Ser Cristiano (59 page)

Read Ser Cristiano Online

Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

BOOK: Ser Cristiano
3.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

No se debe, en efecto, exagerar la originalidad de Jesús; esto tiene hoy su importancia para el diálogo con los judíos. No pocas veces se ha hablado y se habla como si Jesús hubiera sido el primero en llamar a Dios
padre
y a los hombres sus hijos. Como si Dios no fuese también llamado padre en las más variadas religiones, sin exceptuar incluso a los recién mencionados griegos: así, en la genealogía de la epopeya homérica, Zeus, el hijo de Cronos, aparece como padre de la familia de los dioses. Y otro tanto ocurre en la interpretación cosmológica de la filosofía estoica, donde la divinidad se tiene por padre del cosmos, regido por la razón, de la que participan los hombres, emparentados con esa divinidad y objeto de sus cuidados.

Pero antes, teniendo en cuenta los resultados del estudio de la historia de las religiones, existe un problema:
¿se puede aplicar el nombre de padre
a Dios? Es un problema que se ha agudizado especialmente en esta época de la emancipación de la mujer. Trasladar a Dios el esquema de la diferenciación sexual, ¿es verdaderamente tan obvio? ¿Es Dios un hombre? ¿Es Dios masculino, viril? ¿No es eso tanto como conformar a Dios a imagen del hombre o, para ser más exactos, del varón? En general, en la historia de las religiones los dioses aparecen sexualmente diferenciados, aunque en los orígenes tal vez hayan existido divinidades bisexuales o sexualmente neutras y después se hayan ido manifestando los rasgos de uno y otro sexo. Igualmente merece consideración el hecho de que en las culturas matriarcales la «gran madre», de cuyo seno han salido y a cuyo seno vuelven todas las cosas y seres vivos, ocupa el lugar del dios-padre. De ser el matriarcado más antiguo que el patriarcado —la cuestión sigue debatiéndose entre los historiadores—, el culto a la diosa-madre (que en el Asia Menor, por ejemplo, dio fuerte impulso al posterior culto mariano) habría precedido en el tiempo al del dios-padre.

Comoquiera que se resuelva este problema histórico, el apelativo de padre para Dios no está exclusivamente determinado por la unicidad de Yahvé. Está condicionado también socialmente, plasmado por una sociedad de marcado carácter varonil. En todo caso, Dios no puede reducirse a prototipo masculino. Ya en el Antiguo Testamento, en los profetas, presenta Dios rasgos femeninos, maternales, que, observados con perspectiva moderna, pueden verse con mayor claridad todavía. El apelativo padre sólo podrá ser rectamente entendido si, en vez de contraponerlo a «madre», se le interpreta simbólicamente (analógicamente): «padre» como símbolo patriarcal —con rasgos matriarcales a la vez— de una realidad última, transhumana, transexual. El Dios único no puede, y hoy menos que nunca, ser visto a través de la falsilla de lo viril paterno, como tantas veces ha hecho una teología excesivamente masculina. En él se ha de reconocer también el momento femenino-materno. Entendido así, el apelativo padre no podrá ser instrumentalizado para legitimar religiosamente un paternalismo social a costa de la mujer y, sobre todo, para reprimir permanentemente el elemento femenino en la Iglesia (en el ministerio eclesial)
[20]
.

Al contrario de otras religiones, en el
Antiguo Testamento
Dios no aparece
como
el padre físico de dioses, semidioses o héroes. Pero tampoco como el padre de todos los hombres simplemente. Yahvé es el padre del pueblo de Israel, que es llamado hijo primogénito de Dios
[21]
. Después, y de una manera especial, es el padre del rey, que es considerado como el hijo de Dios por excelencia: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»
[22]
; tal es el «decreto de Yahvé» para la entronización, y no significa una milagrosa generación terrena del rey, sino su simple investidura de los derechos filiales. Más tarde, en el judaísmo tardío, Dios es también el padre prometido al hombre justo
[23]
y al pueblo elegido del tiempo final: «Ellos obrarán según mis mandamientos, y yo seré su padre y ellos serán mis hijos»
[24]
. En todos estos lugares el símbolo del padre aparece en sus aspectos más positivos, irrenunciables, más allá de toda referencia sexual, como expresión de poder a la par que de cercanía, como signo de protección y solicitud.

Pero por parte de
Jesús
se advierten en esto diferencias importantes. Tomadas aisladamente, algunas de las palabras que la tradición atribuye a Jesús podrían provenir de la literatura sapiencial, en la que aparecen muchos dichos paralelos. Como en otros casos similares, será muy difícil probar su procedencia directa de Jesús. Pero, provengan o no directamente de él, en el contexto total de Jesús adquieren una tonalidad especial. Así, lo primero que sorprende es que Jesús nunca refiere la paternidad de Dios al pueblo de Israel como tal. Como para Juan el Bautista, también para él la pertenencia al pueblo elegido no constituye garantía alguna de salvación. Pero más sorprendente todavía es que Jesús, a diferencia del Bautista, extiende la paternidad de Dios a los malos e injustos, y en esa paternidad integral de Dios fundamenta el amor al enemigo, tan singular de su mensaje
[25]
. ¿Qué está ocurriendo aquí?

En primer lugar, siempre que Jesús hace referencia al «Padre», alude evidentemente a la efectiva providencia y asistencia de Dios en todas las cosas: esa providencia que se cuida de los gorriones y los pelos de nuestra cabeza
[26]
. que sabe lo que nos hace falta antes de que se lo pidamos
[27]
, que hace aparecer vanas nuestras preocupaciones
[28]
. Dios es el Padre que sabe todo lo que ocurre en este mundo no tan santo, el Padre sin el cual nada sucede: aquí está la respuesta práctica a las preguntas de la teodicea sobre el enigma de la vida, sobre el sufrimiento, la injusticia y la muerte en el mundo. Es un Dios de quien uno se puede fiar absolutamente, en quien uno puede poner toda su confianza incluso en el dolor, la injusticia, la culpa y la muerte. Un Dios que no está lejos, en lejana trascendencia, sino cerca, en incomprensible bondad. Un Dios que no minimiza ni atenúa, con el consuelo de un más allá, la oscuridad, la vanidad y el sinsentido del presente, sino que en medio de esa misma oscuridad, vaciedad y absurdidad invita al riesgo de la esperanza. Pero aún hay más. En este contexto es donde resalta lo que de una manera incomparablemente plástica se pinta en la parábola del hijo pródigo, cuyo verdadero protagonista no es el hijo (o los hijos), sino el padre: ese padre que deja al hijo en libertad para irse, que no trata de darle caza ni de seguirle siquiera, pero que, cuando el hijo retorna de su desdichados pasos lo ve venir antes de ser, él mismo, visto, corre a su encuentro, corta su confesión de culpabilidad, lo acoge sin pedirle cuentas, sin exigirle pruebas, sin condiciones, y manda celebrar una gran fiesta…, para escándalo del otro hijo obseivante que se ha quedado en casa
[29]
. ¿Qué se quiere expresar aquí con ese gesto del «padre» ? A todas luces, no sólo que se malentiende a Dios cuando se piensa que el hombre tiene que defender contra él su libertad; no sólo que la actuación de Dios y la actividad del hombre, la teonomía y la autonomía, no se excluyen mutuamente; no sólo que el problema, tan traído y llevado por los teólogos, del «concurso» de la predestinación divina y la libertad humana, de la voluntad divina y la voluntad humana, es un problema ficticio… Aquí se quiere dar a entender, justamente, lo que ya este «amigo de publicanos y pecadores», que se cree en la obligación de buscar y salvar lo perdido y lo enfermo, ha dado a entender con toda claridad en otras parábolas: cuando, por ejemplo, habla de Dios —ya lo hemos visto— comparándolo con la mujer (!) o el pastor que se alegran de encontrar lo que habían perdido, con el rey magnánimo, el prestamista generoso, el juez benévolo, y cuando él mismo, para colmo, se mezcló con personas moralmente reprochables, con tipos irreligiosos y pecadores, los trata con diferencia y hasta les concede tranquilamente el perdón de sus culpas. ¿Qué otra cosa puede significar todo esto sino que Jesús presenta a Dios explícitamente y, sobre todo, como padre del «hijo perdido», como
padre de los perdidos?

Tal es, pues, para Jesús el único Dios verdadero, junto al cual no pueden existir otros dioses por buenos que sean: en definitiva, el mismo Dios del Antiguo Testamento, pero mejor comprendido. Un Dios que es algo más, no cabe duda, que el supremo garante de una Ley que se ha de aceptar sin discusiones, pero susceptible a la vez, empleando cierta astucia, de manipulaciones. Un Dios que «s algo más que ese ser omnisciente y todopoderoso que todo lo dicta desde lo alto, que todo lo dirige y centraliza, que inexorablemente se propone conseguir sus objetivos, aunque para ello tenga que recurrir a «guerras santas» en mayor o menor escala y condenar eternamente a sus adversarios. Este Dios Padre no quiere ser el Dios temido por Marx, Nietzsche y Freud que asusta al hombre desde niño, le infunde sentimientos de culpabilidad y le persigue continuamente con escrúpulos moralizantes, siendo así, en la práctica, mera proyección de los temores inculcados en la educación, de la voluntad de poder y dominio del hombre, del egotismo y de la sed de venganza. Este Dios Padre no quiere ser un Dios teocrático que puede, cuando menos indirectamente, ser instrumentalizado para legitimar a esos representantes de sistemas totalitarios, que, se digan piadosos y clericales o irreligiosos y ateos, no intentan otra cosa que ocupar el lugar de Dios y ejercitar sus soberanos derechos, como dioses-piadosos o impíos— de la doctrina ortodoxa, de la disciplina absoluta, de la ley y del orden, de la dictadura y de la planificación inhumanas…

No, este Dios Padre quiere ser el Dios que sale al encuentro del hombre como Dios de amor y salvación. No el Dios extrahumano del capricho o de la ley. No un Dios hecho a imagen de los Teyes y tiranos, de los jerarcas y preceptores. Sino —y es lástima que esta gran expresión esté tan banalizada— el
buen Dios
que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura. Que trata con indulgencia a los que, transgrediendo su santa ley, le ofenden. Que en lugar de condenar perdona, en lugar de castigar redime, en lugar de ejercer el derecho ejercita la gracia sin límites. El Dios, en fin, que se dirige no tanto a los justos como a los no-justos. Que tiene predilección por los pecadores: que prefiere el hijo perdido al que permaneció en casa, el publicano al fariseo, los heréticos a los ortodoxos, las prostitutas y los adúlteros a sus jueces, los sin ley o transgresores de la Ley a los guardianes de la Ley.

Después de esto, ¿puede todavía decirse que el nombre de Padre solamente es un eco de las experiencias terrenas de paternidad, una proyección que vale para sublimar meras relaciones terrenas de paternidad y dominio? De ninguna manera;
este
Dios Padre es otra cosa. No es un Dios del más allá a expensas del más acá, a expensas del hombre (Feuerbach). Ni el Dios de los explotadores, de la consolación y de la conciencia deformada (Marx). Ni un Dios producto del resentimiento, vértice de una deplorable moral del bien y del mal, propia de mozos de cuerda (Nietzsche). Ni un tiránico super-yo, imagen ideal de las ilusorias necesidades de la primera infancia, un Dios ritualizado por imperativo de un complejo de culpa asociado a un complejo paterno (Freud).

Totalmente distinto es el Dios y Padre a quien apela Jesús para justificar su escandaloso modo de hablar y de comportarse: un Dios extraño, puede que hasta peligroso y, en el fondo, imposible. ¿O es que realmente vamos a admitir que Dios mismo legitime las transgresiones de la Ley? ¿Que Dios mismo no tenga reparos en pasar por encima de la justicia de la Ley y haga proclamar una «justicia mejor»? ¿Que él mismo, por tanto, ponga en entredicho no sólo el orden legal vigente y todo el sistema social con él, sino también el Templo y todo el servicio divino? ¿Que él mismo constituya al hombre en medida de sus mandamientos; que suprima, mediante el amor, las fronteras naturales entre compañeros y no compañeros, entre lejanos y cercanos, entre amigos y enemigos, entre buenos y malos, y, más todavía, que se ponga de parte de los débiles, los enfermos y los pobres, los no privilegiados y oprimidos, incluso los irreligiosos, inmorales e impíos? ¿No es esto tanto como predicar un nuevo Dios: un Dios que se ha desvinculado de su propia Ley, que no es el Dios de los observantes, sino de los transgresores de la Ley; que, en una palabra (y menester es decirlo drásticamente, para expresar sin rodeos la contradicción y el escándalo que entraña), no es el Dios de los temerosos de Dios, sino el
Dios de los sin Dios?
¡Una
revolución del concepto de Dios
verdaderamente inaudita!

Es, ciertamente, una «rebelión contra Dios». No una rebelión contra Dios en el sentido del ateísmo, sea antiguo o moderno, sino una rebelión contra el Dios de los piadosos: ¿se podrá realmente aceptar y creer realmente que Dios, el verdadero Dios, esté detrás de un innovador tan extraño como éste, más revolucionario que los revolucionarios, que se alza por encima de la Ley y del Templo, por encima de Moisés, los reyes y los profetas, y se erige en juez del pecado y dispensador del perdón? ¿No cae el propio Dios en contradicción consigo mismo, al servirse de semejante
abogado
para su causa? ¿No es contradictorio que a tal persona le asista el derecho de reivindicar para sí la autoridad y la voluntad de Dios en contra de la Ley y del Templo, de arrogarse la potestad de hablar y actuar como lo hace? ¿Un Dios de los sin Dios, y un blasfemo contra Dios su profeta?

e) Singular invocación

Jesús se esfuerza en todo momento, y con todos los medios, por aclarar que Dios es realmente así: Padre de los perdidos, Dios de los moralmente fracasados, Dios de los sin Dios. ¿Cómo no iba esto a suponer, para todos aquellos que estaban cargados de preocupaciones y de culpa, una enorme liberación? ¿Una inmejorable ocasión de alegría y esperanza? No, no es un nuevo Dios el que Jesús anuncia; es, hoy como ayer, el mismo Dios de la alianza. Sólo que el antiguo Dios de la alianza aparece ahora bajo una nueva luz, una luz distinta. Dios
no
es
otro
Dios,
pero
es
distinto
: no es el Dios de la Ley, sino el Dios de la gracia. Y desde este Dios de la gracia se puede, retrospectivamente, entender mejor, con mayor profundidad, con más benevolencia, al Dios de la Ley: desde entonces la Ley es ya una expresión de la gracia.

Other books

The Bobcat's Tate by Georgette St. Clair
The Devil You Know by Jo Goodman
13 Day War by Richard S. Tuttle
Into the Storm by Melanie Moreland
MisStaked by J. Morgan
Vacant Possession by Hilary Mantel
Bajo la hiedra by Elspeth Cooper