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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (56 page)

BOOK: Ser Cristiano
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La fe en un solo Dios es
común a judíos, cristianos y musulmanes
. La fe de Abraham en un único Dios que actúa en la historia, documentada como está en el Antiguo y Nuevo Testamento, al igual que el Corán, señala el punto de coincidencia entre el judaísmo, cristianismo e islamismo. Ella podría constituir la base para una mejor comprensión y una más profunda solidaridad entre esas tres grandes comunidades de fe, con harta frecuencia enemistadas a lo largo de la historia, de las cuales, sin embargo, ninguna podrá comprender su propia esencia sin atender a las otras dos y, por lo mismo, ninguna debería tachar a la otra de «infiel», o «apóstata», o «superada», sino más bien considerarse las tres como «padre» e «hijos», «hermanos» y «hermanas» bajo el mismo y único Dios.

Semejante fe monoteísta, aun sin ser un programa social, tiene, no obstante, graves
consecuencias sociales
: desmitifica los poderes divinos del mundo en favor del único Dios. Impide la divinización de los poderes políticos y sus detentadores, así como la idolización de las fuerzas naturales y del ciclo del devenir y la muerte en eterno retorno. Significa, en esta época nuestra aparentemente atea, la recusación radical de muchos dioses sin títulos de divinidad a los que el hombre adora: es decir, de todas esas realidades terrenas que juegan el papel de divinidades de las que todo lo humano parece depender, en las que todo hombre confía y a las que todo hombre teme como a ninguna otra cosa en el mundo. Y dentro de esto viene a dar lo mismo que el hombre, monoteísta unas veces y politeísta otras, entone su himno solemne («Te alabamos, Dios grande; ensalzamos tu poder, Señor») al gran Dios Mammón, al gran Dios Sexo, al gran Dios Poder, al gran Dios Ciencia, al gran Dios Nación o al gran Dios Partido.

Así, pues, para Israel y para Jesús este único Dios, y no la multiplicidad de dioses, es la
respuesta inequívoca
a todas esas acuciantes preguntas de la vida humana, que, como hemos apuntado, no puede fácilmente eludir ni responder el pensamiento humano —especialmente el filosófico— de forma clara y definitiva. No se trata de un fundamento último que, como pensaron algunos gnósticos, podría resolverse en un abismo oscuro y fatal; ni se trata de un sentido último que podría traducirse en un inmenso sin sentido, sino de un Dios de benevolencia y salvación.

De este único Dios tiene Israel conocimiento por su larga historia, desde que ciertos grupos de insignificantes esclavos, tal vez nómadas, cuando eran explotados por los egipcios como mano de obra barata para las construcciones faraónicas, aprendieron a creer en un Dios que les prometía la liberación y después, a través del desierto y antes de establecerse definitivamente, fueron confiándose a su cuidado y dirección. Desde entonces, las nuevas generaciones —individuos, grupos, el pueblo entero— no han dejado de experimentarlo como libertador y salvador. Y todas estas experiencias concretas de la actuación de Dios en la historia están profusamente documentadas por innumerables relatos y por grandes obras de carácter histórico, que sirven de puente de unión entre épocas increíblemente largas. Piénsese, por ejemplo, en el «Pentateuco», nacido de la conjunción de diferentes tradiciones a lo largo de un proceso redaccional de varios siglos (ahora dividido en cinco libros atribuidos a Moisés:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números
y
Deuteronomio)
, en la obra histórica deuteronomista (los libros de
Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes)
y, en fin, en la obra histórica cronística (los libros de
Crónicas
, a los que habría que sumar los de
Esdras
y
Nehemías)
[6]
.

De esta forma, en Israel se fue concibiendo la historia como un alternado acontecer entre Dios y su pueblo. Reiteradamente se relataban y encomiaban determinadas experiencias de personajes individuales, de grupos y hasta de todo el pueblo, en los que la acción de Dios se hacía patente a los creyentes, unas veces dentro del contexto litúrgico y otras fuera de él (los padres a los hijos, los sacerdotes a los peregrinos, los narradores populares y los trovadores ambulantes a sus oyentes). Así se fue conformando, con el tiempo, en Israel un particular
pensamiento histórico
, que todo lo abarcaba: el pasado permanece actual y ayuda tanto a sostener el presente como a atisbar el futuro. El «credo» de Israel no es ni filosófico ni especulativo, sino histórico: se centra en el Dios de la liberación, el que «ha sacado a Israel de Egipto»
[7]
, irreconocible para los historiadores neutrales, distanciados, pero reconocible para todo aquel que ve la intervención de Dios en todo hecho histórico. Esta profesión originaria de la comunidad religiosa y cultural de los adoradores de Yahvé es, además, y mucho antes de convertirse en una comunidad política, una profesión de alabanza. A esto se debe que el Antiguo Testamento rezume por todas partes la
alabanza
de Dios y sus obras: desde ese (probablemente el más antiguo) Canto a Yahvé, que arroja al mar los caballos y carros de los egipcios
[8]
, hasta los cánticos de alabanza del segundo Isaías, que durante el exilio babilónico anuncia la liberación
[9]
, o los salmos de alabanza coral e individual y los grandiosos himnos al Dios creador.

Pero esto no es más que un aspecto. No se debe simplificar con desmesurado optimismo la idea que tienen de Dios tanto Israel como Jesús. El Antiguo Testamento está muy lejos de un júbilo fútil y vano. Pareja con la alabanza anda siempre la
lamentación
: las preocupaciones del hombre moderno por Dios, por su ausencia, ininteligibilidad e ineficacia, no son extrañas al Antiguo Testamento. El sufrimiento del pueblo como el del individuo (ese gran contraargumento frente a la bondad de Dios) está continuamente presente y llega muchas veces a clamar al cielo. La última palabra que Jesús dirige, según el evangelio más antiguo, a su Dios es un grito inarticulado
[10]
, en el que sin duda resuena todo el clamor de todas las generaciones de un pueblo incesantemente probado con el dolor, la opresión y la culpa. A Dios gritó ya en Egipto, cuando apenas lo conocía. Y a Dios volvió a gritar (el pueblo entero unas veces, voces particulares otras) cuando ya se había establecido en la tierra prometida, durante la cautividad de Babilonia y, últimamente, bajo la dominación romana: siempre, en fin, que se encontraba en situación de necesidad o le atormentaba la culpa.

Lo característico precisamente de este Dios es que se puede clamar a él en cualquier situación. No hay en tiempos antiguos ningún otro ejemplo de clamor a Dios tan provocativo como el de esa gran obra de la literatura universal, que puede datarse entre los siglos V y II a. C, donde un tal
Job
, hombre abandonado a sí mismo y a su miseria (prefiguración de ese otro siervo de Dios, el Jesús doliente), pasa sin solución de continuidad de la rebeldía a la entrega, presa de un infinito y abismal sufrimiento. En el libro de
Job
se manifiesta, con mayor acritud que en ningún otro lugar, la actitud fundamental del hombre veterotestamentario frente a su Dios. Ese hombre, atosigado de dolor, duda y desesperación (tan emparentado con el hombre actual, sumido en el nihilismo y el ateísmo), no encuentra su último apoyo. De nada le sirven los argumentos con que la razón pura trata de desvelar el enigma del dolor y del mal. De nada le sirven los considerandos psicológicos, filosóficos y morales que el hombre aduce en su empeño por iluminar la oscuridad del sufrimiento y la maldad; todos ellos son, por abstractos y genéricos, incapaces de aliviar en el caso concreto. De nada le sirve, en fin, la lógica optimista de una apologética ilustrada, la lógica de la «justificación de Dios» (conocida como «teodicea» a partir del gran Leibniz), que aspira a descubrir el secreto del misterio de Dios y del plan del mundo.

El hombre que sufre, duda y desespera sólo encuentra su último apoyo en el reconocimiento realista de la propia incapacidad para descifrar el enigma del sufrimiento y el mal; en la serena renuncia a su pretensión de erigirse en juez, supuestamente imparcial e inocente, de Dios y del mundo; en la enérgica recusación de la sospecha, por leve o inexpresa que sea, de que el buen Dios no es con el hombre realmente tan bueno. Dicho positivamente: el hombre encuentra su último apoyo cuando tiene la osadía, no por insegura menos liberadora, de responder con una
confianza incondicionada y total
a ese Dios incomprensible en la duda, el dolor y la culpa, en la penuria interior y el padecimiento físico, en la angustia, la preocupación, la debilidad y la tentación, en el vacío de todo tipo, el desconsuelo y la rebeldía. Cuando tiene la osadía, a pesar de encontrarse en una de esas situaciones extremas y desesperadas en las que toda plegaria se extingue y uno no es capaz de pronunciar palabra, de aferrarse a ese Dios por encima de su propio vacío y agotamiento. Cuando otorga a Dios, en fin, su confianza más radical y profunda, esa confianza que no se reduce a calmar exteriormente su ira o indignación, sino que las asimila e integra, aceptando sin más la permanente incomprensibilidad de Dios.

Sólo cuando nosotros —a pesar de todo— decimos tácita o explícitamente «amén» («así sea», «así está bien»), es posible, si no explicar, sí cuando menos superar el dolor. «Decir amén» es la traducción del término veterotestamentario «creer»
(heemin)
. Por amor de Dios es posible decir sí al mundo con todos sus enigmas, males y sufrimientos. De otra manera es imposible. El misterio de la incomprensible bondad de Dios incluye también la miseria de nuestro sufrimiento.

¿Tan simple es esta confianza incondicionada e inquebrantable, tan simple es creer? El Nuevo Testamento arroja nueva luz sobre el mismo tema. La verdad del único Dios y de la fe en él sigue inalterada. También Jesús lo entiende así en el contexto de la dramática historia de su pueblo, siempre entre lamentación y alabanza, culpa y perdón, caída y vuelta a empezar, cólera y gracia. Así lo testimonia también un sinnúmero de formas y modos de expresión: poesía y prosa, relatos autobiográficos y relatos históricos, constituciones jurídicas y ordenaciones cultuales, amenazas y promesas proféticas, himnos y elegías, sagas y leyendas, cuentos y parábolas, oráculos, aforismos sapienciales y proposiciones teológicas. Todos estos géneros, tan distintos, aparecen naturalmente determinados por un
Sitz im Leben
(entorno vital) muy concreto y se configuraron en un ambiente muy determinado: en la gran familia patriarcal, en el culto o en la praxis jurídica, en la corte, en la guerra o en las escuelas teológicas. Pero dondequiera y comoquiera que sea, Dios aparece siempre y con progresiva claridad testimoniado como lo que es: el Señor que libera y guía la historia, el Legislador, el Creador del mundo y el que finalmente lo juzgará y lo llevará a su cumplimiento.

El pueblo, sin embargo, deja muchas veces de secundar las exigencias de su Dios. Sin cesar aparecen
mediadores
entre Dios y su pueblo, llamados directamente por Dios. Así, Moisés y los primeros jefes («jueces») carismáticos del pueblo. Después, en la época de la monarquía institucionalizada hasta la caída del reino del Norte al igual que del reino del Sur, de la destrucción del Templo y el exilio babilónico, los
profetas
: personajes solitarios, impotentes, a los que nadie prestó atención, aparentemente fracasados, puesto que no tuvieron seguidores ni suscitaron un movimiento arrebatador. Las lamentaciones de los profetas, de Elías a Jeremías, presentan sobradas muestras de la soledad, postración y desesperación, del aislamiento y desconocimiento de los mensajeros del Dios único: las tensiones entre su humanidad y su onerosa misión, entre el no poder y el tener que hablar, están muchas veces a punto de desgarrarlos.

En la tradición de estos profetas está
Jesús
. En su tiempo, el espíritu que suscitó a los profetas parecía haberse apagado. Se esperaba un nuevo y definitivo mediador en la figura del Mesías o Hijo de hombre. Mas, junto a esto, existían también los cantos maravillosos del segundo Isaías, en Babilonia, sobre el «Siervo de Dios», que habría de sufrir en representación de muchos y cuyo sufrimiento —cosa nunca dicha de ningún otro profeta— le llevaría a la muerte, siendo a la vez recompensado, más allá de la muerte, por Dios
[11]
.

Jesús no quiso fundar una nueva religión: siempre que habla del reinado y de la voluntad de Dios, conecta con la idea que de Dios tiene el Antiguo Testamento. Como los profetas, no trata de demostrar teóricamente el Dios único. Tampoco lo «postula» moralmente, sino que cuenta
con
él de una forma enormemente práctica y habla de él de un modo enteramente nuevo. Sin el recato de tantos judíos contemporáneos suyos, utiliza repetidamente la palabra «Dios», aunque también emplea otros títulos como «Altísimo» y «Rey». Cuando anuncia la proximidad inapelable de Dios y su reinado, no trata de hacer nuevas revelaciones sobre la naturaleza divina o presentar un nuevo concepto de Dios. El no reflexiona ni argumenta sobre la esencia íntima de Dios. Al igual que el Antiguo Testamento —y al igual también que Buda, Confucio y Mahoma—, Jesús no muestra ningún interés por nociones científicas o especulaciones metafísicas. No se esfuerza por construir una teoría sobre la conciencia de Dios o por formular dogmas sobre la esencia y atributos divinos. Jesús habla de Dios, como ya hemos visto, en parábolas: para él, Dios no es «objeto» de especulación, reflexión o argumentación, no es objeto de un pensamiento que se interroga por el principio y el fin unitario de las cosas, sino el concreto «enfrente», el Tú concreto de su confianza fiel y su entregada obediencia. La confesión de Yahvé como único Dios, a quien el hombre ha de amar con todo su corazón, es expresamente ratificada por Jesús como mandamiento primero y principal.

Esto, sobre todo esto, establece una diferencia radical entre la concepción de Dios propia de Israel y de Jesús y la de las grandes religiones asiáticas y del pensamiento griego. Valdrá la pena pararse a reflexionar un poco sobre tales diferencias, aunque si hay alguien que no esté muy interesado en los temas filosóficos y de historia de las religiones, tal vez prefiera ahorrarse la lectura del apartado siguiente.

b) El Dios con rostro humano

Reconociendo lo mucho de verdad que encierran las concepciones de Dios, de los griegos y de las religiones orientales (sobre todo la del budismo, verdadero polo opuesto del cristianismo), y lo mucho que hay que aprender de ellas, es igualmente obligado reconocer su insuficiencia: aún hoy existen diferencias importantes.

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