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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

Sendero de Tinieblas (43 page)

BOOK: Sendero de Tinieblas
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No había nada que ella deseara más que yacer junto a la rumorosa corriente de las cataratas de Fiathal con aquel hombre hasta que el Sol hubiera desaparecido y las estrellas hubieran comenzado su ruta.

-Vamos, pues -se limitó a decirle.

Y lo condujo fuera de aquel lugar de apacible y encantadora belleza para ir en busca de Darien.

Recorrieron las márgenes meridionales de Daniloth juntos, dejando una pequeña distancia entre ambos, pero no demasiada, pues él se daba perfecta cuenta de lo que le había sucedido a ella. No hablaron. En torno a ellos se extendían los mudos y serenos espacios de praderas y altozanos. Fluían ríos en cuyas orillas crecían flores de pálidos y delicados colores. Una vez él se arrodilló para beber de una fuente, pero ella movió la cabeza con prontitud impidiéndoselo.

Pero ella alcanzó a verle la palma de la mano cuando formó hueco para beber, y cuando se hubo puesto en pie le cogió la mano entre las suyas y le examinó la herida.

Entonces él sintió el dolor de la quemadura, al verlo reflejado en los ojos de ella, más intensamente de lo que lo había sentido cuando en el bosquecillo sagrado había blandido el negro martillo.

No le preguntó nada. Le soltó la mano muy despacio, como si se olvidara de todo lo que existía en el mundo a excepción de aquel tacto, y continuaron la marcha. No se cruzaron con nadie en todo el camino.

Sólo una vez se encontraron con un hombre cubierto por una armadura, con una espada en la mano y con el rostro contorsionado por la rabia y el miedo. A Lancelot le pareció que estaba helado, inmóvil, con los pies preparados para dar un paso que nunca daría.

Lancelot miró a Leyse, vestida de blanco junto a él, pero no dijo nada.

En otra ocasión le pareció oír el sonido de cascos de caballos que se acercaban. Se volvió para protegerla, pero no vio a jinete alguno, ni amigo ni enemigo. Sin embargo, podía jurar, por la forma en que Leyse lo miró, que ella sí veía a un grupo de jinetes que cabalgaban hacia ellos, perdidos también, aunque de distinta manera, en medio de las nieblas de Daniloth.

Él le soltó el brazo y se excusó. Ella sacudió la cabeza con una tristeza que se clavó en el corazón de él como un puñal.

-Esta tierra fue siempre peligrosa para cualquiera que no perteneciera a nuestro pueblo, incluso antes de la época de Lathen el Tejedor de Sombras, cuando sobrevinieron estas sombras. Esos jinetes eran hombres que vivieron antes del Bael Rangat, y vagan errantes. No podemos hacer nada por ellos. No están en el tiempo que nosotros conocemos, de modo que no podemos hablarles ni salvarlos. Si tuviéramos tiempo para historias, te contaría la leyenda de Revor, que se arriesgó a correr ese destino por prestar servicio a la Luz hace mil años.

-Si tuviéramos tiempo para historias -dijo él-, me gustaría mucho que me la contaras.

Ella pareció a punto de decir algo más, pero sus ojos, que eran de un pálido color azul como las flores junto a las que acababan de pasar, miraron por encima de él y él entonces se volvió.

Al oeste se veía una arboleda. Las hojas de los árboles eran de muchos colores, incluso en pleno verano, y los árboles, muy bellos, prometían paz y sombra acogedora cuando el Sol cayera perpendicularmente a través de las hojas; no muy lejos se oía el murmurar de un arroyo.

Más al sur de aquella arboleda, en los límites de Daniloth, una lechuza estaba suspendida en el aire claro de la mañana con las alas extendidas e inmóviles.

Lancelot la miró y vio que llevaba en el pico una daga que refulgía en la apacible luz con un brillo azul. Se volvió para mirar a la mujer que estaba junto a él: los ojos de ella habían cambiado de color. Ahora estaban oscuros mientras contemplaba a la lechuza suspendida en el aire ante ellos.

-No será ésa, ¿no? -dijo antes de que él pudiera pronunciar palabra, y él captó miedo en su voz-. ¡Oh, mi señor! No es ésa, ¿verdad?

-Ese es el niño a quien me han ordenado seguir y proteger -dijo él.

-¿Acaso no puedes ver la maldad en él? -dijo Leyse.

Su voz resonó en la quietud de aquel lugar. En ella había todavía música, pero era una música tensa, cargada de presentimientos.

-Sé que la hay -dijo él-. Pero también sé que hay añoranza de luz. Ambas cosas forman parte de su camino.

-Entonces deja que ese camino termine aquí -suplicó ella-. Mi señor, en esa criatura hay demasiada oscuridad. Puedo notarlo incluso desde donde estamos.

Era una Hija de la Luz y vivía en Daniloth. Su absoluta certeza sembró en el corazón de Lancelot una duda momentánea, que jamás llegó a enraizar porque también él tenía sus propias certezas.

-Ahora hay oscuridad en todas partes -dijo-. No podemos evitarlo; sólo podemos abrirnos camino a través de ella, y no es tarea fácil. En el riesgo de tal empresa reside quizás la esperanza de que podamos vencerla.

Ella lo miró largo rato.

-¿Quién es esa criatura? -preguntó por fin.

Había esperado que no le planteara esa pregunta, por muchas razones. Pero ya que se la había planteado, no podía rehuirla.

-Es el hijo de Ginebra -dijo con toda sencillez, aunque le costaba un enorme esfuerzo-.

Y de Rakoth Maugrim. El la forzó en Starkadh. Por eso en esa criatura se esconde la maldad que tú has visto, y detrás la esperanza de la luz.

En los ojos de ella asomó un dolor que sobrepasaba en mucho al miedo. Y debajo de tales sentimientos, en el fondo, asomó el amor. El lo había visto antes en muchas ocasiones.

-¿Y tú crees que ella prevalecerá sobre él? -dijo ella.

En su voz, de nuevo la música, distante pero muy clara.

-Es sólo una esperanza -repuso él-. Nada más que una esperanza.

-¿Y tú crees que puedes avivar esa esperanza y hacer que yo la avive? -dijo todavía con música.

-Ella me pidió que lo protegiera -repuso él con calma-, que lo vigilara en la elección que tiene que hacer. Sólo puedo pedirte ayuda. Pero es sólo una petición.

-Es algo más que una petición -dijo ella sacudiendo la cabeza.

Mientras hablaba apartó la vista de él con el corazón desgarrado. Miró al pájaro inmóvil que era hijo de la Oscuridad y de la Luz. Luego hizo un gesto con sus largas y gráciles manos y cantó unas palabras de poder para dibujar un espacio a través del cual el pájaro pudiera sobrevolar el País de las Sombras. Trazó un corredor para Darien, una hendidura en las nieblas del tiempo que atravesaba Danilorh, y con su brillante vista interior contempló cómo volaba hacia el norte por ese corredor, pasando por encima del montículo de Atronel, y alcanzaba al fin el río Celyn, donde lo perdió de vista.

Transcurrió un buen rato. Lancelot esperaba junto a ella, en silencio. Había visto cómo Darien emprendía el vuelo, pero cuando la lechuza hubo recorrido un trecho en dirección norte, sobrevolando el bosque de hojas multicolores, se perdió para la vista de un simple mortal. Continuó esperando, sabiendo, entre otras muchas cosas, que en el seguimiento del hijo de Ginebra esperar era el último servicio que estaba en sus manos ofrecer. Era una pena.

Mientras permanecía en pie junto a Leyse y la pálida luz de Sol iba ascendiendo por el cielo, lo invadió una sensación de extremo cansancio y un dolor no menos intenso. El prado exhalaba su fragancia y sonaban cantos de pájaros en los bosques cercanos.

Llegaba a sus oídos el rumor del agua. Sin ser plenamente consciente de haberlo hecho, se encontró sentado sobre la yerba a los pies de la mujer. Y después, en un éxtasis inspirado a la vez por Daniloth y por la extrema fatiga, se reclinó y cayó en un profundo sueño.

Cuando la lechuza hubo sobrepasado los límites más septentrionales de su tierra y la hubo perdido de vista entre las nieblas, Leyse dejó que su mente regresara al lugar donde se encontraba su cuerpo. Empezaba la tarde y la luz brillaba en todo su esplendor. Aun así, ella también se sentía muy cansada. Lo que acababa de hacer no era una tarea fácil, menos aún para una mujer de la Marca de Swan, dadas las resonancias de maldad que había captado.

Miró al hombre que dormía junto a ella. Sentía en el interior del corazón una tranquila aceptación de lo que le había sucedido junto a las cataratas de Fiathal. Sabía que él no se quedaría con ella a menos que lo obligase a hacerlo con el poder mágico de aquel lugar, y nunca haría tal cosa.

Sólo se permitiría una cosa. Miró largo rato el rostro del durmiente, grabándolo profundamente en la memoria de su alma. Luego se acostó a su lado sobre la suave y perfumada yerba y deslizó su mano en la mano herida de él. Sólo eso, pues su orgullo le impedía ir más lejos. Durante aquella tarde de verano demasiado breve, unidos de aquel modo, sólo por el lazo de los dedos, ella durmió por primera y única vez junto a Lancelot, a quien tanto amaba.

Durmieron durante toda la tarde, y en la apacible quietud de Daniloth no hubo nada que los perturbara, ni siquiera un sueño. Lejos, en el este, más allá de la amenazadora barrera de las montañas, los enanos de Banir Lok y Banir Tal esperaban la puesta de Sol y el juicio del lago de Cristal. Más cerca, en la vasta Llanura, un enano, un proscrito de Eridu y un exiliado dalrei llegaban al campamento del soberano rey y eran bien acogidos allí, antes de que el ejército se pusiera en marcha para recorrer las últimas etapas hacia Gwynir y los límites orientales de aquel País de las Sombras.

Y al norte, mientras dormían, Darien se dirigía volando hacia su padre.

Se despertaron a un tiempo, cuando el Sol se estaba poniendo. Lancelot la miró a la luz del crepúsculo, y vio que los ojos y el cabello le brillaban de forma extraña y hermosa.

Bajó la mirada y vio que los largos dedos de ella estaban entrelazados con los suyos.

Cerró los ojos durante un instante para que aquella paz profunda lo invadiera por última vez como una marea. Como una marea en retirada.

Luego, con mucha gentileza, le soltó la mano. Ninguno de los dos habló. El se levantó.

Había una débil fosforescencia en la yerba y en las hojas del bosque cercano, como si las cosas vivas de Danilorh se mostraran reticentes a ceder la luz. Era un resplandor idéntico al que viera en sus ojos y en sus cabellos. Los ecos de muchas cosas, de muchos recuerdos resonaron en su mente, pero puso buen cuidado en que ella no lo viera.

La ayudó a levantarse. Lentamente el resplandor de la luz se fue debilitando, en las hojas y en la yerba, y por último en Leyse. Ella se volvió hacia el oeste y le señaló un punto. Siguiendo la línea de su brazo, vio una estrella.

-La estrella de Lauriel -dijo ella-. Hemos bautizado a la estrella de la tarde con el nombre de ella.

Luego empezó a cantar. El la escuchó llorando durante buena parte de la canción, por muchas y variadas razones.

Cuando hubo acabado de cantar, Leyse lo miró y vio sus lágrimas. No dijo nada más.

Lo condujo hacia el norte a través de Daniloth, protegiéndolo con su presencia de la niebla y los lazos del tiempo. Caminaron durante toda la noche. Subieron al montículo de Atronel, más allá del trono de Cristal, y luego descendieron por el otro lado; Lancelot fue el primer mortal que subió a ese lugar.

Llegaron a la ribera sur del lago de Celyn, que penetraba profundamente en Daniloth, y bordearon sus bancales en dirección norte, no porque fuera el camino más rápido y más fácil, sino porque a ella le gustaba mucho ese paisaje y quería enseñárselo. En las orillas crecían flores de noche, muy olorosas, y, por encima de las aguas, Lancelot veía extrañas y elusivas siluetas que danzaban sobre las ondas, y escuchaba una música incesante.

Por fin llegaron al lugar en que el río derramaba sus aguas en el lago y torcieron hacia el oeste cuando el primer destello del alba apuntaba en el cielo, frente a ellos. Poco después Leyse se detuvo y miró a Lancelot.

-El río es muy tranquilo en este lugar -dijo- y en su lecho hay piedras por las que podrás atravesarlo. No puedo ir más allá de este punto. Cuando hayas cruzado el río Celyn, estarás en Andarien.

Durante un buen rato él contempló su belleza en silencio. Abrió la boca para decir algo, pero ella se lo impidió poniéndole los dedos sobre los labios.

-No digas nada -susurró-. No hay nada que puedas decirme.

Era verdad. Permanecieron un momento más allí; luego, muy despacio, ella separó la mano de su boca, y él se volvió y cruzó el río saltando por las redondeadas peñas y abandonando así Daniloth para siempre. No tuvo que andar demasiado. Sea porque sintiera el instinto de la guerra, o el del amor, o ambos a la vez, sólo tuvo que avanzar hasta una pequeña arboleda sobre los bancales del río, cerca del lago. Junto al Celyn crecían sauces y hermosas flores, plateadas y rojas. No sabía cómo se llamaban. Se sentó en aquel lugar de esplendorosa belleza, mientras el alba rompía, muy brillante en comparación con la apagada luz del País de las Sombras, y contempló la arruinada desolación de Andarien. Puso las manos sobre las rodillas, colocó la espada donde pudiera fácilmente alcanzarla con facilidad y se dispuso a esperar, sin dejar de mirar el mar que se extendía por el oeste.

Ella también esperaba, aunque se había repetido durante la larga y silenciosa marcha nocturna que no se entretendría. No había supuesto que él se detendría tan cerca, sin embargo, y su resolución desfalleció en cuanto él se hubo alejado de ella.

Lo vio caminar hacia los aum y sentarse entre las sylvains que tanto le gustaban, en el lugar que ella más apreciaba entre todos los que conocía en ese mundo. Sabía que no podía verla; tampoco a ella le resultaba fácil divisarlo entre las oleadas de nieblas que la cercaban.

Sin embargo, ella seguía esperando, y mediada la tarde un grupo de unas cincuenta personas se acercó desde el oeste, por los bancales del río.

Lo vio levantarse. Vio que el grupo de personas se detenía no muy lejos de él. A la cabeza iba Brendel de la Marca de Krestel, y ella sabía que, si el lios miraba hacia el sur, con seguridad la vería. Pero no hizo tal cosa; permaneció junto a los otros y contempló con ellos cómo una mujer, de cabellos rubios, muy alta, se acercaba a Lancelot. A Leyse le pareció que las nieblas se apartaban un poco a su paso -como una bendición o una maldición, no podía asegurarlo- y vio claramente la expresión del rostro de Lancelot mientras se le acercaba Ginebra.

Lo vio arrodillarse y cogerle las manos con la única que tenía sana y llevársela a los labios, el mismo gesto que había tenido con ella cuando por primera vez se le había acercado en el prado junto a Fiathal.

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