Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—Pues salgamos —resolvió Erlendur.
Salieron del entoldado y antes de hablar Erlendur se encendió un cigarrillo.
—Naturalmente, Sigurdur Óli y tú tenéis razón —dijo—. No podemos afirmar con certeza que el crimen, si se trata de un crimen, porque aún no lo sabemos, se cometiera en este lugar. Creo —prosiguió exhalando una espesa nubécula de humo— que tenemos tres teorías igual de válidas. En primer lugar, que se trata de la novia de Benjamín Knudsen, que desapareció estando embarazada y todos creyeron que se había tirado al mar. Por un motivo u otro, quizá por celos, como dices tú, mató a la chica y la escondió aquí, en su casa de verano, y luego se desentendió de ella por completo. Una segunda posibilidad es que se trate de alguien asesinado en Reykjavik, en Keflavik, o tal vez en Akranes, al otro lado de la bahía; en todo caso, en algún lugar cercano a la capital. Que lo trajeran aquí y se olvidaran de él. En tercer lugar, existe la posibilidad de que aquí en la colina viviera gente y que fueran ellos quienes cometieran el crimen y enterraran al muerto a las puertas de la casa, precisamente porque allí no podía entrar nadie. A lo mejor era un viajero, o un huésped, quizás uno de los ingleses que se instalaron por aquí durante la guerra y que construyeron los barracones del otro lado de la colina, o uno de los americanos que los relevaron, quizás alguien de la casa.
Erlendur dejó caer la colilla y la apagó con el pie.
—Personalmente, aunque no puedo explicarlo con un mínimo de precisión, ésta me parece la teoría más probable. La teoría de la novia de Benjamín sería la más sencilla, si podemos relacionar a la muchacha con estos huesos. La segunda teoría nos plantea quizá los problemas más serios, pues entonces estaríamos hablando de una desaparición en una zona muy grande y muy poblada, y que se produjo hace un montón de años. A ese respecto, todo queda abierto.
—Si resulta que entre los huesos se encuentran los de un feto, ¿no habremos encontrado la respuesta? —dijo Elinborg.
—Sería una solución muy simple, como te digo. ¿Qué sabemos en definitiva del embarazo? —preguntó Erlendur.
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabemos algo del embarazo?
—¿Quieres decir que quizá Benjamín mintió? ¿Qué la chica no estaba embarazada?
—No lo sé. Puede que se tratara efectivamente de un embarazo, pero que él no fuera el padre.
—¿Quieres decir que ella lo engañó?
—Podemos darle todas las vueltas que queramos al asunto y no acabar, hay que esperar a que los arqueólogos nos proporcionen algo palpable.
—¿Qué pudo pasarle a esa persona? —suspiró Elinborg recordando los huesos allí enterrados.
—A lo mejor se lo tenía merecido —dijo Erlendur.
—¿Cómo?
—Confiemos en que quien recibió este trato no fuera un inocente.
Su mente volvió a Eva Lind. ¿Se merecía ella estar en una cama de la UCI, más muerta que viva? ¿Quizá la culpa era de él? ¿Se podía culpar a alguien que no fuera ella misma? ¿No era por su propia culpa por lo que le había sucedido aquello? ¿No era cosa suya, no se debía todo a su maldita drogadicción? ¿O él también tenía alguna responsabilidad? Su hija estaba convencida de que así era y se lo había dicho muchas veces, cuando pensaba que no era justo con ella.
—No deberías habernos abandonado nunca —le espetó en una ocasión—. Me miras con desprecio. Tú no eres mejor. ¡Tú también eres un pobre desgraciado!
—Yo nunca te miro con desprecio —repuso él, pero sus palabras no llegaron a oídos de su hija.
—Me desprecias como si fuera una mierda —gritó ella—. Como si tú fueras más que yo. Como si fueras más listo y mejor que yo. ¡Como si fueras mejor que mamá, Sindri y yo! Nos dejas tirados, pero eres un tipo estupendo y nos desprecias. Como si fueras... como si fueras un cabrón de dios todopoderoso.
—Yo intenté...
—¡Tú no intentaste una puta mierda! ¿Qué intentaste tú? Nada. Nada de nada. Te largaste como un miserable.
—Yo nunca te he despreciado —objetó—. Estás equivocada. No comprendo por qué lo dices.
—Claro que sí. Claro que me desprecias. Por eso te fuiste. Porque no somos importantes. Tan asquerosamente poco importantes que no nos aguantabas. ¡Pregúntale a mamá! Ella lo sabe muy bien. Ella dice que todo es culpa tuya. Absolutamente todo. Culpa tuya. También que yo sea como soy. ¿Qué te parece eso, señor dios cabrón todopoderoso?
—Lo que dice tu madre no es justo. Está amargada y enfurecida y...
—¡Amargada y enfurecida! Si supieras lo espantosamente enfurecida y amargada que está y cuánto te odia, lo mismo que a sus hijos, porque tú no te largaste por su culpa, cabrona de virgen María, sino por la nuestra. De Sindri y mía. ¡Entérate, gilipollas de mierda! ¡Entérate, gilipollas de mierda...!
—Erlendur...
—¿Qué?
—¿Te pasa algo?
—No, no. Todo va bien.
—Voy a ver a la hija de Róbert —dijo Elinborg moviendo una mano delante de los ojos de Erlendur, como si lo sacara de un trance—. ¿Vas tú a la embajada británica?
—Sí.
—Le diremos al médico de distrito que venga a echar un vistazo a los huesos en cuanto salgan a la superficie. Skarphédinn no entiende ni papa. Cada vez me recuerda más a uno de esos tipos tan raros de los cuentos de los hermanos Grimm.
Antes de dirigirse a la embajada británica, Erlendur fue a Vogar y aparcó su coche cerca del sótano donde en tiempos vivió Eva Lind y donde él había empezado su búsqueda. Pensaba en la niña con quemaduras que había encontrado en el apartamento. Se la habían quitado a su madre y había quedado a cargo del servicio de Asistencia a la Infancia. El hombre con quien vivía era el padre de la criatura. Una investigación de rutina puso en claro que la madre había ingresado dos veces en Urgencias a lo largo del año anterior, en una ocasión con un brazo roto, y en la otra con diversas contusiones; según ella, un accidente.
Otra comprobación rutinaria mostró que el compañero de la mujer constaba varias veces en los archivos de la policía. Aunque nunca por actos violentos. Tenía acusaciones por robo con allanamiento y por venta de estupefacientes, y se encontraba a la espera de juicio. Había estado una vez en prisión por reincidencia en delitos menores. Uno de ellos, un robo en un quiosco.
Erlendur estuvo un buen rato en el coche observando la puerta del apartamento. Reprimió sus deseos de fumar y estaba ya marchándose cuando se abrió la puerta. Salió un hombre acompañado de la nube de humo de un cigarrillo, que tiró al patio delantero de la casa. Era de estatura mediana, complexión fuerte y cabello largo y negro, e iba vestido de negro de pies a cabeza. El aspecto concordaba con la descripción de los archivos policiales. El hombre desapareció en la esquina y Erlendur se marchó en silencio.
La hija de Róbert recibió a Elinborg en la puerta. Elinborg le había telefoneado previamente. Se llamaba Harpa y estaba postrada en una silla de ruedas; sus piernas no eran sino piel y huesos, inertes, pero tenía el tronco y los brazos fuertes. Elinborg se llevó una sorpresa cuando le abrió la puerta, pero no dijo nada y ella la invitó a entrar. Dejó abierta la puerta y Elinborg entró y cerró. El apartamento era pequeño pero práctico pues estaba adaptado para su dueña: cocina y baño con instalaciones apropiadas, así como la sala, con las estanterías de libros a apenas un metro del suelo.
—Mis condolencias por el fallecimiento de tu padre —dijo Elinborg con cara de vergüenza, entrando en la sala detrás de Harpa.
—Muchas gracias —dijo la mujer de la silla de ruedas—. Ya era muy anciano. Espero no llegar a ser tan vieja como él. Lo último que querría sería acabar enferma en una institución y pasarme años esperando la muerte. Irme pudriendo en vida.
—Estamos investigando sobre unas personas que podrían haber vivido en una casa de veraneo en lo alto de Grafarholt, en la parte norte —dijo Elinborg—. No muy lejos de vuestra residencia. Fue en algún momento en torno a los años de la guerra, o durante el transcurso de ésta. Hablamos con tu padre justo antes de su muerte, y nos contó que recordaba a una familia de aquella casa, aunque desgraciadamente no nos pudo contar mucho más.
Elinborg pensó sin querer en la mascarilla que cubría el rostro de Róbert. En sus dificultades para respirar y en sus manos exangües.
—Hablas de los huesos que han encontrado ¿verdad? —dijo Harpa arreglándose el cabello, que le había caído sobre la frente—. De los que hablaron en la televisión.
—Sí, hemos encontrado un esqueleto en ese lugar y estamos intentando averiguar de quién puede ser. ¿Tú recuerdas a la familia que mencionó tu padre?
—Yo tenía siete años cuando estalló la guerra —dijo Harpa—. Recuerdo a los soldados en Reykjavik. Vivíamos en Laugavegur, pero no recuerdo nada con claridad. Estaban también allí en la colina. En la parte sur. Levantaron barracones y un bunker. Había un tubo de cañón que sobresalía un montón. Todo de lo más espectacular. Nos tenían prohibido ir allí, a mi hermano y a mí. Recuerdo que todo estaba rodeado por una valla. Alambre de espino. No subíamos con mucha frecuencia. Pasábamos mucho tiempo en la residencia que construyó mi padre, pero solamente en verano, y naturalmente había gente en las casas de alrededor pero no nos conocíamos mucho.
—Tengo entendido, por lo que dijo tu padre, que había tres chavales en aquella casa. Podrían tener tu edad, más o menos. —Elinborg apartó los ojos de Harpa y miró la silla de ruedas—. Aunque quizá tus movimientos estuvieran limitados.
—Qué va —dijo Harpa dando un golpecito a la silla de ruedas—. Esto sucedió más tarde. Un accidente de coche. Tenía treinta años. No recuerdo ver a chicos en la colina. Recuerdo a otros chicos, pero no de allí.
—Hay unos groselleros cerca del lugar donde estuvo la residencia de veraneo donde encontramos los huesos. Tu padre habló de una mujer que iba por allí, entiendo que más tarde. Frecuentaba aquel lugar y, según dijo, iba vestida de verde y estaba torcida.
—¿Torcida?
—Eso fue lo que me dijo, o más bien lo que escribió.
Elinborg sacó el papel donde Róbert había escrito y se lo pasó a Harpa.
—Parece haber sido mientras seguíais teniendo la residencia de veraneo allí —continuó Elinborg—. Tengo entendido que la vendisteis hacia mil novecientos setenta.
—Setenta y dos —dijo Harpa.
—¿Recuerdas a esa mujer?
—No, y mi padre no me habló de ella. Siento mucho no poder serviros de ayuda, pero nunca vi a esa mujer, ni sé nada de ella, ni recuerdo en ese lugar a la gente de quien hablas.
—¿Te imaginas lo que quería decir tu padre con la palabra «torcida»?
—Lo que significa, ni más ni menos. Él siempre decía lo que quería decir, sin error. Era un hombre muy preciso. Un buen hombre. Fue muy bueno conmigo después del accidente. Mi marido me abandonó. Aguantó tres años después del accidente, luego se largó.
Elinborg tuvo la sensación de que había sonreído, pero permanecía seria.
Un funcionario de la embajada británica recibió a Erlendur con tan exquisita amabilidad y diplomacia que casi contestó con una reverencia. Se trataba del secretario. Era de elevada estatura y delgado, vestido con un traje de chaqueta impecable y unos zapatos de charol relucientes, y hablaba un islandés desprovisto de errores, para gran alegría de Erlendur, que hablaba mal el inglés y lo comprendía peor. Respiró con alivio al saber que sería el secretario quien hablara como un niño en su conversación.
El despacho estaba tan impecable como su ocupante, lo que a Erlendur le hizo pensar en su oficina, que siempre parecía que acabara de sufrir un bombardeo. El secretario, que se llamaba Jim, le ofreció asiento.
—Me encanta lo poco formales que sois en Islandia —le dijo Jim.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —preguntó Erlendur, sin saber qué era lo que le hacía sentirse como una anciana que hubiera ido a tomar el té.
—Bueno, casi veinte años —dijo Jim asintiendo con la cabeza—. Gracias por la pregunta. Precisamente la Segunda Guerra Mundial es un tema que despierta mi interés. Me refiero a la Segunda Guerra Mundial aquí, en Islandia. Escribí mi tesis de máster sobre ese tema en la London School of Economics. Cuando telefoneaste para preguntar por los barracones esos, pensé que podría ayudarte.
—Dominas estupendamente el islandés.
—Muchas gracias. Mi mujer es islandesa.
—¿Y qué hay de esos barracones? —preguntó Erlendur para entrar en materia.
—Bueno, no he dispuesto de mucho tiempo, pero he encontrado en la embajada documentos sobre la construcción de barracones durante la guerra. Si hay que buscar más detalles, tú dirás. Pero había algunos barracones donde ahora está el campo de golf de Grafarholt.
Jim cogió de la mesa unos papeles y los hojeó.
—Allí construyeron también un... ¿cómo lo llamáis, un bunker? ¿O casamata de artillería? Un blocao. Un destacamento de la 16ª División de Infantería estaba a cargo del bunker, pero aún no he podido enterarme de quiénes ocupaban los barracones. Creo que allí hubo un cuartel de intendencia. No sé por qué lo instalaron en esa colina, pero había barracones y búnkeres por todas partes, a lo largo de la carretera de Mosfellsdalur, en Kollafjördur y en Hvalfjördur.
—Estamos pensando en la posibilidad de que hubiera desaparecido alguien en la colina, como ya te comenté por teléfono. ¿Sabes si desapareció, o se dio por desaparecido, a algún militar de allí?
—¿Crees que hay algún indicio de que los huesos que habéis encontrado puedan corresponder a un soldado británico?
—Quizá no haya muchos indicios de tal cosa, pero pensamos que la persona a la que pertenecen los huesos fue enterrada durante los años de guerra, y si había ingleses en la zona lo mejor es excluirlos lo antes posible.
—Lo comprobaré, pero no sé si ese tipo de datos se conservan durante mucho tiempo. Los americanos ocuparon el lugar, como todo lo demás, cuando nos fuimos nosotros, en 1941. La mayoría de nuestros militares salieron del país, aunque no todos.
—¿De modo que estos terrenos quedaron a cargo de los americanos?
—Lo comprobaré. He hablado con la embajada de Estados Unidos a ver qué dicen. Eso te ahorrará trámites.
—Aquí teníais policía militar.
—Sí, claro. Lo mejor será empezar por ahí. Eso llevará unos días. O semanas.
—Tenemos tiempo de sobra —dijo Erlendur pensando en Skarphédinn, que seguía trabajando en lo alto de la colina.
Sigurdur Óli estaba molestísimo con la tarea que le había encomendado Erlendur. Elsa lo había recibido en la puerta, lo había acompañado al sótano y lo había dejado allí, donde llevaba cuatro horas rebuscando en armarios y cajones y cajas de toda clase, sin saber exactamente qué era lo que buscaba. La mente se le iba una y otra vez a Bergthóra, y no hacía más que preguntarse si cuando llegara a casa volvería a recibirlo con las mismas ganas de sexo de las pasadas semanas. Tenía que preguntarle directamente por qué últimamente se mostraba tan deseosa con él en todo momento, si es que se debía a sus deseos de tener un hijo. Pero entonces se encontraría ante otro problema, del que habían hablado muchas veces sin llegar a ninguna conclusión: ¿no había llegado ya el momento de casarse con toda pompa y boato?