tragedia tantas veces revivida, algo que el lios alfar no había adivinado y de lo que Flidais no tenía la más mínima noticia.

Pero Jennifer sí se había dado cuenta de ello y lo había guardado rápidamente en su emocionado corazón. Azar, había dicho Cernan al referirse a la posibilidad de elección que la Caza Salvaje encarnaba. Esa había sido la palabra utilizada. Y también había sido su respuesta instintiva ante Maugrim. Con ella se había referido a su hijo y por tanto a su posibilidad de elección.

Contemplaba el mar con mirada escrutadora. El viento había arreciado y las nubes de tormenta se acercaban con rapidez. Procuró mantener el rostro tranquilo mientras miraba, pero en su interior se sentía más desprotegida y expuesta de lo que nunca había estado.

Y en aquel preciso instante, Darien se posaba cerca del río, en la linde de los árboles, y tomaba de nuevo la apariencia humana.

El estruendo del trueno era aún lejano y las nubes estaban todavía encima del mar.

Pero el viento del sudoeste traía la tormenta, y cuando la luz empezó a cambiar, el lios alfar, experimentado en meteorología, dio muestras de inquietud. Cogió a Jennifer de la mano y los tres entraron en la habitación. Flidais corrió los ventanales de cristal, que se cerraron herméticamente. Y en el abrupto silencio que siguió, Brendel vio que el andain, de pronto, ladeaba la cabeza como sí oyera algo.

Lo estaba oyendo, en efecto. El rugido del viento en la balconada le había ocultado los ruidos de alarma que se extendían por el Gran Bosque. Había un intruso. Había dos: uno ya había llegado y el otro se estaba acercando y llegaría muy pronto.

Conocía al que se estaba acercando, y le temía, porque era su señor, el señor de todos los andains, el más poderoso de todos ellos, pero al otro, al que estaba allí abajo en aquellos momentos, no lo conocía, ni tampoco lo conocían los poderes del Bosque, por eso estaban asustados. Y con el miedo aumentaba su rabia, de modo que Flidais podía sentir esa rabia que golpeteaba ahora con más violencia que el viento en la balconada.

Tranquilizaos, les transmitió, aunque él estaba lejos de sentirse tranquilo. Bajaré ahora mismo. Me las arreglaré con esa presencia.

A los otros dos, al lios y a la mujer que él había conocido como Ginebra, les dijo con un gruñido:

-Alguien acaba de llegar, y Galadan se dirige también hacia aquí.

Vio que intercambiaban una mirada y sintió en la habitación una tensión creciente.

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