—¿Qué?
La observé: su gesto de sorpresa me gustó peligrosamente. Inquieta esa vitalidad de Verónica para lograr despojarse de su hermosura —que la tiene, sin duda— y mostrar una expresión de desagrado o de disgusto que, sin embargo, entusiasma porque es irrepetible: no hay foto que le haga justicia, ni pintor que pueda reflejarla. Se trata de un conjunto de muchas cosas, demasiadas para el ojo de cíclope del arte: su aliento mismo, el mohín de sus labios gruesos, los frunces de su frente, las cejas sorprendidas, no sé, incluso la manera en que sostiene entonces el cigarrillo, o proyecta el cuello hacia delante. Es algo tan difícil como la vida, y ella lo posee.
—Compartir —repetí, y desde la pared extinguí las luces, salvo aquellas que descendían en torrente sobre el piano cubierto. Procurando abreviar la pausa, busqué los mandos de mi equipo de música y comenzó en nuestros oídos, sincrónicamente, la débil melodía del Nocturno póstumo, número 8, que evoca ese baile triste con el que todos los grandes compositores suelen zanjar los monumentos de sus obras, esa última tonada sencilla que oímos mientras pensamos: «Suena a muerte».
Entonces la sábana que cubría el piano se alzó en una columna silenciosa y azul de fantasma: los bordes se agitaron sin violencia como cortinas en una ventana abierta. Contemplé el asombro de Verónica, o más bien su extrañeza: los ojos muy abiertos y fijos en esa aparición; se hallaba inmóvil, como si mirara con todo su cuerpo.
La sábana descendió un leve tramo y apareció tras ella el rostro hermosísimo de Blanca.
(En la partitura: las repeticiones lentas del tema originan fusas en la octava superior, descendiendo, pero siempre con ese lánguido aire de danza.)
Casi he finalizado el período onírico de Chopin en Valldemosa con esta última carta. Mi última decisión es no publicarlas: de repente, al releerlas, descubrí que hablaban demasiado de mí mismo. Son sueños desnudos, y no deseo venderlos.
«Valldemosa, 1840.
Amigo Pleyel: he recibido por fin el nuevo piano.
Este feliz acontecimiento decidió, sin duda, el tono del sueño que tuve anteayer, y que paso a relatarle.
Era un piano recién adquirido, en efecto, pero tan moderno que sus curvas me derrotaban de puro exóticas; sin embargo, al mismo tiempo, me resultaban estremecedoramente familiares: estrecheces simétricas, una superior y otra inferior, como las que podría tener la caja de una guitarra. Al levantar la tapa descubría la razón de sus formas: no era un piano tan sólo, sino el ataúd de una mujer desnuda de piel azul.
Hasta ahora no he podido relacionar esta visión con otras anteriores: respecto de ella misma debo decirle que yo sabía, con esa seguridad casi infantil del que fabrica un sueño, que la mujer había sido enterrada en vida, y lo demostraba el hecho de que sus senos se erguían azules con cada lenta respiración. Sin embargo, fueron vanos mis débiles intentos de despertarla: permanecía quieta, como sumergida en un trance infinito. Un desasosiego nuevo me invadió entonces, y pensé que yo podría resultar culpable de aquella transgresión, así que abandoné mis esfuerzos por resucitarla y me dediqué a hacer lo único que sé: tocar.
Pero tocar en aquel piano me conmovió: no conservo memoria de la melodía que improvisé (así acontece frecuentemente con las músicas soñadas), pero sí recuerdo que se formaba sobre el cuerpo desnudo de la desconocida en su interior: cuerdas trasparentes que se ataban a sus piernas, bordaban su cuerpo azul, y débiles mazos que percutían como dedos en su carne y en sus secretos de mujer con la suavidad de un juego erótico. Unos golpeaban con exquisita delicadeza las recias areolas, un tono más azules que la esfera que las contenía; otros resonaban en sus prominentes caderas; los había incluso, y disculpe la vulgaridad, que retemblaban en su humedad íntima: un golpe único y constante que en mi delirio me sugirió la nota si en la octava media.
Usted, que es una persona sensible, imagine la música que creará este piano de carne de dama. Imagine las octavas, los dobles, triples o cuádruples acordes con pedal, la insistencia en el si de la octava media (un trino a su alrededor, por ejemplo). He fantaseado con el desafío de componer la música de su orgasmo: tocar allí, sobre su cuerpo, hasta sentirla vibrar, hasta despertarla por fin de su éxtasis para arrebatarla con otro. Percutir las teclas sabiendo que cada una golpea una parte diferente de su cuerpo inmóvil y desnudo.
Imagine a la mujer de mi piano.
Y cuando me recuerde deleitando a las damas de los salones de París, frente a Liszt y Grzymala, piense en este sueño y concluya: el amigo Fryderyk no tocaba para ellos.
El amigo Fryderyk Chopin tocaba para la mujer azul que está dentro de su piano: ése es el absoluto misterio de su música.»
Describir sus movimientos exactos, mi regalo, la ofrenda que jamás he entregado a nadie. Describirla mientras descubrió su rostro quieto y hermoso, la desnuda cabellera blanca desordenada, los ojos cerrados; poder contemplarla mientras la sábana continuaba su lento descenso, sostenida por sus manos: revelar su pecho, su débil cintura que se cimbrea al ritmo intuitivo de la música, el sexo oculto durante exasperantes segundos; verla extender con lentitud una pierna, revelarla completa tras los pliegues de la sábana; verla girar sin torpeza, o con la torpeza detrás, oculta por su terrible tentación, Por el deseo de alcanzar su piel, verla moverse sobre el piano sin ruido, darnos la espalda, y de repente dejar caer toda la sábana en un gesto tan sorprendente que casi pareció erróneo: y entonces, todo su cuerpo ya, con la fugacidad de las imágenes que se proyectan en una pared, casi con el mismo silencio; su espalda delgada, los huesos visibles y hermosos, la línea de las vértebras delicada; el vértigo estrecho de su cintura antes de los globos de carne, donde se volcaba toda la luz y todo el temblor; las piernas tensas y firmes, pero tan esbeltas. Y verla girar de nuevo, las manos juntas en su secreto, flexionando las rodillas, inclinándose, la boca abierta en el rostro blanquísimo, el pelo enhebrado a sus facciones. Se agacha, se arrodilla, recoge las piernas, se inclina a un lado mostrando más el contorno del muslo derecho; eleva entonces los brazos, las palmas hacia arriba, como si la luz fuera agua que cae y ella la recibiera con ansia. De un solo golpe de la cabeza, de repente, su cabellera cambia de sentido, oculta su rostro: vuelve a arrodillarse, esta vez las nalgas sobre los talones, yergue el torso, toda su exquisita figura se arquea, la cabeza oscila hacia atrás, el pelo roza los pies, los brazos se separan, vuelven a unirse sobre ella. «Dulzura mía», pensé, estremecido, «¿quién puede contemplarte sin ser feliz?» Verónica estaba absorta, pero casi dejó de interesarme: el ritual de la muñeca es tal que logra transfigurarme a pesar de su hábito.
Y de repente verla ponerse en pie, los brazos en alto enlazados con su pelo blanco, que cae como algo congelado por toda su espalda; verla por fin descubierta, mostrada sin secretos, tan hermosa que una descripción la envilecería: su postura era la del símbolo de acuario, la mujer desnuda del cántaro, la imagen del hermoso cuerpo que inspiró a Ingres.
Pero no sé más, porque en mi trance no percibí la intensa crispación que me rodeaba; no percibí por ejemplo su rostro de mejillas inflamadas, sus párpados temblorosos, el titubeo de los labios, esos detalles que son signos y que llegaron demorados hacia mí, porque un caudal con su propia belleza pálida arrastraba lejos todo aquello que no era en sí su figura: Blanca había aceptado realizar el ritual frente a Verónica, pero no percibí su esfuerzo al obedecerme, ni su vergüenza de esclava de mercado.
Terminaba la música, y con su arpegio final la vi saltar ágilmente del piano y caminar hacia su habitación, golpeando sin ruido la moqueta del pasillo con sus pies descalzos.
—¡Lázaro! —grité—. ¡Lázaro, espera!
Me lancé hacia él en una persecución inútil, triste;
Lázaro se deslizó hasta su cuarto y cerró la puerta con fuerza.
—¡Lázaro! —volví a gritar; golpeé la puerta hasta que los nudillos me dolieron...
—¡No me gusta esto! —gritó a su vez desde la habitación, la voz débil, interrumpida—. ¡Esto es para ti y para mí! ¡No me gusta ella!
Eso dijo. Me dolió más oírle gemir: eran sollozos tenues, contenidos; un murmullo de niño atemorizado.
—Ella es distinta —dije sin convicción.
No volvió a hablarme. Regresé al salón arrastrando los pies, algo aturdido, pero sin clara conciencia de haber estropeado algo muy importante, descifrando aún las razones de aquella confusión. Miré a Verónica buscando ingenuamente que ella me lo explicara: seguía aún en el sofá; había encendido otro cigarrillo y estaba rodeada de humo y pensativa, como si llevara horas en esa posición, fumando y pensando. Había, en su expresión al mirarme, algo nuevo, diferente a todo lo anterior, que incluso ella misma parecía ignorar.
—¿Cómo está? —dijo.
—No sé —respondí con cierta rudeza.
No me sentía culpable, sino, al contrario, necesitado de súplicas de perdón.
—¿Desde... cuándo? —volvió a sus gestos vitales, desagradables, tan chocantes respecto de la belleza de las imágenes que me acababan de deleitar que guardé silencio, con la rabia de una respuesta entre dientes. Ella repitió—: ¿ Desde cuándo hacéis... todo esto?
—Desde siempre —dije—. Casi toda la vida. Lo aficioné a los juegos desde niño: soy veinte años mayor que él y siempre me adoró. De niño era extremadamente hermoso, cualidad que no ha perdido todavía. Jugábamos a disfrazarlo de dama, o de ángel...
—¿Jugabais? —hizo el gesto de desprecio más duro que he visto en sus labios: su voz también se hallaba tensa, preparada para el grito—. Di más bien que lo utilizabas, Héctor. Ahora tiene dieciocho años y sigues utilizándolo... y de una manera horrible.
—Siempre de la misma forma —dije sin mirarla—: nunca consumamos nada. Sólo hay roces, miradas, gestos, escenas provocativas pero fingidas... Blanca es una creación de ambos.
—Pero él es un chaval.
Respiré profundamente y bebí un largo sorbo de todo lo que contenía mi vaso, y que el hielo había ido convirtiendo en un perfume insípido.
—Posee una sensibilidad exquisita —dije—. No lo conoces.
—Dios mío —dijo ella.
Apagó el cigarrillo de repente, con un gesto rápido y tajante, sobre el amplio cenicero de piedra que había dejado para ella en el sofá. Negó varias veces con la cabeza como si respondiera a una absurda voz interior:
—De modo que... —dijo—, cada sábado, él y tú...
—Lázaro y yo llevamos vidas independientes: ése es el trato —repliqué—. Los sábados practicamos un ritual previamente acordado. Nunca hablamos de los rituales entre nosotros, ni antes, ni durante, ni después de realizados —me mostraba serio, enfático, como si desgranara la lista de artículos de una ley particular; ella seguía negando con la cabeza—. A él le gusta disfrazarse de mujer y a mí me gusta verle: la ropa y los cuidados de su piel han corrido a mi cargo.
—Ya —dijo ella.
—Me parece la perfección absoluta —murmuré, desafiando su mirada y mil miradas imaginarias como la de ella—. Me gusta verle: es la perfección suprema.
—Es un muchacho travestido —dijo ella.
—Es la perfección —dije—, porque es inaccesible.
No me miró al levantarse y caminar hacia la puerta. La contemplé alejándose y fue casi una sensación del pasado, un tema frecuente en el desarrollo de mi vida: alguien gira, me da la espalda y se aleja. Recibí el impacto de un dolor tan infantil que empecé a llorar sin esfuerzo:
—¿Es que envidias mi felicidad? —dije, intentando ser cruel, pero equivocándome también como un niño.
No me respondió. No me ha respondido. He imaginado millones de respuestas para cubrir ese vacío. Ahora, más que nunca, necesito una respuesta.
Lázaro me halló tocando el póstumo, número 8, cuando regresó al salón, completamente desnudo, sin la peluca. También se había limpiado el maquillaje y ahora su rostro se mostraba como su cuerpo: el rostro y el cuerpo de un muchacho delgado y atractivo; lo más extraño en él, con esta apariencia, son sus piernas suaves, esbeltas, femeninas, y el pubis sin vello, el sexo puro, desnudo. Los mechones de pelo rubio se agolpaban en su frente. Simulé no percibir que había llorado: quizás eso le hizo reanudar el llanto. Me dio la espalda, tembloroso, hasta que su propia angustia detuvo la mía:
—Lo he estropeado todo —dije dejando de tocar.
Se encogió de hombros sin volverse.
—No sé si seguir con esto —murmuró.
Su voz sonó tan pueril, con la nariz obstruida por la llantina, los hipos sacudiendo las palabras, que él mismo pareció avergonzarse y se recobró casi de inmediato.
Entonces se volvió hacia mí, muy serio:
—A veces pienso que el precio que debemos pagar por esta felicidad es demasiado alto —dijo.
—Es cierto —admití.
—¿Crees que vale la pena? —preguntó, dócil.
—Vístete, por favor —desvié la vista hasta situarla justo en el teclado.
—Mírame —me retó—. Sólo soy tu hermano.
—Vístete.
Se alejó dignamente de mí, en un silencio poderoso: tanto que pensé en un grito. Froté lentamente mis ojos para despojarme de las últimas imágenes —su cuerpo entre la luz y la sombra, su adolescencia rápida, su llanto—. «No soy una muñeca a la que vistes como te da la gana», oí que decía desde lejos.
Reanudé el lento vals del opus póstumo, sin acento, sin inspiración, mecánico como una atracción infantil.
Ritual de la rosa (II)(En la partitura: repetición del tema, cromática, con lánguidos descensos desde la octava superior; final sencillo y rápido.)
Nocturno en si bemol menor opus 9 número 1
El concierto, bien: no me siento agotado ni excesivamente tenso. El ambiente también ayudó: asistieron los justos, hubo un lleno medio en el pequeño teatro del conservatorio. Mucho mejor: no soy ninguna rutilante estrella solista. Todo me gustó: cada Nocturno fue abandonado con aplausos; en el intermedio me obligaron a salir dos veces; al final tuve que ofrecer, tras el opus póstumo, una propina. Pero no había pensado en ella previamente: Mendizábal, tras los bastidores, opinaba que una selección de
Preludios
resultaría perfecta, pero siempre he odiado desviar la atención de un recital con obras diferentes. El epílogo ha de ser adecuado, mantenerse en la misma línea que el resto del concierto. Así que escogí una repetición: la del Nocturno con la que inicié mi actuación, el bellísimo y lánguido en si bemol menor, opus 9, número 1. Previamente me disculpé ante el público por no haber preparado ninguna otra pieza, gesto que a Mendizábal no le agradó. Pero mis palabras terminaron con un aplauso y la repetición del Nocturno también. Me agradó igualmente la versión que ofrecí, tensa pero a la vez soñadora: me encontraba con el ánimo adecuado para hacerla. Al final, con los saludos últimos, la revelación: Elisa se hallaba entre el público, junto a su madre.