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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (13 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Eso es exactamente a lo que me refiero —dijo Erlendur, muy leído en todo lo relacionado con historias de personas perdidas en los páramos—. Alguien va de viaje por el páramo. Es pleno invierno y han anunciado mal tiempo. Intentan hacerle desistir. No atiende a los consejos, piensa que sabrá apañárselas. Lo más asombroso de las historias sobre las personas que desaparecen en el campo es que no escucharon los consejos de nadie. Es como si algo los arrastrara a la muerte. Se dice que están destinados a morir. Como si quisieran precipitar su destino. Pero no. Esa persona cree que sabrá apañárselas. Pero cuando llega el mal tiempo, es mucho peor de lo que se había imaginado. Pierde la orientación. Se extravía. Acaba por perecer enterrado en la nieve, muere de frío. Para entonces se ha alejado muchísimo del camino que pretendía seguir. Por eso no lo encuentran nunca. Se le da por desaparecido.

Elinborg y Sigurdur Óli se miraron uno a otra, sin saber a ciencia cierta de qué estaba hablando Erlendur.

—Lo que os estoy explicando es una desaparición islandesa típica, y nosotros podemos entenderlas, porque vivimos en este país y sabemos cómo empiezan de repente las ventiscas y la historia de ese hombre que se repite a intervalos sin que eso se ponga en duda. Así es Islandia, se piensa, y sacudes la cabeza. Naturalmente, antes sucedía mucho más, cuando la gente solía desplazarse de un lugar a otro a pie. Se han escrito montones de libros al respecto; no soy el único interesado en el tema. Las formas de viajar no cambiaron, en realidad, hasta los últimos sesenta o setenta años. La gente desaparecía, y aunque los demás no se quedaran tranquilos, nadie se ponía a pensar en cualquier otra explicación. Sólo en circunstancias excepcionales la policía o los jueces pensaban que valía la pena investigar el asunto con más detalle.

—¿Qué quieres decir? —dijo Sigurdur Óli.

—¿A qué viene esta conferencia? —dijo Elinborg.

—¿Y si alguno de esos hombres o mujeres nunca se adentró en el páramo?

—¿Y? —preguntó Elinborg.

—¿Y si su gente dice que éste o aquél se adentraron en el páramo, o querían ir a otra granja o a pescar en el lago y no se volvió a saber nada de ellos? Se organiza una búsqueda pero no se les encuentra y el asunto deja de mencionarse.

—¿De forma que todos los de la casa están confabulados para matar a ese hombre? —preguntó Sigurdur Óli, sin mucha confianza en la teoría de Erlendur.

—¿Por qué no? —dijo Erlendur.

—De manera que lo acuchillan y lo apalean y le pegan un tiro y lo entierran —añadió Elinborg.

—Hasta que Reykjavik crece tanto que ya no puede seguir tranquilo en su tumba —dijo Erlendur.

Sigurdur Óli y Elinborg se miraron, y luego de nuevo a Erlendur.

—Benjamín tenía una novia que desapareció de forma misteriosa —dijo Erlendur— en la época en que estaban construyendo la casa. Se dijo que se había tirado al mar, pero el caso es que Benjamín no volvió a ser nunca el mismo después de aquello. Parece que tenía planes para renovar el comercio en Reykjavik, pero todo se vino abajo cuando la mujer desapareció, y con el tiempo se le fueron yendo de las manos sus florecientes negocios.

—De modo que ella no desapareció, de acuerdo con esta nueva teoría tuya —interrumpió Sigurdur Óli.

—Sí, sí que desapareció.

—Pero él la asesinó.

—Me resulta difícil imaginarlo —dijo Erlendur—. He leído las cartas que le escribió y tengo la sensación de que nunca habría podido hacer nada parecido.

—Entonces se trata de celos —dijo Elinborg, aficionada a las novelas rosas—. La mató por celos. Debía de amarla de verdad. La enterró allí arriba y no volvió por el lugar. Se acabó.

—A lo que yo le estoy dando vueltas es a lo siguiente —dijo Erlendur—: ¿No es una reacción excesiva para un hombre joven perder todo interés por la vida, aunque se muera su amor? Incluso si ella se hubiera suicidado. Tengo entendido que Benjamín no volvió a salir a la calle desde su desaparición. ¿Tal vez hay gato encerrado?

—¿No tendría guardado un mechón del pelo de ella? —pensó Elinborg en voz alta, y Erlendur creyó que seguía con la cabeza en sus novelitas—. Quizás en un marco de fotos, o en un guardapelo —prosiguió—. Si es que la amaba tanto.

—¿Un mechón de pelo? —preguntó Sigurdur Óli, boquiabierto.

—Siempre es igual de lento —dijo Erlendur, que imaginaba lo que estaba pensando Elinborg.

—¿Qué mechón? —dijo Sigurdur Óli.

—Eso la excluiría a ella, aunque no sirviera de más.

—¿A quién? —dijo Sigurdur Óli. Dirigió su mirada al uno y luego a la otra, ya con la boca cerrada—. ¿Estáis hablando de una prueba de ADN?

—Y luego la mujer de la colina —dijo Elinborg—. No estaría nada mal encontrarla.

—La mujer verde —exclamó Erlendur como hablándose a sí mismo.

—Erlendur... —dijo Sigurdur Óli.

—Sí.

—Naturalmente, no puede ser verde.

—Sigurdur Óli...

—Sí.

—¿Te crees que soy tonto?

En ese momento sonó el teléfono de la mesa de Erlendur. Era Skarphédinn, el arqueólogo.

—Ya estamos cerca —dijo Skarphédinn—. En cosa de dos días llegaremos al esqueleto.

—¡Dos días! —exclamó Erlendur.

—Más o menos. Todavía no hemos encontrado nada que se pueda considerar un arma. Quizá pienses que vamos con demasiadas precauciones, pero creo que es mejor hacerlo bien. ¿Quieres venir a echar un vistazo?

—Sí, ahora mismo iba a verte —dijo Erlendur.

—A lo mejor puedes comprarnos unas pastas por el camino —dijo Skarphédinn, y Erlendur vio ante sus ojos sus colmillos amarillentos.

—¿Pastas? —exclamó con aspereza.

—Unos bollitos —dijo Skarphédinn.

Erlendur colgó y le dijo a Elinborg que lo acompañara a Grafarholt, y a Sigurdur Óli que fuera a casa de Benjamín e intentara encontrar algo sobre la residencia de veraneo que construía el comerciante pero por la que pareció perder el interés una vez que su vida sucumbió a la miseria.

En el camino hacia Grafarholt, Erlendur seguía pensando en desapariciones y en personas que se extraviaban en las tormentas, y recordó los relatos de la desaparición de Jón Austmadur, que murió en el páramo, en Blöndugil, allá por 1780. Su caballo había sido degollado y no se encontró el menor rastro de él, excepto una mano en un guante de lana azul.

En todas las pesadillas de Símon, su padre era el monstruo.

Así había sido desde sus primeros recuerdos. Temía a aquel monstruo más que a cualquier otra cosa en el mundo, y cuando este le ponía la mano encima a su madre, lo único que Símon deseaba era ayudarla. Veía ante sí la batalla ineludible como en un libro de aventuras, cuando el caballero acometía al dragón que escupía fuego; pero en sus pesadillas, Símon jamás salía vencedor.

El monstruo de las pesadillas de Símon se llamaba Grímur. Nunca era su padre ni su papá, sino Grímur.

Símon estaba despierto cuando Grímur se coló como un ladrón en la cabaña de Siglufjördur y le susurró a su madre que iba a matar a Mikkelína en la montaña. Vio el terror de su madre, cuando pareció perder el control sobre sí misma y se golpeó contra la cabecera de la cama y se desmayó. Aquello contuvo a Grímur. Vio a Grímur intentando hacerla volver en sí a base de golpecitos. Olió el agrio hedor que despedía y enterró más la cabeza en la manta, tan asustado que rogó a Jesús que se lo llevara al cielo.

Ya no oyó el resto de lo que Grímur decía, sólo los lamentos de ella. Reprimidos como los de un animal herido, se mezclaban con las maldiciones de Grímur. Abrió una rendija de los párpados y vio a Mikkelína mirando fijamente la oscuridad con los ojos abiertos de par en par, con un terror insuperable.

Símon había dejado de rezar a Dios y había dejado de hablar con Jesús, su mejor hermano, aunque su madre le decía que nunca perdiera la fe. Símon había dejado de contarle esas cosas a su madre porque notó que a ella no le gustaba lo que apenas deducía. Nadie, y Dios menos que nadie, ayudaría a su madre a derrotar a Grímur. Dios era el omnisciente y omnipotente creador de cielos y tierra y había creado a Grímur igual que a todos los demás, había insuflado vida al monstruo y le permitía arrojarse sobre su madre y arrastrarla por el suelo de la cocina agarrada del pelo y escupirle. Y en ocasiones, Grímur se arrojaba sobre Mikkelína, la maldita imbécil, y la golpeaba y se burlaba de ella, y otras veces se arrojaba sobre Símon y le daba patadas o le golpeaba con tanta fuerza que estaba a punto de arrancarle los dientes de arriba, y le hacía escupir sangre.

Jesús, el mejor hermano. El mejor amigo de los niños.

Grímur estaba equivocado al pensar que Mikkelína era imbécil. Símon creía que era mucho más lista que todos los demás juntos. Y no decía palabra. Él estaba seguro de que podía hablar pero no quería. Estaba seguro de que había optado por el silencio por miedo a Grímur, un miedo igual que el suyo e incluso mayor, porque Grímur hablaba a veces de ella y decía que la iba a arrojar al vertedero con su carrito porque era una asquerosa de la peor especie y estaba ya harto de ver cómo se comía lo que él llevaba al hogar sin trabajar lo más mínimo en la casa y que no era más que una carga. Y añadía que aquella idiota convertía a la familia entera y también a él en el hazmerreír de todo el mundo.

Grímur hacía todo lo posible para que Mikkelína le oyera con toda claridad, y cuando su madre intentaba débilmente protegerla de aquellos ataques, él se reía. Mikkelína no protestaba por nada, ni siquiera cuando él la emprendía contra ella y la llamaba de todo, pues no quería que su madre tuviese que sufrir en su lugar. Símon lo veía en sus ojos, la relación entre los dos siempre había sido muy estrecha, mucho más que la existente entre Mikkelína y el pequeño Tómas, retraído y solitario.

Mikkelína no era imbécil. Su madre hacía ejercicios con ella cuando Grímur no las veía. Le daba masajes en las piernas. Levantaba su mano inútil, retorcida y doblada hacia dentro, y le untaba el costado tullido con un aceite que preparaba con hierbas de la colina. Mikkelína podría llegar a caminar algún día, y su madre la sostenía y daba pasitos con ella arriba y abajo, y le daba ánimos, y la alentaba a avanzar.

Hablaba con Mikkelína como si estuviera bien de la cabeza, y les decía a Símon y Tómas que hicieran lo mismo. La llevaba consigo y ambas hacían cosas juntas cuando Grímur salía. Mikkelína y ella se entendían muy bien. Y sus hermanos también la entendían. Cada movimiento y cada gesto. No necesitaban palabras, que Mikkelína conocía, aunque no las usara. Su madre le había enseñado a leer y lo único que le gustaba más que salir a tomar el sol era leer o que alguien lo hiciera en voz alta.

Pero un día del verano siguiente al estallido de la guerra, cuando los ingleses llegaron a la colina Mikkelína habló. Símon volvía a casa con ella en brazos, después de tomar el sol un rato. Iba a dejarla en su cama de la cocina, porque había empezado a atardecer y a refrescar en la colina y Mikkelína, que había estado desusadamente animada durante el día, mirándolo todo, sacó la lengua feliz y contenta y dejó escapar un sonido que hizo que a su madre se le cayera un plato que estaba metiendo en el armario de la cocina, y se rompió. Su madre olvidó por un instante el miedo que la habría dominado en circunstancias normales, se dio la vuelta y la miró.

—EMAAEMAAAA —repitió Mikkelína.

—¡Mikkelína! —exclamó la madre.

—EMAAEMAAAA —gritó Mikkelína, agitando la cabeza con enorme alegría por su hazaña.

La madre se acercó a ella lentamente,como si no pudiera dar crédito a sus oídos, observando tan fijamente a su hija que Símon creyó ver lágrimas en sus ojos.

—Emaaemaaaa —dijo Mikkelína.

Su madre la cogió en brazos, la dejó cuidadosamente en su camita de la cocina y le acarició la cabeza. Era la primera vez que Símon veía llorar a su madre. Daba igual lo que le hiciera Grímur, nunca lloraba. Gritaba de dolor y pedía ayuda, y le suplicaba que parase o aguantaba la violencia en silencio, pero Símon nunca la había visto llorar. Pensó que debía de sentirse triste y la abrazó, pero ella le dijo que no se preocupara. Que aquello era lo mejor que le había podido suceder en la vida. Se dio cuenta de que lloraba por lo que le había ocurrido a Mikkelína, pero también porque hablaba y aquello la había hecho más feliz de lo que se había permitido nunca a sí misma.

Pasaron dos años más y Mikkelína fue aumentando constantemente su vocabulario; se atrevía a hacer frases enteras, con el rostro enrojecido, sacando la lengua y agitando la cabeza a un lado y otro en un esfuerzo convulsivo, hasta que daba la sensación de que se le iba a desprender del cuerpo. Grímur no lo sabía. Mikkelína se negaba a hacerlo en su presencia y su madre prefería no desvelar el secreto por no despertar la atención del marido, ni siquiera ante su triunfo. Las dos aparentaban que todo seguía igual. Que nada había cambiado. Símon oyó algunas veces a su madre hablar con vacilación con Grímur sobre llevar a la niña a una terapia. Se movería mejor y sería más fuerte con la edad, seguro que aprendería. Sabía leer y le enseñarían a escribir.

—Es tonta —replicó Grímur—. Lo contrario es impensable. Y deja de hablarme de ella.

De manera que olvidó el asunto, porque ella hacía todo lo que Grímur le ordenaba, y nunca hubo terapia alguna para Mikkelína excepto la que le proporcionaban su madre y Símon y Tómas sacándola al sol y jugando con ella.

Símon no quería tener mucho trato con Grímur; evitaba a su padre todo cuanto podía, pero a veces se veía obligado a acompañarlo. Cuando Símon se fue haciendo mayor, Grímur le hacía cada vez más encargos y se lo llevaba consigo a Reykjavik de excursión para cargar con las compras colina arriba. El viaje a la ciudad les llevaba unas dos horas, bajando a Grafarvogur, cruzando el puente del Ellidaá y siguiendo la orilla de la bahía hasta Laugarnes. A veces pasaban también por la ladera de Háaleiti y bajaban por el Sogamýri. Símon se mantenía cuatro o cinco pasos detrás de Grímur, quien no le dirigía la palabra ni se preocupaba de él hasta que le hacía cargar con las compras y lo empujaba de vuelta. El viaje de vuelta duraba entre tres y cuatro horas, según el peso que Símon se viera forzado a acarrear. A veces, Grímur se quedaba en la ciudad y no aparecía por la colina durante dos días.

Entonces reinaba en casa algo parecido a la alegría.

En sus excursiones a Reykjavik, Símon descubrió algo que necesitó cierto tiempo para asimilar, y que nunca llegó a comprender plenamente. En casa, Grímur era taciturno, irritable y violento. No toleraba que se le dirigiera la palabra. Utilizaba muchos tacos al hablar y acostumbraba a insultar a sus hijos y a su mujer; les hacía satisfacer cada uno de sus caprichos, y ay de ellos si no lo hacían. Pero al relacionarse con los demás, parecía que el monstruo hubiera cambiado de piel y se hubiera convertido en otra persona. En las primeras excursiones Símon pensó que vería a Grímur tal como se comportaba en casa, dedicándose a soltarle improperios a la gente y peleándose. Pero no fue así; más bien sucedió todo lo contrario. De repente, quería agradar a todos. Hablaba encantado con el tendero y hacía reverencias y cedía el paso cuando entraba alguien en la tienda y los trataba de usted. Incluso sonreía. Saludaba con un apretón de manos. A veces se encontraba con alguien a quien conocía de tiempo atrás y reía a carcajadas, con una risa alegre en vez de aquella risa extraña, seca y ronca que emitía en ocasiones cuando ultrajaba a su madre. Los hombres señalaban a Símon, y Grímur le ponía una mano encima de la cabeza y decía que era hijo suyo, sí, y qué grande estaba ya. Símon se inclinaba al principio, como esperando un golpe, y Grímur hacía broma.

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