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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (15 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-Hace ya mucho tiempo que no me decían tal cosa -dijo al cabo de un rato-. Gracias, criatura. Pero ahora ve a buscarme el desayuno y tráeme también a tu hermano.

Ella era quien era, incontrolable.

-¡Gereint! -exclamó con burlón asombro.

-¡Sabía que dirías eso! -gruñó él-. Tu padre nunca enseñó modales a sus hijos. No debes bromear con esas cosas, Liane dal Ivor. Ahora ve a buscar a tu hermano. Acaba de despertarse.

Elia se retiró sin dejar de reírse.

-¡No se te vaya a olvidar el desayuno! -lo oyó gritar.

Sólo cuando estuvo seguro de que ella se había alejado y ya no podía oírlo, se echó a reír a su vez. Estuvo riéndose un buen rato, pues se sentía muy complacido. Había regresado a la Llanura, adonde no esperaba volver después de haberse aventurado tan lejos sobre las olas. Pero había logrado hacer lo que debía hacer y su alma había sobrevivido. Y fuera lo que fuese lo que hubiese acaecido en Celidon, no podía ser nada demasiado malo, pues por muy débil que se encontrara lo habría sabido con toda certeza en el mismo instante de su regreso.

Por eso se permitió reír un buen rato y por eso se había preocupado por su comida, cosa, por otro lado, harto frecuente en él.

Todo cambió cuando Tabor entró en la habitación. Penetró en la mente del joven y vio lo que le había sucedido a él y luego leyó la historia de lo que la vidente había hecho en Kharh Meigol. Después de haberlo hecho, ya no pudo encontrar placer alguno en la comida y su corazón se cubrió de cenizas.

En compañía de la suma sacerdotisa, paseaba por el jardín trasero del templo abovedado, si es que a ese exiguo recinto podía considerárselo un jardín, pensaba Sharra para sí misma. Para alguien que había crecido en Larai Rigal y estaba familiarizada con los senderos, las cascadas y los espléndidos árboles que se encerraban entre sus muros, la respuesta era obvia.

Sin embargo, el pequeño jardín ofrecía inesperadas sorpresas. Se detuvo junto a un lecho de sylvains de color plateado y rosado pálido. No sabia que crecieran tan al sur. En Cathal no crecían; se decía que las sylvains sólo florecían en los bancales del lago Celyn.

Eran las flores de los lios alfar. Se lo comentó a Jaelle.

La sacerdotisa echó una ojeada a las flores sin prestarles demasiada atención.

-Fueron un regalo -murmuró-. Hace muchos años, cuando Ra-Lathen tejió la niebla sobre Daniloth y los lios comenzaron su largo encierro. Nos enviaron las sylvains para que los recordáramos. Crecen aquí y también en los jardines de palacio. No hay muchas porque la tierra no es apropiada o algo por el estilo, pero siempre florecen algunas, y éstas parecen haber sobrevivido al invierno y a la sequía.

Sharra la miró.

-No te interesan nada, ¿verdad? -dijo-. Me pregunto si hay algo que te interese.

Jaelle levantó una ceja.

-¿Algo relacionado con flores? -Hizo una pausa y continuó-. En realidad, las únicas flores que me han importado fueron las que florecieron en Dun Maura cuando se derritió la nieve.

Sharra las recordaba. Eran rojas, con el color de la sangre roja del sacrificio. Miró de nuevo a su compañera. Era una mañana templada, pero Jaelle con su túnica blanca parecía de hielo y en su belleza había algo cortante y glacial. Había poca dulzura y placidez en la personalidad de Sharra, y el hombre con el que iba a casarse llevaría toda su vida la cicatriz del cuchillo que ella le había arrojado, pero al lado de Jaelle la invadía una sensación distinta e irritante.

-Claro -murmuró la princesa de Cathal-, es evidente que esas flores debían importarte.

Pero, ¿te interesa algo más? ¿O para que algo te impresione tiene por fuerza que relacionarse con la diosa?

-Todas las cosas se relacionan con ella -contestó Jaelle.

Hizo una pausa y continuó con tono impaciente.

-¿Por qué todos tienen que plantearme semejantes preguntas? ¿Qué es exactamente lo que todos esperáis de la suma sacerdotisa de Dana?

Sus ojos, verdes como la yerba en el crepúsculo, sostenían la mirada de Sharra con aire desafiante.

Frente a tal desafío, Sharra comenzó a lamentar haber suscitado tal cuestión. Siempre era muy impetuosa; ese rasgo de su carácter la llevaba siempre a meterse en terrenos que no eran suyos. Al fin y al cabo, era sólo un huésped en el templo.

-Bien… -comenzó a excusarse.

Pero no pudo decir nada mas.

-¡Por cierto, no tengo ni la más mínima idea de lo que la gente quiere de mí! -exclamó Jaelle-. Soy la suma sacerdotisa. Tengo que canalizar un poder, tengo que controlar a las mormae, y sólo Dana sabe el trabajo que eso supone teniendo en cuenta cómo es Audiart. Tengo que velar por los ritos, tengo que dar consejos. En ausencia del soberano rey, tengo que gobernar un reino con la ayuda del canciller. ¿Cómo podría comportarme de otro modo? ¿Qué es lo que todos queréis de mí?

Había tenido que volverse hacia las flores para ocultar su rostro. Sharra estaba confusa y se sintió por unos instantes conmovida, pero era de un país en el que la sutileza era una necesidad vital y era la hija y heredera del supremo señor de Carhal.

-No es a mí a quien estás hablando, ¿verdad? -preguntó con voz sosegada-. ¿Quiénes son los demás?

Al cabo de un momento, Jaelle, que según parecía tenía valor para enfrentarse con cualquier cosa, se volvió a mirarla. Tenía secos los verdes ojos, pero en el fondo de ellos latía una pregunta.

Oyeron pasos en el sendero.

-¿Sí, Leila? -dijo Jaelle casi antes de darse la vuelta-. ¿Qué sucede? ¿Por qué continúas entrando en los lugares donde no deberías estar?

Las palabras eran duras, pero no así el tono.

Sharra miró a la muchacha de finos y rubios cabellos que había gritado loca de dolor cuando la Caza Salvaje apareció volando. Había cierta timidez en su rostro, pero no demasiada.

-Lo siento -dijo-, pero creí que debías saberlo. La vidente está en la cabaña donde vivieron Finn y su madre con el pequeño.

La expresión de Jaelle se suavizó.

-¿Kim? ¿De verdad? ¿Estás sintonizada con ese lugar, Leila?

-Así parece -contestó la muchacha con gravedad, como sí fuera la cosa más natural.

Jaelle la conrempló largo rato, y Sharra, apenas comprendiendo por qué, leyó piedad en los ojos de la suma sacerdotisa.

-Dime -preguntó con suavidad Jaelle a la joven-, ¿ves a Finn ahora? ¿Dónde está cabalgando?

Leila sacudió la cabeza.

-Sólo cuando los llamaron. Solo entonces vi a Finn, aunque no pude hablar con él.

Estaba.., muy frío. Y donde están ahora hace tanto frío que no puedo seguirlos.

-Ni lo intentes, Leila -dijo Jaelle con la mayor seriedad-. Ni lo intentes.

-Es algo que no tiene nada que ver con la intención -contestó con sencillez la joven.

Algo en sus palabras, su resignada aceptación, despertó la piedad también en Sharra.

Pero fue a Jaelle a quien habló.

-Si Kim está tan cerca -dijo-, ¿podemos ir a verla?

-Yo también tengo cosas que discutir con ella -asintió Jaelle.

-¿Hay caballos aquí? Vámonos.

La suma sacerdotisa esbozó una sonrisa.

-¿Tan fácil como todo eso? -murmuró con ajustada precisión-., Hay una diferencia entre independencia e irresponsabilidad, querida. Eres la heredera de tu padre y estás prometida -¿acaso lo has olvidado?- con el heredero de Brennin. Y a mí se me ha encomendado el cogobierno del reino. Además estamos en guerra, ¿o es que también lo has olvidado? Hace un año aparecieron varios svarts alfar en ese camino. Tenemos que preparar una escolta para ti si es que quieres venir conmigo, princesa de Cathal. Si me permites, iré a atender los preparativos.

Se retiró por el camino de guijarros rozando a Sharra al pasar.

Una revancha, pensó entristecida la princesa. Se había metido en territorio vedado y tenía que pagar el precio. Sabía que Jaelle tenía toda la razón. Lo cual hacia que la reprimenda fuera aún más mortificante. Sumida en tales pensamientos siguió a la suma sacerdotisa hacia el templo.

Tomó cierto tiempo poner en marcha la pequeña expedición camino del lago, sobre todo porque Tegid, el ridículo gordinflón a quien Diarmuid había elegido como intermediario en el asunto de la boda, rehusó otorgarle el permiso de marcharse sin él, aunque fuera bajo la protección de la sacerdotisa y de las escoltas de Brennin y Cathal. Y como sólo había en toda la capital un único caballo que pudiera soportar el martirio del voluminoso peso de Tegid, y ese caballo estaba en los cuarteles de la Fortaleza del Sur, en el otro extremo de Paras Derval…

No se pusieron en camino hasta poco antes del mediodía, y por eso llegaron demasiado tarde para remediar lo que sucedió.

A primera hora de la mañana, Kimberly, dormida en la cabaña junto al lago, cruzó un estrecho puente sobre un abismo lleno de indescriptibles e informes horrores, y cuando estuvo al otro lado, una figura se le acercó en sueños y en aquel lugar de soledad y desolación la invadió un terror de mutantes apariencias.

En la cabaña, tendida sobre el jergón, sin despertarse, se debatía con violencia a un lado y a otro, levantando inconscientemente la mano para rechazar y apartar la visión. Por primera y única vez luchó contra su capacidad de vidente, esforzándose por cambiar la imagen de la figura que se erguía allí con ella al otro lado, por alterar -y no sólo por prever- los movimientos de la lanzadera del tiempo sobre el Telar. En vano.

Para que soñara este sueño, Ysanne había convertido a Kim en una vidente, le había hecho el regalo de su propia alma para que pudiera soñarlo. Ella misma se lo había repetido muchas veces. Por eso no sentía sorpresa alguna; sólo terror, renuncia y desamparo frente a aquella vasta imponderabilidad.

En la cabaña, la durmiente cesó de debatirse; la mano levantada y en guardia cayó de pronto. En el sueño, permaneció quieta al otro lado del abismo encarándose con lo que tenía que venir. Desde el principio aquel encuentro había estado aguardándola. Era tan verdad como ninguna cosa lo había sido nunca. Y así, ahora, al soñarlo, al cruzar aquel puente, había comenzado el principio del fin.

La mañana estaba ya muy avanzada cuando se despertó. Después de soñar había caído en un profundo y reparador sueño que su cuerpo necesitaba con desesperación.

Ahora permanecía en el lecho, mirando la luz del Sol que penetraba por las ventanas abiertas y dando gracias de todo corazón por la placidez que reinaba en aquel lugar.

Fuera se oía el canto de los pájaros y la brisa traía el perfume de las flores. Podía oír cómo las aguas del lago acariciaban las rocas de la orilla.

Se levantó y salió al resplandor del día. Recorrió el familiar sendero que conducía a la lisa y espaciosa roca junto al lago, donde se había arrodillado cuando Ysanne arrojó el bannion a las aguas inundadas por la luz de la Luna y ordenó a Eilathen que girara para ella.

Sabía que él estaba allí ahora, en su abismal morada de algas y piedra, libre por fin de las cadenas de la flor de fuego, despreocupado por lo que ocurría en la superficie del lago. Se arrodilló y se lavó la cara en las frías y límpidas aguas. Luego se sentó sobre los talones y dejó que la luz del Sol secara las gotas de agua que resbalaban por sus mejillas.

Todo estaba tranquilo. Lejos, un pájaro pescador se sumergió en el agua y luego emergió bañado por la luz y se alejó hacia el sur.

También en otro tiempo -parecía que había transcurrido desde entonces una eternidad-había permanecido a orillas del lago, arrojando piedras al agua, después de haber huido de las palabras que Ysanne había pronunciado en la cabaña. Mejor dicho, bajo la cabaña.

Entonces todavía tenía los cabellos castaños. Era un médico interno de Toronto, una extranjera en otro mundo. Ahora tenía los cabellos blancos, y era la vidente de Brennin, y al otro lado del abismo de su sueño había visto un camino que se perdía en la lejanía y a alguien que se erguía ante ella sobre el camino. Un pez moteado de brillo resplandeciente saltó en las aguas del lago. El Sol estaba alto, muy alto; la lanzadera del Telar seguía moviéndose mientras ella permanecía quieta junto a la orilla.

Kimberly se levantó y volvió a la cabaña. Corrió la mesa un poco hacia un lado, posó la mano sobre el suelo y dijo una palabra mágica.

Aparecieron diez escalones que conducían hacia el sótano. Las paredes estaban húmedas. No había antorchas, pero desde abajo ascendía aquella perlada luz que tan bien recordaba. En su dedo el Baelrath comenzó a brillar en respuesta. Descendió y se encontró de nuevo en la cámara, amueblada con una alfombra, un sencillo escritorio, una cama, una silla, viejos libros.

Y en la pared del fondo la vitrina de puertas de cristal donde se encontraba la Diadema de Lisen, de la que procedía el resplandor.

Caminó hasta allí y abrió las puertas de cristal. Durante un buen rato permaneció inmóvil, mirando la Diadema de oro y la piedra que brillaba en su centro: era la más bella obra de arte de los lios alfar, fabricada por los Hijos de la Luz como muestra de amor y de pena por la más bella criatura de todos los mundos del Tejedor.

«La Luz contra la Oscuridad», la había llamado Ysanne. Kim recordaba que le había dicho que la joya había cambiado: el color de la esperanza que tenía cuando fue fabricada, desde la muerte de Lisen, brillaba más suavemente, con nostalgia. Al pensar en Ysanne, Kim la sintió como una presencia palpable; tenía la impresión de que si se abrazaba a si misma estaría estrechando entre sus brazos el frágil cuerpo de la anciana vidente.

Era sólo una impresión, nada más, pero se acordaba de algo más que ya no era sólo ilusión: las palabras de Raederth, el mago a quien Ysanne había amado y por quien había sido amada, el hombre que había encontrado la Diadema, pese a los largos años que había estado perdida.

«Quien lleve la Diadema después de Lisen», había dicho Raederth, «tendrá que recorrer el más tenebroso camino jamás hollado por ninguna criatura de la Tierra o del cielo.»

Eran las palabras que había oído en su sueño. Kim adelantó una mano y con infinito cuidado tomó la Diadema del lugar donde se encontraba.

Oyó un ruido en la habitación de arriba.

La invadió un terror más agudo aún que el que había sentido en el sueño. Pues lo que entonces sólo había sido un presentimiento que en parte se podía disipar, ahora era una presencia, y en la habitación de arriba. Había llegado, pues, el momento.

Se volvió para mirar la escalera. Procurando dominar su voz tanto como pudo, pues sabía cuán peligroso sería dar muestras de temor, dijo:

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