Realmente, no existen reglas preestablecidas sobre lo que debemos hacer o lo que no: en un ritual todo depende de nuestros sentimientos y reacciones. La única ley es la libertad de hacer y de querer. No hay límites, pero en esto somos como los artistas que realizan acrobacias a gran altura y prefieren no pensar en la distancia que les separa del suelo. No encuentro sino una sola costumbre, pero ésta tan recia que se ha hecho ley, y, por sus mismas características, simplemente tácita, aunque muy respetada: el silencio.
Blanca nunca me habla y yo procuro imitarla, aunque soy en esto —como en todo— mucho menos constante. Algún día escribiré sobre ese silencio, profundizaré en él, y quizás llegue a concluir que es la clave del ritual, no sólo de su desarrollo sino de su interrupción. Algún día escribiré sobre eso, aquí también, al margen de las partituras, o en hojas sueltas junto al pentagrama, y quizás complete por fin la teoría que estoy forjando: quizás hable del silencio del éxtasis y de la adoración; quizás indague en el silencio absoluto de Dios. Pero baste con la intención por ahora.
Volviendo al sábado pasado en el Retiro: la seguí, en efecto, no desde muy cerca, sin saber lo que se proponía, acaso nada. En su conducta a veces no hay intenciones concretas, bien lo sé, aunque carezco de pruebas: Blanca y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero aunque eso nos permite en cierta medida inferir los secretos del otro, nuestro saber bordea en ambos una amplia zona de ignorancia: es un conocimiento de sábados nocturnos —y no de todos—, sin más implicaciones que nuestro propio placer. Hacemos y reaccionamos, tan sólo, pero no me parece raro: llega un momento en el que cualquier relación alcanza ese punto. Entonces se dice con frecuencia que «sobran las palabras», pero realmente no sucede así: simplemente carecen de importancia. Pueden existir, quiero decir, sin que el silencio se quiebre.
Me gustaría, por lo tanto, narrar nuestro encuentro del sábado sin reflexionar sobre él: sucedió, simplemente, y nosotros hicimos lo que quisimos hacer. Ninguno de los dos llegó a meditarlo, y el final —si de eso se trató— fue recién creado. Desearía decir, por ejemplo, que la seguí hasta alcanzada por fin entre los árboles, hacia donde se había dirigido, pero me equivocaría, y lo mismo si hablara de «perseguir», «huida» o «lejanía»: sólo si se entiende que «ir tras ella» era «ir con ella» puedo continuar, no tengo otra forma de expresarlo.
Es posible que todo resulte menos complicado si hablo de imágenes: tengo en la cabeza la visión de dos botones blancos y simétricos, los que adornaban su gabán negro por detrás, sobre una especie de ancho cinturón de la misma tela de charol. Tengo esa imagen aquí, conmigo, y quisiera compartida: el lento, rítmico balanceo de sus caderas, el vaivén de sus pasos, pero sobre todo aquellos botones casi a la altura del inicio de sus nalgas, ondulando ante mis ojos, y su talle delgado, su silueta femenina, el pelo blanco en cascada sobre la espalda.
Y la forma en que me aguardó: se desvió del camino sin apresurarse y empezó a avanzar por entre la hierba. Nada tenía de invitación aquel gesto, y ella no miró hacia atrás en ningún momento, pero la seguí. Entonces, en algún punto, quedó inmóvil. Y fue así: con las piernas muy juntas, los tobillos unidos, las manos en ambos brazos revelando la flor que sostenía sobre el derecho, la perfecta simetría de su pelo en vertical. Tras un instante de vacilación, supe lo que tenía que hacer: me acerqué a ella hasta rozar su espalda y me arrodillé.
No era aquélla una zona especialmente frecuentada del Retiro, menos en esta época del año y con la tarde declinando, pero aun así había curiosos. No me importó. Han dejado de importarme las cosas junto a Blanca. Simplemente me arrodillé, deslizando mi rostro por su espalda, percibiendo su piel debajo, la suave elevación de la falda, a la vez que envolvía sus piernas con ambas manos, apretándolas como si quisiera despojarla de las medias.
Acariciar sus piernas esbeltas me produjo dolor: no puedo explicar ese dolor. Quizás es inevitable cuando se percibe algo tan hermoso, o quizás se trata de la enorme mentira de la posesión, porque cuando creemos poseer, perdemos. Recuerdo que apoyé la mejilla sobre sus muslos juntos y noté que mis ojos se humedecían. De repente sentí la necesidad imperiosa de protegerla para siempre: ese sueño que tenemos alguna vez y del que nunca despertamos del todo, y que nos asegura que realmente somos necesarios para la vida de alguien. Blanca se liberó de mi abrazo y volvió a apartarse de mí, aunque con menos violencia, como si algo dentro de ella no lo deseara. Me incorporé y sacudí mi ropa. Fui apenas consciente de que algunas personas nos observaban, y eso me divirtió.
Ella me daba la espalda, inmóvil frente al tronco castaño de un árbol, como castigada. Observé sus hombros trémulos y supe que lloraba. Pensé que ya existía, por fin, un intercambio: ella recogía mi sufrimiento y me entregaba el suyo en silencio.
Raro, muy raro es crear el amor a partir de sus consecuencias: eludir el instante del conocimiento mutuo, o aquel otro de la charla intrascendente; obviar la inevitable primera cita o la lentitud en el descubrimiento de los gustos ajenos. Qué extraño pasar casi directamente al momento que nunca se olvida precisamente porque es único: aislar lo que de verdad merece la pena del amor y experimentarlo así, en su propia soledad, sin un antes ni un después.
Blanca y yo no estamos enamorados: ésa es la clave.
Y reconozco que el sábado pasado mi romanticismo sufrió un golpe mortal: porque he descubierto que incluso el amor se puede inventar, de hecho, ¿no es lo que hacemos siempre?
Lloraba. Llorábamos. Ambos. Pero nuestro llanto, como la flor, sólo era improvisación. Y supe que el final adecuado, el gesto por mi parte, la expresión silenciosa de ese amor que era el propósito último del ritual, consistía en abandonarla en ese instante. Porque después de haber demostrado que la deseaba tanto, ¿qué otro gesto de amor puede ser más expresivo que el sacrificio de respetarla? Di media vuelta y comencé a caminar alejándome de ella, en dirección a la vereda. Para los curiosos que nos habían contemplado —parejas de diversas edades, incluso niños—, éramos los protagonistas de una breve escena romántica. Me pregunté con interés qué historia imaginaría cada uno de ellos sobre nosotros: por pura similitud, cualquier historia inventada sería cierta.
Lo percibí antes de llegar al sendero: ella me seguía. No quise detenerme, pero tampoco deseaba evitarla. Llegó hasta mí —es rápida, ágil, silenciosa— y me ofreció la flor.
Fue así: avanzó hasta alcanzarme y me tendió la flor sujetándola entre los dedos. Tuve una fugaz visión del destello de sus gafas de sol, de su hermoso rostro maquillado y húmedo de lágrimas, de sus labios rojos. Me demoré un instante contemplándola antes de aceptar la ofrenda: sus labios temblaban, pero había algo en ellos que era como el anticipo de una ingenua sonrisa. Cogí la flor de entre sus dedos con la fingida torpeza de quien desea mucho más de lo que recibe. Entonces ella continuó caminando y se alejó con rapidez. En poco tiempo la perdí de vista.
Me detuve un instante y contemplé la flor. Después salí del parque casi justo a la hora de cierre, y sintiendo ya todo el frío del anochecer. Mientras regresaba a casa en coche pensé algo sorprendente: el ritual, distinto a cualquier otro dentro de la gran variedad de los que realizo con Blanca, había logrado imitar una pasión. Era casi una muestra aislada de adoración, y eso es lo terrible.
He llegado a creer, de acuerdo con esto, que el amor entre dos almas también es un teatro, y, por lo tanto, una prostitución, como el amor de los cuerpos.
El regreso al tema debe ser muy suave: la mano izquierda continúa su acompañamiento mientras la derecha realiza la transición en legatissimo. Entonces vendrá ese momento dulce, el encuentro con la melodía inicial en modo menor, apagada, lánguida. Siempre demasiado brusco: es necesario repetir este pasaje.
Hoy, cinco veces: no practicaré de nuevo el mismo Nocturno, al menos en esta semana. El concierto —mi único concierto del año— ha sido retrasado hasta diciembre, me lo ha dicho Mendizábal en el conservatorio esta mañana, Escuché la noticia con cierta ofendida impaciencia, aunque debo reconocer que sólo se vulnera mi vanidad: diciembre es un buen mes para lograr que asista el público suficiente: amigos, estudiantes de piano, y, además, la preparación de una selección de los Nocturnos de Chopin es un trabajo ímprobo y este nuevo retraso, en el fondo, me beneficia a mí más que a nadie. Sin embargo, mi dignidad sigue estúpidamente: herida.
—Puedo estar listo para noviembre —repliqué con mansedumbre.
—Nadie dice lo contrario, Héctor —me mostró los dientes lapidarios, equinos, enormes—, pero ya no habrá más retrasos, y al final vas a terminar agradeciéndomelo.
No, no se lo agradeceré, pero da lo mismo. Quizás lograra el equilibrio justo si prescindiera de mis clases privadas por las tardes: ya son diez los alumnos que se disputan mis lecciones todas las semanas. Falta de tiempo y cierta fatigosa tendencia al perfeccionismo, particularmente en lo que respecta a Chopin, y que en nada me ayuda, contribuyen a este desajuste. Así que no puedo quejarme: un recital solista siempre es un grave riesgo, incluso cuando no se tiene un gran nombre que exponer, y creo que resultaría tópico aclarar que quiero hacerlo lo mejor posible.
Ha ocurrido algo: terminaba de practicar el opus 9, número 1, por octava vez en lo que va de tarde, y con la nota final he sentido abrirse y cerrarse la puerta de la calle casi en mágica coincidencia. He alzado la voz para decir:
—Lázaro.
Pero no he obtenido respuesta.
Todo se ha desarrollado así: el sonido doble de la puerta, llamar a mi hermano inútilmente y comprobar que había venido y se había vuelto a ir con suma rapidez. Intrigado, he dejado los ensayos y me he dirigido a su habitación sin un propósito concreto.
Vivimos solos él y yo, de modo que mi hermano puede disponer de una buena parte del piso para estar a sus anchas. De hecho así es, porque posee un amplio y cómodo dormitorio y un cuarto-estudio adyacente. Sin embargo, apenas los frecuenta: la cama plegable siempre está hecha, los libros colocados en un orden casi monótono, su pequeño trofeo de natación invadido de polvo, la foto de papá y mamá bocabajo, quizás por error, pero para toda la eternidad. Lo que más utiliza es su equipo de música, aunque con auriculares —para no molestarme—, así que su presencia en casa constituye casi siempre un débil susto para mí, casi un allanamiento de morada por parte de un extraño que crece día a día —ya con dieciocho años recién cumplidos—. No importa, me digo a veces: su vida privada me interesa en la medida en que ese interés no le molesta —y en la medida en que es mucho más joven que yo y vive a mis expensas—, pero cada vez resulta más difícil no molestarle —para ser justos, a mí me ocurre lo mismo—. Sin embargo, hay ciertos temas que no puedo pasar por alto.
Reconozco que ya he desarrollado una especie de sexto sentido para su pequeña traición, y en aquel momento me avisó aun antes de entrar en su cuarto de baño y rebuscar en el botiquín.
Me pregunto por qué juega al doble juego de ocultar y desvelar lo que hace: por qué deja pruebas de aquello que después pretende negarme, con esa interminable afición tan suya a la mentira pueril. Allí estaban, envueltos en papel de plata pero tan visibles que parecían casi colocados adrede para destacar: cinco o seis cigarrillos fabricados con torpeza, irregulares, malolientes. Algunos habían sido encendidos y vueltos a apagar antes de consumirse, en espera de mejores ocasiones.
Aguardé hasta un poco después de la madrugada y le oí regresar por fin. Su pelo rubio estaba revuelto y los ojos se hallaban enrojecidos, pero nada más: al verme de pie en el vestíbulo con talante de cancerbero, se quedó plantado junto a la puerta, llave en mano, y aguardó mis palabras.
—Lázaro, tenemos que hablar —le dije.
—¿Por qué? —replicó.
Sin embargo, me acompañó dócilmente al salón: yo me senté junto al piano y él permaneció de pie. Le invité a sentarse pero lo rechazó con un gesto.
Ahora me percataba de su rostro enrojecido y su voz nasal, como si se hubiera hartado de llorar. Le expliqué lo que había encontrado en su baño y me escuchó en silencio, sin demostrar sorpresa ni impaciencia sino cierta tranquilidad que logró inquietarme.
—Tengo mi propia vida —se encogió de hombros cuando acabé.
—Y quiero que la sigas teniendo —repliqué.
Me dijo entonces que sólo eran canutos, marihuana, pero yo le dije que me daba igual: era droga, y la droga mata. En realidad no fue una discusión: Lázaro y yo jamás discutimos, tan sólo intercambiamos opiniones. Yo le expliqué lo que iba a hacer, también con suprema tranquilidad: pediría hora para él con un psicólogo o un médico, un profesional que le ayudara a sobrevivir sin muletas de ese tipo. Le dije igualmente que había tirado a basura todos los canutos, o lo que fueran. Él no me miró al preguntarme, por fin:
—¿Puedo irme ya?
—¿Adónde?
—A mi habitación.
Respiré hondo y le dije que sí. Entonces se alejó por el pasillo. Le llamé:
—Sólo intento ayudarte.
Ni siquiera se detuvo. No hemos vuelto a hablar del tema.
Nocturno en mi bemol mayor opus 9 número 2
(En la partitura: se inicia el tema, andante, con cierto ritmo de vals, espressivo y do Ice; acompañamiento marcado con pedal.)
Mantener el ritmo constante aunque con sutiles variaciones que no deben estorbar al conjunto es uno de los mayores desafíos de interpretar a Chopin. Resulta difícil dominar esa técnica especialmente aquí, en que la mano derecha lleva toda la melodía y la izquierda apenas se aparta del ritmo de tres corcheas a 12/8. Sin embargo, es necesario adiestrar los dedos en este lento bailable para ejecutar todo el Nocturno con la adecuada fluidez.
El gabinete, que elegí al azar, está situado en una bocacalle de Princesa, y posee espejos y cristales rectangulares, como una casa formada sólo por ventanas o un frágil laberinto. Hay música ambiental en la recepción y enormes cuadros abstractos que relajan la mirada: círculos, espirales, vacíos realizados en un solo color. La doctora que me atendió, Verónica Arcos, también elegida al azar (y creo que con mucha fortuna), es bastante joven, le calculo unos treinta años, y lleva el cabello rizado y espeso como melena de león; posee además un rostro particularmente agradable y una atractiva figura que no desdeña mostrar: vestía un modelo de firma en una sola pieza de color amarillo fuerte y muy breve, con medias negras; los muslos, largos y modelados, captaron inevitablemente mi atención. Un broche dorado, que después, en una conversación más relajada, supe que imitaba a Quetzalcóatl, se asentaba sobre la convexidad de su pecho izquierdo, y de vez en cuando ella lo repasaba con sus largos dedos, provocando reflejos. Cuando la vi por primera vez pensé en una sirena: al levantarse y saludarme, sus piernas, ceñidas por las medias negras, me parecieron casi obscenas, pero al volver a sentarse y entrelazar sus manos con dedos de uñas sin pintar adoptó un aire completamente opuesto al erótico; excitante de cintura para abajo, profesional por encima, híbrida, con un tono de voz también confuso, grave, en desacuerdo con la feminidad de su figura. Creo que la noté al principio un poco tensa, pero puede que fuera mi propia tensión. Un espejo (después pensé que escondería un cristal unidireccional) nos reflejaba con limpia exactitud desde la pared opuesta a la puerta.