Desde Epicuro hasta el racionalista moderno Pierre Bayle, de quien fue discípulo Feuerbach, la
respuesta de los escépticos
a la pregunta de por qué no impide Dios el mal apenas ha cambiado: o no puede impedirlo, y entonces no es omnipotente; o no quiere, y entonces no es santo, justo y bueno; o ni puede ni quiere, y entonces es impotente y malévolo a un tiempo; o, finalmente, puede y quiere, pero entonces, ¿por qué hay tanto mal en este mundo?
De nada sirven aquí los
intentos de solución mitológica
. Ni la hipótesis dualista de dos principios originarios del mismo rango, el uno bueno y el otro malo, que impide que el Dios bueno sea el único Dios (religión persa, Marción). Ni atribuir la culpa humana a los orígenes, a las potencias angélicas apartadas de Dios, que no hace más que remitir a Dios el problema (apocalíptica judía primitiva). Tampoco faltan intentos de solución filosófico-históricos.
K. Lowith ha mostrado, recorriendo hacia atrás la línea Burckhardt-Marx-Hegel-Proudhon, Comte, Turgot, Condorcet-Voltaire-Vico-Bossuet-Joaquín de Fiore-Agustín-Orosio, «que la moderna filosofía de la historia nace de la fe bíblica en la consumación y termina con la secularización de su modelo escatológico»
[29]
. En la Edad Moderna, el filósofo y teólogo Gottfried Wilhelm Leibniz, polígrafo y polifacético, ya intentó en su
Teodicea
(1710) o «justificación de Dios» dar una respuesta racional (pero en última instancia sostenida por una confianza inconmovible en el Dios bueno) a las dificultades que contra la soberanía universal de Dios suscita la existencia de la desgracia y del mal
[30]
. Mas al optimismo de la Ilustración sigue, en 1755, el terremoto de Lisboa y, en 1789, el movimiento sísmico humano de la Revolución francesa. Y en 1791 escribe Kant
sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en la Teodicea
[31]
. Luego, en su filosofía de la historia universal, lleva a cabo Hegel otro intento de justificación de Dios, traduciendo la teodicea ontológico-estática de Leibniz a una teodicea histórico-dialéctica y tratando de interpretar la historia universal, con todas sus contradicciones, como evolución del mismo espíritu divino del mundo: «La historia universal es el proceso evolutivo y el devenir real del espíritu bajo el mudable espectáculo de sus historias: esto es la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia»
[32]
. ¡La historia universal como justificación de Dios y, por tanto, como juicio final!
Pero estos argumentos racionales, especulativos, estos sistemas metafísicos o visiones histórico-filosóficas, toda la astucia de la razón, ¿pueden consolar verdaderamente al hombre, medio sofocado por el peso del dolor? Cuando, por ejemplo, la muerte o la infidelidad le arrebatan para siempre un ser querido, o cuando él mismo padece una enfermedad incurable o se halla a las puertas de la muerte, ¿de qué sirve contra todo este sufrimiento existencial una simple argumentación o especulación cerebral, que para el que sufre no supone una ayuda mayor que para el hambriento una conferencia sobre química alimentaria? Semejante especulación o argumentación racional, ¿puede contribuir a transformar este mundo lleno de dolor, a cambiar las estructuras opresivas y represivas y reducir, ya que no suprimir, a proporciones tolerables el sufrimiento humano?
Durante mucho tiempo se ha pensado que la dolorosa historia de la humanidad podría cambiar si el hombre, dentro del proceso moderno de emancipación asumiera la responsabilidad de su propio destino. Es decir, si el lugar del Dios redentor fuera ocupado por el hombre que se redime a sí mismo, que se emancipa: el hombre, sujeto de la historia en lugar de Dios. Pero hoy, como hemos visto
[33]
. es más problemática que nunca la capacidad de la evolución científico-tecnológica o de la revolución político-social para lograr por sí mismas un cambio radical en la historia del dolor humano. Verdad es que los sufrimientos son distintos, pero no por eso son menores. Y ahora es el hombre, y no Dios, quien está acusado de cometer delitos y necesitado, por tanto, de justificación: en vez de una teo-dicea, ahora es necesaria una antropo-dicea. Pero, apremiado por la necesidad de autojustificación, el hombre emancipado trata de exonerarse, de encontrar un
alibi
, de apartar de sí la culpa desarrollando diversos mecanismos de disculpa. Ejercita «el arte del yo no he sido»
[34]
. Como si sólo fuera responsable de los éxitos y no de los fracasos del desarrollo tecnológico. Como si se pudiera echar toda la culpa y achacar todo el fracaso a un yo trascendente (idealismo) o a la clase reaccionaria, contrarrevolucionaria (marxismo). Como si en la historia no hubiera otro sujeto responsable del sufrimiento que el entorno del hombre, o su previa programación genética, o el despliegue de sus impulsos o, en general, las estructuras individuales, sociales y lingüísticas.
Ahora bien, dados los resultados ambivalentes de su emancipación, ¿no debería el hombre emancipado plantearse el
problema de su culpa y con él el de su verdadera redención
, no sólo de su emancipación? Redención y emancipación significan liberación. Pero emancipación significa liberación del hombre por el hombre, autoliberación del hombre. Redención significa, en cambio, liberación del hombre por Dios, no autorredención del hombre. Si en el pasado se ha abusado de la palabra redención, sobrecargándola afectivamente, otro tanto ocurre hoy con la palabra emancipación
[35]
.
No
se puede
sustituir emancipación por redención
. Por demasiado tiempo, los cristianos, precipitadamente, han conciliado el sufrimiento con Dios identificándolo simplemente con su voluntad, aplazando la liberación para el más allá y consolando a los hombres esclavizados con esa perspectiva. Hoy se pide del hombre que se libere a sí mismo. La emancipación es necesaria como autodeterminación del hombre frente a una autoridad ciegamente aceptada y frente a un poder no legitimado: libertad de la necesidad de la naturaleza, de la coerción de la sociedad, de la autocoerción de quien carece de identidad personal. Emancipación de grupos y clases, de las minorías, de las mujeres, de los Estados. Emancipación de toda tutela, de la discriminación y de la opresión social. Pero, precisamente por esto, es válido también lo contrario:
no
se puede
sustituir redención por emancipación
. También por demasiado tiempo ha creído el hombre moderno poder erradicar por sí mismo los múltiples sufrimientos de los hombres y de la humanidad combatiéndolos con la ciencia y la técnica. Por demasiado tiempo ha creído poder soslayar el problema de la identidad del hombre, del sentido de la totalidad de la vida humana, de la fundamentación de la moral, del desconsolado dolor de los muertos y vencidos, e incluso el problema de la culpa.
Sólo la redención hace libre al hombre en una profundidad adonde no llega la emancipación. Sólo la redención es capaz de hacer surgir un hombre nuevo, liberado de la culpa, que se sabe aceptado en el tiempo y en la eternidad, libre para vivir una vida llena de sentido, para entregarse sin reservas en favor del prójimo y de la sociedad y aliviar la miseria en este mundo. Porque con la emancipación el hombre no escapa a su historia de dolor, de culpa y de muerte. Y si a pesar de todo quiere encontrar sentido en lo absurdo del sufrimiento y la muerte, como en el dolor de los muertos y vencidos, forzosamente se ve remitido a la realidad última:
confrontado con Dios
, al cual él, necesitado como está de justificación, ya no puede pedir cuentas como un inocente. El hombre emancipado no puede eludir su esencial corresponsabilidad en el estado actual del mundo y de la humanidad. Por eso, tal vez, le resulte hoy la introspección más fácil al no emancipado Job, que, por lo que parece, nada tenía que reprocharse. Mas el hombre emancipado, con su historia de sufrimientos, nunca estará frente a Dios en una situación fundamentalmente distinta de la de Job. No irá más lejos con argumentos intelectuales que los amigos de Job. Toda razón tiene su límite en el sufrimiento.
«¿Por qué sufro?» Esta es la roca del ateísmo», dice Georg Büchner
[36]
. La actitud ante el sufrimiento está íntimamente ligada a la actitud ante Dios y ante la realidad. En el sufrimiento llega el hombre a su más extremo límite, al problema decisivo de su propia identidad, del sentido y sinsentido de su vida y de la realidad en general. El
dolor
es continua
piedra de toque de la confianza en Dios y de la confianza radical
, y piedra de toque que exige decisiones. ¿Dónde encuentra la confianza en Dios mayor desafío que en el dolor concreto? Para unos, el dolor concreto ha sido motivo de incredulidad; para otros, estímulo de fe. Y, ¿dónde encuentra la confianza radical en la realidad mayor provocación que en todo el sufrimiento y todo el mal del mundo y de la propia vida? Para más de uno, este sufrimiento ha supuesto un empujón para desconfiar radicalmente de la realidad; para otros, para confiar radicalmente en ella.
Ante la aplastante realidad del sufrimiento en la historia de la humanidad y en la vida individual, el hombre que sufre, duda y se desespera tiene, no obstante, otra alternativa que la indignación de un Iván Karamazoff contra este (según él inaceptable) mundo de Dios
[37]
, o que la rebelión de un Albert Camus, que, como Dostoievsky, tiene ante la vista los sufrimientos de la criatura inocente
[38]
. En vez de rebelarse como un Prometeo emancipado y autónomo contra el poder de los dioses, o en vez de empujar una y otra vez inútilmente, como Sísifo, el bloque de piedra monte arriba, desde cuya cima la piedra vuelve por sí misma a rodar hasta el valle, el hombre puede adoptar la actitud de
Job
: no obstante todo el dolor de este mundo, puede ofrecer al Dios incomprensible una confianza absoluta, inconmovible, que como en el caso de Job nada tiene que ver con la resignación y la pasividad. Alguno, sin duda, podrá decir: al contemplar el sufrimiento infinito del mundo no se puede creer que hay un Dios. Pero ¿no se puede también dar la vuelta al argumento? Sólo habiendo Dios es posible contemplar el infinito sufrimiento de este mundo. Sólo creyendo confiadamente en el Dios incomprensible y siempre mayor puede el hombre tener fundadas esperanzas de atravesar el ancho y hondo río del dolor del mundo: consciente de que por encima del abismo del dolor y del mal una mano se extiende hacia él.
No obstante, otra vez vuelve a plantearse la
pregunta
: ¿qué clase de Dios es este
Dios
incomprensible y
distanciado
, que está por encima de todo sufrimiento y permite que el hombre viva, luche, proteste y perezca en su inabarcable miseria? Mas también esta pregunta puede invertirse: ¿realmente está Dios tan por encima de todo sufrimiento como humanamente lo imaginamos y damos por supuesto en nuestras protestas, como los mismos filósofos piensan? ¿No aparece Dios bajo distinta luz en la pasión y muerte de
Jesús?
[39]
.
A Job sólo se le puso en claro la
incomprensibilidad
del Dio» que salva del dolor. Es en ella donde debe el hombre depositar su confianza creyente, aunque nada entienda y tenga al final que morir: una actitud, en verdad, difícil de mantener en el dolor concreto y que, a juzgar por la documentación escrita, no encontró muchos seguidores en Israel. Ahora bien, en la pasión y muerte de
Jesús
, por encima de toda la incomprensibilidad divina, ¿no se ha revelado una
redención definitiva
del dolor por obra del Dios incomprensible, una redención que transforma el dolor y la muerte en vida, que cumple todas nuestras aspiraciones? ¿No se hace así posible una fe que todo lo entiende de otra manera, aunque tal modo de entender no deje de ser fe? Desde la perspectiva de Jesús no puede anularse el
hecho
del sufrimiento de cada hombre. Aquí queda siempre un margen para la duda. Pero desde la perspectiva de Jesús puede y debe hacerse patente la
justa relación
del hombre con el dolor, el
valor
vicario y el
sentido
oculto del sufrimiento.
Tampoco Jesús dio una explicación del sufrimiento humano; lo soportó simplemente como el inocente ante Dios y —a diferencia de Job—
hasta un amargo final
. La historia de Jesús fue distinta: real, no de ficción. Su fin fue distinto: sin
happy end
, sin rehabilitación a una vida confortable. Distinto fue también su sufrimiento: una factura pagada con su vida y, definitivamente, con su muerte. Desde la perspectiva de la pasión decisiva de Jesús, desde su sufrimiento
y
su muerte, podría la pasión de cada hombre, la pasión de toda la humanidad, cobrar un sentido que no puede otorgar el relato de Job con su mera apelación a la fe y la confianza incondicionadas.
El sufrimiento de Jesús no puede entenderse de forma puramente «existencial», como módulo («el hecho del estar muerto») de la autocomprensión de la propia existencia abocada a la muerte. Tampoco puede interpretarse de forma meramente «futurista» como promesa de una liberación utópica del dolor, la culpa y la muerte, que habrá de cumplirse enteramente en el futuro. Ni puede concebirse, finalmente, de forma «especulativa» como la historia intratrinitaria (¿eterna?) del sufrimiento del Dios crucificado, desarrollada dialécticamente entre Dios y Dios, o Dios contra Dios
[40]
; en cuyo caso la identificación de Jesús con Dios se verifica directa, no indirectamente, y la diferencia entre Padre e Hijo se disipa en aras de la única «naturaleza» o «substancia» divina, en el sentido fijado por la especulación trinitaria del helenismo tardío y, en especial, de la teología latina
[41]
.
Así, pues, la pasión y muerte histórica de Jesús no puede diluirse en una teología argumentativa a través de una reducción existencial, una futurización utópica o una especulación desmesurada, sino que debe ser contada y repetida como lo que fue
[42]
. Sólo que quien no quiera limitarse a una repetición ingenua y poco útil de los relatos bíblicos o a una nueva asunción de mitos (como el descenso a los infiernos
[43]
), deberá hacer al mismo tiempo una reflexión histórico-crítica sin retirar la mirada del presente. Una reflexión así nos ha hecho patente
[44]
que la trágica pasión de Jesús es una consecuencia de toda su actividad. La condena a muerte ignominiosa del hereje, del pseudoprofeta, del blasfemo y seductor del pueblo, totalmente justa desde el punto de vista de la religión oficial, demostró que Jesús no tenía nada que ver con el Dios verdadero. Su muerte en total abandono de los hombres estuvo, como hemos visto, caracterizada por un inigualable e ilimitado abandono de Dios: absolutamente abandonado por el mismo Dios a cuya cercanía había él apostado todo. Todo en vano; una muerte sin sentido que no cabe mistificar.