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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (101 page)

BOOK: Ser Cristiano
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No hay nada en el mundo que pueda impedir que el hombre diga no a Jesús. Un hombre puede encontrar el Nuevo Testamento interesante, hermoso, digno de ser leído, edificante; puede encontrar a Jesús de Nazaret simpático, fascinante, conmovedor; puede incluso llamarle verdadero Hijo de Dios y, no obstante, prescindir de él en su orden del día, en el ordenamiento de su vida cotidiana. Pero también puede hacer lo contrario: intentar a justar a él discreta pero resueltamente su orden del día, el ordenamiento de su vida; tomarlo como norma directiva en todo lo que hay de humano, de demasiado humano, en su vida. Naturalmente, nunca sobre la base de una argumentación evidente y coactiva, sino sobre la base de una confianza prestada con entera libertad (aunque la mayoría de las veces medien personas que son confiadas y merecen confianza). ¿Por qué? Porque en esta palabra y acción, en esta vida y muerte, el hombre ha podido poco a poco descubrir algo que no es total y exclusivamente humano; porque en todo ello puede reconocer un signo de Dios y una invitación a la fe y responderle con un sí plenamente libre y convencido. Sin pruebas de certeza matemática, pero no sin buenas razones. Ni ciegamente ni basándose en una comprobación evidente, sino conscientemente, con absoluta confianza y, por tanto, con absoluta seguridad: tal es la fe de un cristiano libre, tan parecida al amor y que tantas veces se traduce en amor.

El no de la incredulidad no se da porque uno dude de la historicidad de uno o varios «hechos salvíficos» de los que atestigua el Nuevo Testamento: no todo lo que ahí está escrito sucedió, o al menos no sucedió tal como está escrito. El no de la incredulidad se da cuando uno se sustrae a la pretensión de Dios en Jesús una vez conocida ésta con claridad, cuando niega a Jesús y su mensaje el reconocimiento que claramente se le pide y no está dispuesto a ver en Jesús el signo, la palabra y la acción de Dios, a reconocerlo como el determinante de su vida. Cierto, un billete de banco en la mano parece más real que esa realísima realidad que llamamos Dios. Y el sí dado a esa realidad realísima con la que Jesús en persona compromete, siempre irá acompañado de dudas. En la duda honesta puede haber más fe, más fe reflexiva que en el Credo recitado mecánica e irreflexivamente todos los domingos, que no preserva de herejías. Y, ¿en qué creen esos «fieles» de fe tan segura e inconmovible? A menudo creen más en rituales y ceremonias, apariciones y profecías, milagros y secretos que en el Dios vivo, sorprendente e inquietante, que no se identifica con la tradición y las costumbres, con lo usual, lo cómodo, lo no peligroso.

«Cristo no dijo: “yo soy la costumbre”
(consuetudo)
, sino “yo soy la verdad”
(veritas)»
, así comentaba Tertuliano, ya en el siglo III, la frase del Evangelio de Juan
[4]
, aludiendo a la
consuetudo romana
.

Muchos han experimentado que también la fe tiene sus flujos y reflujos, sus días y sus noches. Pero la fe que ha estado viva un tiempo no se «pierde» simplemente (como a veces se dice con excesiva ingenuidad), de igual modo que se pierde un reloj. Pero, eso sí, sofocada por la experiencia del dolor, por el trabajo o el placer o simplemente por la inconsciencia, puede adormecerse, marchitarse, cesar de configurar la vida. En este sentido el hombre, y desgraciadamente en especial el joven, fascinado al principio por las nuevas posibilidades de la vida (experiencia del mundo, sexualidad, dinero, carrera), «pierde» la fe, sin vislumbrar el tormento que puede costarle volver a encontrarla, despertarla y vivificarla de nuevo. Y, a la inversa, el hombre también puede conservar su fe en medio de la más profunda tiniebla. Como escribió un joven judío en un muro del
ghetto
de Varsovia:

«
Creo en el sol aunque no luce
.

Creo en el amor aunque no lo siento
.

Creo en Dios aunque no lo veo
».

¿Acaso no son también hoy innumerables los hombres que, como los demás mortales, ven en este mundo angustia y dolor, odio y barbarie, miseria, hambre, opresión y guerra y, sin embargo, creen que Dios tiene poder sobre esos poderes? ¿Es que no hay hombres que, como todo hijo de vecino, comprueban en su vida que estamos regidos por otros señores; ven rencores y agresiones, prejuicios y anhelos, convenciones y sistemas, en especial cualquier forma de egoísmo, y, sin embargo, creen que Jesús es el verdadero Señor? ¿Y no hay hombres que, como muchos otros, encuentran en su pensar, querer y sentir inseguridades y deficiencias, dudas y rebeliones, arrogancia y pereza y, sin embargo, creen que el Espíritu de Dios puede determinar nuestro pensar, nuestro querer, nuestro sentir?

Innumerables hombres buscan respuesta, ayuda y apoyo para sus preguntas y problemas existenciales. ¡Todo ello ya
está
ofrecido! Basta tomarlo. La opción personal por Dios y por Jesús constituye la única opción fundamental auténticamente cristiana: de ella depende el «ser o no ser» cristiano, el ser cristiano o ser no cristiano.

Pero aquí se vuelve a plantear para muchos el siguiente problema: la opción fundamental entre la fe y la incredulidad, ¿ coincide necesariamente con la decisión en favor o en contra de una determinada Iglesia? Hoy hay más cristianos que nunca (muchas veces indiscutiblemente buenos cristianos) fuera de la Iglesia, fuera de todas las Iglesias. Y, desgraciadamente, no sin culpa de la Iglesia, de todas las Iglesias, como vamos a exponer con más detalle:

b) Crítica a la Iglesia

A la vista del mensaje de Jesús el cristiano comprometido eclesialmente no tiene ninguna razón para rehuir la crítica a la Iglesia, dejándola en manos de los de «fuera». Ninguna crítica desde «fuera», por radical que sea, puede sustituir ni siquiera superar la de «dentro». La crítica más severa de la Iglesia no surge de las numerosas objeciones históricas, filosóficas, psicológicas o sociológicas, sino del mismo evangelio de Jesucristo, al que continuamente apela la propia Iglesia. En este sentido no se debe permitir que la crítica a la Iglesia sea prohibida desde «dentro», ni por el mismo papa ni por los múltiples pequeños papas.
¡Salva omni reverenda et caritate
!

Mas la Iglesia, y en especial la Iglesia católica, sigue gozando de la admiración de muchos hombres. Y ¿por qué no? Sin embargo, es igualmente criticada y rechazada por muchos. Y ¿por qué no? Estas reacciones opuestas no se deben sólo a las diversas actitudes de los hombres, sino también a la
ambivalencia del mismo fenómeno Iglesia
.

Los unos admiran su particular historia vivida y mantenida durante dos mil años. Los otros constatan en la configuración y el mantenimiento de esta historia un proceso de decadencia y capitulación ante la historia. Unos exaltan la eficiencia de su organización, extendida por todo el mundo y a la par enclavada en espacios reducidos, con cientos de millones de miembros y una jerarquía rígidamente ordenada. Otros ven en esa eficiente organización un aparato de poder que trabaja con medios temporales; en las imponentes masas de fieles, un cristianismo tradicional, chato y pobre de contenido, y en la organizada jerarquía, una administración ávida de poder y suntuosidad. Los unos alaban la majestuosa solemnidad de un culto rico en tradiciones, la sabia estructura del sistema teológico, la gran contribución cultural a la edificación y estructuración del Occidente cristiano. Los otros, en cambio, ven en la solemnidad de la liturgia un ritualismo puramente exterior y antievangélico, anclado en la tradición medieval y barroca; en el claro y unitario sistema doctrinal, una teología escolar sin base bíblica ni histórica, rígidamente autoritaria, que utiliza unos términos trasnochados y sin contenido; en la aportación a la cultura de Occidente, una mundanización y una desviación de su verdadera tarea… A los admiradores de la sabiduría, el poder y las conquistas de la Iglesia, de su esplendor, influjo y prestigio, sus adversarios les recuerdan explícitamente las persecuciones de judíos y las cruzadas, los procesos contra herejes y la quema de brujas, el colonialismo y las «guerras de religión», las injustas condenas de ciertos hombres y la solución errónea de algunos problemas, los compromisos de la Iglesia con determinados sistemas sociales, políticos y doctrinales, sus múltiples fracasos en las cuestiones de la esclavitud, la guerra, la mujer, en la cuestión social y en cuestiones históricas o científicas como la teoría de la evolución…

¿Son todas estas cosas meros errores del pasado, que se citan con demasiada insistencia, pero que, por lo demás, «se explican por las circunstancias de la época»? Pero ¿se refieren sólo al pasado las acusaciones dirigidas por los premios Nobel Heinrich Böll
[5]
y Aleksandr Solzhenitsyn
[6]
a la Iglesia católica y ortodoxa rusa respectivamente? Y esta crítica, ¿no es mucho mejor que el desinterés, muchas veces total, que muestran por sus Iglesias tantos cristianos europeos, sobre todo protestantes?

Incontables son, ciertamente, las objeciones que pueden alegar contra la Iglesia los científicos y los médicos, los psicólogos y los sociólogos, los periodistas y los políticos, los obreros y los intelectuales, los creyentes practicantes y los no practicantes, los jóvenes y los mayores, los hombres y las mujeres: contra su predicación decadente, su esclerotizada liturgia, su religiosidad exterior y su tradición sin espíritu; contra su dogmática autoritaria e ininteligible y contra su moral alejada de la vida y encasillada en una casuística minuciosa; contra el oportunismo y la intolerancia, el legalismo y la arrogancia de los funcionarios y los teólogos eclesiásticos a todos los niveles; contra la carencia de personas creativas y la aburrida mediocridad; contra la múltiple connivencia con los poderosos y contra la indiferencia por los despreciados, vejados, oprimidos y explotados; contra la religión como opio del pueblo; contra un cristianismo que sólo se ocupa de sí mismo y está desgarrado internamente, contra una
ecumene
dividida…

Pese a los conatos de renovación y reforma descritos al principio, las Iglesias, depositarías institucionalizadas del cristianismo en las que parece extinguido el fuego originario del Espíritu y que rehuyen los nuevos experimentos y experiencias, ¿no son para muchos subculturas y organizaciones irremediablemente retrasadas de una conciencia anacrónica? ¿Quién es aquí
digno de crédito?
¿Acaso esos
órganos directivos eclesiásticos
que giran en torno a sí mismos, que continuamente intentan hacer tabú de todo saber y curiosidad e inmunizar al pueblo fiel contra la crítica de fuera y de dentro, cuyo consejero es el miedo a que se hunda el sistema y se pierdan su influjo y su poder, y que no dejan de dar vueltas a problemas teológicos resueltos hace siglos? ¿O esos
cristianos practicantes
que nunca han aprendido a ejercitar la libertad crítica, que creen porque lo ha dicho el cura, el obispo o el papa y que, por carecer de toda preparación para el cambio, en cuanto se introduce la más mínima innovación (del derecho canónico, del santoral, de la liturgia greco-ortodoxa o de una versión protestante de la Biblia), preguntan qué es lo que hay que creer y si se puede seguir creyendo? ¿O tal vez esos
teólogos
moderadamente modernos que a veces parecen interesarse más por las fórmulas y por su pequeño sistema particular, por los problemas de oportunismo y de adaptación que por la verdad cristiana? ¿Teólogos que no han liquidado aún las controversias del siglo XVI ni han asimilado el progreso de los siglos XVIII y XIX? ¿Que ven amenazada su fe cristiana porque se tenga que admitir la existencia de errores en la Biblia o porque un examen crítico haga tambalearse uno de los dogmas o fórmulas tradicionales y quizá nadie sea capaz en ese momento de decir con seguridad qué es lo que se «tiene que» creer? ¿Pueden tales órganos directivos y tal teología invitar a creer? ¿Puede ser contagiosa una fe semejante? ¿Puede suscitar la curiosidad de los no cristianos esa manera de ser cristiano? ¡Qué diferencia entre el programa cristiano y la praxis eclesial!

Que precisamente la
Iglesia católica
sea objeto preferente de la crítica no depende sólo de su antigüedad, de su influjo, de su magnitud netamente superior a la del resto de la cristiandad, de su significado central para la
ecumene
y de su autoridad ante los poderes políticos. Depende, más bien, del hecho de que la Iglesia católica, así como a raíz del
Concilio Vaticano II
despertó grandes esperanzas en el interior y en el exterior, en la época posconciliar ha causado grandes decepciones
[7]
.

El Concilio había esbozado un programa de gran alcance para una renovada Iglesia del futuro. E innumerables comunidades y diócesis del mundo entero se aprestaron con energía a realizarlo. En muy poco tiempo se impuso en la Iglesia católica, al menos teóricamente, una nueva concepción de la Iglesia (como pueblo de Dios) y del ministerio eclesiástico (como servicio a ese pueblo). La reforma litúrgica y la introducción de la lengua materna junto con la publicación de nuevos leccionarios representaron un progreso inapreciable. Se intensificó la cooperación ecuménica, tanto a nivel de comunidad (acciones comunes y celebraciones comunes de la palabra) como a nivel universal (visitas recíprocas y comisiones de estudio mixtas). El papa Pablo VI reformó en diversos aspectos la administración central romana, dándole una fisonomía mucho más internacional. Se impulsó, en parte, una enérgica reforma de los seminarios y de las órdenes religiosas. Se constituyeron y comenzaron a actuar los consejos parroquiales y diocesanos, que contaban con una notable participación del laicado. La teología mostró una nueva vitalidad, al tiempo que se hacía patente una nueva apertura de la Iglesia a los problemas del hombre y de la sociedad de hoy. Nada era perfecto, pero todo era básicamente bueno y esperanzador.

Pero por el comportamiento del papa y los obispos, que no protestaron entonces, el Concilio dejó sin resolver importantes problemas intraeclesiales. Y estos problemas han sido los que han llevado a la Iglesia católica a una compleja crisis de dirección y confianza. La misma dirección de la Iglesia que durante el Concilio había afrontado viejos y nuevos problemas contribuyendo en extraordinaria medida a su solución, ahora, en el
período posconciliar
, parece incapaz de llegar a resultados constructivos en cuestiones tan apremiantes como la regulación de la natalidad, la justicia y la paz en el mundo, la elección de obispos y la crisis del ministerio eclesiástico; la ley del celibato, de suyo marginal, se ha convertido indebidamente en el problema clave de la renovación. Mientras, en medio de tantas y tan diversas dificultades, los órganos oficiales de la Iglesia se contentan con lamentaciones y advertencias o recurren a sanciones arbitrarias, cada vez son más numerosos los sacerdotes que dejan el ministerio, y las nuevas vocaciones disminuyen en cantidad y calidad. La perplejidad de muchos cristianos es grande y muchos de los mejores pastores tienen la impresión de que en sus principales preocupaciones los obispos y muchas veces también los teólogos los dejan en la estacada. Es cierto que algunos episcopados y algunos obispos aislados han procurado seriamente hacer suyas las preocupaciones de sus Iglesias. Pero la mayor parte de las conferencias episcopales no han sido capaces de ofrecer soluciones constructivas más que emblemas de importancia secundaria, decepcionando las expectativas del clero y del pueblo. Por eso, la credibilidad de la Iglesia católica, que al comienzo del pontificado de Pablo VI había alcanzado -quizá la cota más alta de los últimos quinientos años, ha descendido en una proporción inquietante. Muchos hombres sufren por la Iglesia. Aumenta el clima de desaliento.

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