Silencio sepulcral (14 page)

Read Silencio sepulcral Online

Authors: Arnaldur Indridason

BOOK: Silencio sepulcral
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Símon necesitó tiempo para comprender la duplicidad de su padre. No conocía aquella faceta suya. No entendía cómo podía ser de una forma en casa y de otra completamente distinta en cuanto ponía un pie fuera. No comprendía cómo Grímur podía adular y mostrarse humilde, hacer reverencias y tratar de usted a los demás si él era más poderoso que los cielos y tenía una autoridad ilimitada sobre la vida y la muerte. Cuando Símon habló de estas cosas con su madre, ella sacudió cansinamente la cabeza y le dijo, como siempre, que tuviera cuidado de no hacerle enfadar. Porque no importaba que fuera Símon, Tómas o Mikkelína quien hiciera saltar la chispa: Grímur siempre la tomaría contra ella.

A veces pasaban meses entre una agresión y otra, incluso un año, pero no cesaban, y en ocasiones el intervalo era menor. Semanas. Su virulencia variaba. Era un golpe que llegaba de la nada, en ocasiones una cólera incontrolable; entonces arrojaba a la madre al suelo y la emprendía a patadas.

No era sólo la violencia física la maldición que se cernía sobre la familia y el hogar. Sus insultos podían tener el mismo efecto que un latigazo en el rostro. Despreciaba a Mikkelína, esa miserable inválida. Se burlaba de Tómas porque seguía mojando las sábanas por las noches. Y Símon era un vago de mil demonios. Todos intentaban cerrar los oídos.

A Grímur le daba igual que sus hijos lo viesen arremeter contra su madre, denigrarla con palabras que herían como navajas.

En los intervalos se preocupaba de ellos poco o nada. En general, hacía como si no existieran. En ocasiones se ponía a jugar con los chicos, e incluso dejaba ganar a Tómas. Algunas veces, los domingos, se iban todos a dar un paseo a pie hasta Reykjavik y les compraba golosinas. Unas cuantas veces, dejó incluso que los acompañara Mikkelína, y les organizaba el transporte en el camión del carbón para que no tuvieran que cargarla colina arriba. En aquellas excursiones, infrecuentes, ya que podía transcurrir un largo tiempo de una a otra, Símon veía a su padre casi como un ser humano. Casi como un padre.

En las escasas ocasiones en que Símon no veía a su padre como un déspota, le parecía misterioso e incomprensible. Era capaz de sentarse a la mesa de la cocina y tomar café y observar a Tómas jugar en el suelo, y pasaba la palma de la mano por la superficie de la mesa y le pedía a Símon, que iba a salir de casa cruzando la cocina, que le diera más café. En una ocasión, mientras éste le echaba el café en la taza, dijo:

—Me pongo tan furioso cuando lo pienso...

Símon se detuvo con la cafetera en las manos y se quedó en silencio a su lado.

—Me pongo furioso —dijo pasando la mano por la mesa.

Símon retrocedió despacio y depositó la cafetera sobre el fogón.

—Me pongo tan furioso cuando veo a Tómas jugando en el suelo —continuó—. Yo no era mucho mayor que él.

Símon nunca se había imaginado a su padre más joven que él mismo, no concebía que hubiera sido distinto. Ahora, de repente, se convertía en un niño igual que Tómas, y Símon contempló una imagen completamente diferente de su padre.

—Tómas y tú sois amigos, ¿verdad?

Símon asintió.

—¿No es verdad? —repitió.

Símon dijo que sí.

Su padre seguía pasando la mano por la superficie de la mesa.

—Nosotros también éramos amigos.

Y luego dijo:

—Era una mujer. Me enviaron para allá. A la misma edad que Tómas. Estuve allí muchos años.

Volvió a callar.

—Y su marido.

Dejó de pasar la mano por la mesa y apretó el puño.

—Malditos monstruos. Malditos monstruos del demonio.

Símon retrocedió despacio, alejándose de él. Y entonces pareció que su padre se calmaba de nuevo.

—Ni yo mismo lo entiendo —dijo—. Y es superior a mí.

Terminó el café, se puso en pie, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Al pasar levantó a Tómas del suelo y se lo llevó consigo.

Símon percibió un cambio en su madre al pasar los años, y él mismo fue haciéndose mayor y madurando, a medida que su sentido de la responsabilidad aumentaba. Ella no cambió con la misma rapidez que Grímur cuando sufría aquella transformación repentina y parecía un ser humano; al contrario: el cambio de su madre fue extraordinariamente gradual y sutil y se produjo a lo largo de un prolongado período de tiempo que duró muchos años; y gracias a que su sensibilidad era mayor de lo habitual, Símon advirtió el significado de aquel cambio. Si persistía en cambiar, tanto o más peligroso sería para ella misma, quizá tanto como Grímur, e inevitablemente, Símon tendría que intervenir de una forma u otra antes de que fuera demasiado tarde. Mikkelína era demasiado débil y Tómas demasiado pequeño. Sólo él podía ayudarla.

Símon no comprendía plenamente lo que anunciaba aquel cambio, pero sus presentimientos se habían hecho más fuertes desde que Mikkelína pronunció su primera palabra. El progreso de Mikkelína alegró indeciblemente a su madre; por un instante fue como si se hubiera aliviado de su pesadumbre, y sonreía y la abrazaba a ella y a los dos chicos, y enseñaba a hablar a la niña y se alegraba con sus más mínimos progresos.

Pero al cabo volvió a su estado de ánimo habitual, recobrando la pesadumbre, más angustiosa aún que antes. A veces se sentaba en el borde de la cama, en el dormitorio, con la mirada perdida en el infinito, y así pasaba las horas una vez que había acabado de limpiar la casa para que no se viera ni una mota de suciedad en ninguna parte. Miraba al infinito con cierta desventura silenciosa, con los ojos medio cerrados, con un gesto de tan infinita tristeza, tan infinitamente sola en el mundo...

Una vez, un día que Grímur la había golpeado en el rostro y se había marchado como una exhalación, Símon se acercó a ella; tenía el cuchillo de trinchar en una mano, y la otra con la palma hacia arriba, y se pasaba la hoja lentamente por la muñeca. Cuando se dio cuenta de su presencia, sonrió levantando lentamente un lado de la boca y volvió a dejar el cuchillo en el cajón.

—¿Qué hacías con el cuchillo? —preguntó Símon.

—Ver si corta bien. A tu padre le gusta que los cuchillos estén bien afilados.

—Es completamente distinto en la ciudad —dijo Símon—. Allí no es malo.

—Lo sé.

—Allí está contento y sonríe.

—Sí.

—¿Por qué no es así en casa, con nosotros?

—No lo sé.

—¿Por qué es tan malo en casa?

—No lo sé. Se siente mal.

—Ojalá fuera distinto. Ojalá estuviera muerto.

Su madre lo miró.

—Eso no. No hables como él. No pienses eso. Tú no eres como él y no lo serás nunca. Ni tú ni Tómas. Nunca. ¡Entérate! Te prohibo pensar en eso. No seas así.

Símon miró a su madre.

—Háblame del papá de Mikkelína —dijo.

Algunas veces, Símon la había oído hablar de él a Mikkelína, y se imaginaba cómo sería el mundo de su madre si aquel hombre no hubiera muerto. Se imaginaba que él mismo era hijo de aquel hombre, se imaginaba una vida de familia en la que su padre no era un monstruo sino un amigo y un compañero que trataba con cariño a sus hijos.

—Murió —dijo su madre, y en su voz se adivinaba cierto tono de reproche—. Y ya basta del tema.

—Pero él era distinto —dijo Símon—. Tú serías distinta.

—¿Si él no se hubiera ido? ¿Si Mikkelína no hubiera enfermado? ¿Si yo no hubiera conocido a tu padre? ¿De qué sirve pensar así?

—¿Por qué es tan malo?

Se lo había preguntado ya muchas veces, y en ocasiones ella le respondía y en otras se limitaba a callar como si llevara años buscando una respuesta a esa pregunta sin conseguir atisbarla. Miraba al infinito como si Símon no estuviera a su lado, como si estuviera sola hablando consigo misma, triste, cansada, lejana, como si nada de lo que dijera pudiera tener ya la menor importancia.

—No lo sé. Sólo sé que no es culpa nuestra. No es culpa nuestra. Es algo que lleva dentro. Al principio me culpaba a mí misma. Buscaba algo que yo pudiera haber hecho mal para provocar su enfado, e intentaba corregirme. Pero nunca supe lo que era: daba igual lo que yo hiciera, no servía de nada. Hace mucho que he dejado de culparme a mí misma y no quiero que ni tú ni Tómas ni Mikkelína penséis que si él se comporta como lo hace es por culpa vuestra. Aunque os insulte y os chille toda clase de barbaridades. No es culpa vuestra. —Miró a Símon—. La poca autoridad que tiene él en este mundo la tiene sobre nosotros, y no está dispuesto a perderla. No quiere perderla nunca jamás.

Símon miró el cajón donde estaba guardado el cuchillo de trinchar.

—¿No hay nada que podamos hacer?

—No.

—¿Qué pensabas hacer con el cuchillo?

—Ya te lo he dicho. Comprobar si estaba bien afilado. A él le gusta tenerlos bien afilados.

Símon perdonó la mentira a su madre, porque sabía que, como siempre, estaba intentando protegerlo, cuidarlo, procurando que su vida se viera afectada lo menos posible por aquel espantoso mundo familiar.

Cuando Grímur llegó a casa esa tarde, sucio de carbón de arriba abajo, estaba de un buen humor que no era habitual en él y se puso a hablar con su mujer de algo que había oído en Reykjavik. Se sentó en el taburete de la cocina, exigió su café y dijo que habían estado hablando de ella mientras transportaban el carbón, y que la gente decía que ella era uno de aquéllos.

Uno de aquellos niños del fin del mundo engendrados en el gasómetro.

Ella le dio la espalda a Grímur y preparó café sin decir ni una palabra. Símon estaba sentado a la mesa de la cocina. Tómas y Mikkelína se encontraban fuera.

—¡En el gasómetro!

Y Grímur rió con una risa asquerosa y ronca. De vez en cuando tosía y escupía saliva negra de carbón, y tenía los ojos rodeados de negro, y también la boca y las orejas.

—¡En la orgía del fin del mundo en el maldito gasómetro! —gritó.

—Eso no es cierto —dijo ella en voz baja.

Símon se sobresaltó porque nunca, en ninguna ocasión, estando él presente, su madre había contradicho a Grímur. La miró fijamente y sintió un escalofrío entre la piel y la carne.

—Follaron y jodieron toda la noche porque creían que el mundo se iba a acabar, y así te engendraron a ti, pobrecilla.

—Eso es mentira —dijo ella con más decisión que antes, sin levantar la mirada de la pila del fregadero.

Se dio la vuelta hacia Grímur y dobló la cabeza sobre el pecho, levantando los hombros como si quisiera ocultarse entre ellos.

Grímur había dejado de reír.

—¿Me estás llamando mentiroso?

—No —respondió ella—, pero no es verdad. Es un error.

Grímur se puso en pie.

—Así que es un error —repitió las palabras de su mujer.

—Sé cuándo se construyó el gasómetro. Yo nací antes.

—No es lo que me han dicho a mí. Me dijeron que tu madre era una puta y tu padre un borracho, y que cuando naciste te echaron en un cubo de basura.

El cajón del cuchillo estaba abierto y ella se quedó mirándolo. Símon lo observó. Ella miró a Símon y de nuevo el cuchillo. Y él tuvo por primera vez la sensación de que sería capaz de usarlo.

Capítulo 12

Skarphédinn había hecho montar un gran toldo blanco sobre la zona de excavación, y cuando Erlendur entró allí procedente del sol primaveral, vio que el trabajo avanzaba de forma increíblemente lenta. Se había excavado la parte superior de la pared de tierra en una extensión de diez metros cuadrados, y el esqueleto estaba en un lado del solar de construcción. El brazo se elevaba por encima de la cuadrícula de los huesos, igual que antes, y había dos personas de rodillas con pincelitos y cucharillas en las manos, escarbando la tierra y recogiéndola con palitas.

—¿No es demasiado minucioso todo esto? —preguntó Erlendur cuando Skarphédinn se acercó y le saludó—. Así no acabaréis nunca.

—En una excavación como ésta, toda precaución es poca —dijo Skarphédinn, tan solemne como siempre e igual de orgulloso de que su gente hubiera conseguido siempre buenos resultados usando sus métodos—. Y de todos, tú tendrías que entenderlo mejor que nadie —añadió.

—¿No estarás utilizando esto como un campo de prácticas?

—¿Como un campo de prácticas?

—Para arqueólogos. ¿No es ésa la asignatura que enseñas en la universidad?

—Mira, escucha, Erlendur. Trabajamos con precisión. No se puede hacer de otro modo.

—Quizá no haya prisa ninguna —dijo Erlendur.

—Y todo se explicará —dijo Skarphédinn pasándose la lengua por los colmillos.

—Tengo entendido que el forense está de vacaciones en España —dijo Erlendur—. Se supone que volverá dentro de unos días. No hay más remedio que esperar, así que aún tenemos tiempo suficiente.

—¿Quién sería el enterrado? —se preguntó Elinborg.

—Aún no podemos decir si se trata de un hombre o de una mujer, de un joven o de un viejo —dijo Skarphédinn—. Y quizá no sea asunto nuestro decirlo. Pero creo que no queda duda alguna de que aquí se cometió un asesinato.

—¿Podría tratarse de una mujer joven y embarazada? —preguntó Erlendur.

—Pronto lo comprobaremos.

—¿Pronto? —dijo Erlendur—. No con estos métodos.

—La paciencia es una virtud, Erlendur —dijo Skarphédinn.

Erlendur iba a decirle dónde podía metérsela, cuando Elinborg se le adelantó.

—El crimen no tiene por qué estar relacionado con este lugar —dijo de pronto.

Estaba de acuerdo con casi todo lo expuesto por Sigurdur Óli el día anterior, cuando se puso a criticar a Erlendur porque le daba la sensación de que éste se aferraba a la primera idea que se le había venido a la cabeza: que la persona allí enterrada había vivido en la colina o en alguna de las casas de veraneo de los alrededores. A juicio de Sigurdur Óli, no tenía demasiado sentido limitarse a una casa concreta, por mucho que hubiera estado allí cerca, ni a la gente que pudiera haber vivido en ella. Erlendur se había ido al hospital cuando Sigurdur Óli expresó sus críticas, pero decidió sopesar su idea.

—Podrían haberle matado, digamos, en la zona oeste de la ciudad, y luego subirlo hasta aquí arriba —prosiguió—. No está nada claro que el crimen se haya cometido aquí mismo, en la colina. Ayer estuve hablando con Sigurdur Óli sobre el asunto.

Erlendur metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su abrigo, encontró el encendedor y un paquete de cigarrillos. Skarphédinn lo miró con ojos críticos.

—Dentro de la tienda no se puede fumar —dijo enfadado.

Other books

Shadow on the Crown by Patricia Bracewell
The Fall of Carthage by Adrian Goldsworthy
Insatiable Appetites by Stuart Woods
El asno de oro by Apuleyo
Lynda's Lace by Lacey Alexander
Young Stalin by Simon Sebag Montefiore
Match Made in HeVan by Lucy Kelly
Mastered By Love by Stephanie Laurens