Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
Una de las primeras cosas que hizo la mujer desde su traslado a la colina fue hacerse con groselleros. El lugar le pareció demasiado pelado y plantó los arbustos al sur de la casa. Señalarían el extremo del huerto que pensaba cultivar. Quería poner más árboles, pero él lo consideró una pérdida de tiempo y le prohibió seguir con ello.
Esta noche eran las patatas. No le parecieron suficientemente cocidas. Eso es lo que pensó ella. También podrían haber estado demasiado cocidas, pasadas, crudas, sin pelar, mal peladas, peladas, no cortadas por la mitad, sin salsa, con salsa, asadas, sin asar, en puré, demasiado espeso, demasiado claro, demasiado dulce, no lo bastante dulce...
Nunca se sabía, con él.
Aquélla era una de sus armas más poderosas. Los ataques llegaban siempre sin previo aviso y cuando ella menos lo esperaba, aunque todo pareciera ir sobre ruedas, o cuando su marido no estaba de buen humor. Él se proponía mantener la incertidumbre, y ella nunca estaba segura. Se encontraba siempre como pendiente de un hilo en presencia de él, dispuesta a hacer lo que fuera. La comida a su hora. La ropa preparada por las mañanas. Mantener a raya a los niños. Mikkelína lejos de él. Satisfacer cada uno de sus caprichos, aunque no sirviera de nada.
Hacía ya mucho tiempo que había dejado de esperar que su marido pudiera mejorar algún día. El hogar de él era la prisión de ella.
El marido cogió su plato al acabar la cena, taciturno como siempre, y lo puso en el fregadero. Luego se volvió hacia la mesa como si su intención fuera salir de la cocina, pero se detuvo junto al lugar que ella ocupaba aún en la mesa. Ella no se atrevió a levantar la mirada, sino que miró a sus dos hijos, que seguían sentados a la mesa, comiendo. Cada músculo del cuerpo en estado de alerta. Quizá se fuera sin llegar a tocarla. Los chicos la miraron y dejaron lentamente sus tenedores.
Un silencio de muerte reinaba en la cocina.
De repente, le agarró la cabeza y se la golpeó contra el plato, volvió a levantarla por los pelos y la echó hacia atrás, de tal modo que la silla se volcó y ella cayó al suelo. El hombre apartó los trozos de loza de la mesa y dio una patada a la silla. Ella se sintió mareada después de la caída. Era como si toda la cocina se hubiera puesto en movimiento. Intentó volver a levantarse, aunque sabía por experiencia que lo mejor era quedarse inmóvil, pero la había invadido un absurdo deseo de provocarle.
—Estáte quieta, cerda —le gritó él, y cuando ella se puso de rodillas, se abalanzó sobre ella vociferando—: ¿Así que quieres ponerte de pie?
La agarró del pelo y le estampó la cara contra la pared, y luego le dio una patada en el muslo, haciéndole perder el apoyo de la pierna; cayó de nuevo al suelo con un alarido. Empezó a manarle sangre de la nariz y los oídos le pitaban tan fuerte que casi no oía sus gritos.
—Intenta levantarte ahora, puta de mierda —bramó el hombre.
Esta vez se quedó quieta, hecha un ovillo con los brazos protegiendo la cabeza a la espera de sus patadas. El hombre levantó una pierna y se la estampó en el costado. El dolor en el pecho le cortó el aliento. Se inclinó hacia ella y le agarró el pelo, levantándole la cabeza para escupirle a la cara antes de golpearla contra el suelo.
—Puta de mierda —bufó el hombre. Luego se incorporó y observó la cocina, donde todo estaba en completo desorden después de la agresión—. Mira cómo lo tienes todo, inútil —le gritó—. ¡Pon todo esto en orden ahora mismo, o te mato!
El marido retrocedió lentamente e intentó escupir a su mujer, pero la boca se le había quedado seca.
—Imbécil —gritó—. No vales para nada. ¿Es que no sabes hacer nada bien, puta, es que no sirves para nada? ¿Serás capaz de comprenderlo algún día? ¿Vas a comprenderlo alguna vez?
No le importaba en absoluto dejar marcas. No había nadie que se preocupara lo más mínimo por ella. Era rarísimo que tuvieran visitas en la colina. Había algunas casitas de veraneo dispersas en el llano más abajo, pero pocos subían a la colina, aunque la carretera de Grafarvogur a Grafarholt estaba bastante cerca; además, en aquellas casas no había nadie que tuviera trato con la familia.
Permanecía tumbada en el suelo, quieta, esperando que él se calmara o se marchara a la ciudad a ver a sus amigos. A veces iba a Reykjavik y pasaba varias noches fuera sin dar la menor explicación. La cara le ardía de dolor y notó un dolor punzante en el pecho, igual que cuando se había roto una costilla dos años antes. No era por las patatas, ni por la mancha que encontró en la camisa recién lavada, ni por el vestido que ella se estaba cosiendo y que a él le pareció demasiado provocativo y rompió en pedazos, ni por el llanto de los niños durante la noche, del que la culpaba a ella. ¡Mala madre! ¡Que se callen o los mato! Era capaz de hacerlo. Podía llegar a eso.
Los dos muchachos salieron pitando de la cocina en cuanto lo vieron abalanzarse sobre su madre, pero Mikkelína se quedó atrás, como siempre. Se movía con dificultad sin ayuda. Estaba acostada en su camita en la cocina, donde dormía y pasaba todo el día, porque la cocina era el lugar donde mejor se la podía vigilar. Acostumbraba a no mover ni un músculo cuando él entraba y empezaba a insultar a su madre, y con la mano sana se echaba la manta sobre la cabeza como si pudiera desaparecer.
No vio lo que había sucedido. No quería verlo. Oyó los gritos de él a través de la manta y los quejidos de dolor de su madre y se encogió cuando la oyó golpearse contra la pared y caer al suelo. Se acurrucó debajo de la manta y empezó a canturrear mentalmente:
Al pasar la barca,
me dijo el barquero:
las niñas bonitas
no pagan dinero.
Cuando paró, el silencio había regresado a la cocina. Aún pasó un largo rato hasta que se atrevió a quitarse la manta de la cabeza. Miró a hurtadillas por el borde, con mucho cuidado, pero no lo vio. Luego miró hacia el pasillo y vio que la puerta de fuera estaba abierta. Debía de haberse marchado. Se incorporó y vio a su madre tendida en el suelo. Se quitó la manta, bajó a gatas de su catre y se fue acercando por el suelo, por debajo de la mesa de la cocina, hacia su madre, que seguía hecha un ovillo sin moverse.
Mikkelína se tumbó muy pegadita a ella. Estaba flaca como un palo y tan débil que le resultaba difícil arrastrarse por el duro suelo. Si tenía que desplazarse de su sitio, su madre o sus hermanos la cogían en brazos. Nunca él, que había amenazado muchas veces con matar a la imbécil. ¡Estrangular a la desgraciada en su asqueroso camastro! ¡Inválida!
Su madre no se movió. Se dio cuenta de que Mikkelína trepaba a su espalda y le acariciaba la cabeza. El dolor de las costillas no cedía y seguía sangrando por la nariz. No sabía si se había desmayado. Creía que él estaba aún en la cocina, pero si Mikkelína se había levantado de su cama, no podía ser. Mikkelína no temía a nada en este mundo tanto como a su padrastro.
Se estiró con mucho cuidado y gimió de dolor y se palpó el costado donde le había dado una patada. Debía de haberle roto una costilla. Se volvió de espaldas y miró a Mikkelína. La niña había estado llorando y tenía aún un gesto de terror en el rostro. Se sobresaltó al ver la cara ensangrentada de su madre y rompió a llorar de nuevo.
—Todo va bien, Mikkelína —gimió su madre—. Todo va bien.
Se incorporó despacio y con grandes dificultades se puso en pie sujetándose en la mesa de la cocina.
—Sobreviviremos.
Se pasó la mano por el costado y notó que el dolor penetraba como una cimitarra.
—¿Dónde están los chicos? —preguntó mirando a Mikkelína.
Mikkelína señaló la puerta y dejó escapar un sonido que dejaba traslucir su excitación y su miedo. Su padrastro nunca la llamaba otra cosa que «idiota» y cosas mucho peores. Mikkelína había padecido una meningitis a los tres años de edad y a duras penas había conservado la vida. La niña había estado entre la vida y la muerte con las monjas del hospital de Landakot durante varios días, y su madre no fue autorizada a permanecer a su lado, pese a sus súplicas y sus lágrimas a la entrada de la sala. Cuando Mikkelína mejoró, había perdido toda la fuerza en el lado derecho, el brazo y la pierna, así como en los músculos faciales; tenía la cara torcida hacia delante, el ojo medio cerrado y la boca contraída, al punto que le resultaba difícil evitar que se le escapase la saliva.
Los niños sabían que no tenían posibilidad de defender a su madre, pues el más joven tenía siete años y el mayor, doce. Conocían la furia de su padre cuando la atacaba, las palabrotas que utilizaba cuando perdía el control, y el furor que estallaba cuando se dedicaba a lanzarle toda clase de insultos. Entonces echaban a correr, Símon, el mayor, el primero. Agarraba a su hermano y lo arrastraba consigo, y luego lo empujaba por delante como si fuera un corderito asustado, muerto de miedo por si su padre dirigía su ira contra ellos.
Algún día podría llevarse también a Mikkelína.
Y llegaría el tiempo en que podría defender a su madre.
Los hermanos salieron corriendo de la casa muertos de miedo en dirección a los groselleros. Era otoño y los arbustos estaban en flor, color verde oscuro y llenos de follaje, con las bayas rojas repletas de zumo que les manchaba las manos al cogerlas de los arbustos y meterlas en los botes y los jarros que les daba su madre.
Se agazaparon al otro lado de los arbustos y oyeron los insultos y maldiciones de su padre y el estrépito de los platos al romperse, los gritos de auxilio de su madre.
El más pequeño se tapó los oídos pero Símon miró hacia la ventana de la cocina, iluminada por un resplandor amarillento, y se obligó a oír los gritos de su madre.
Ya no se tapaba los oídos. Era preciso escuchar para poder hacer lo que pensaba.
Lo que había dicho Elsa sobre el sótano de la casa de Benjamín no era ninguna exageración. Estaba a rebosar de trastos y, por un instante, a Erlendur se le vino el mundo encima. Pensó en llamar a Elinborg y Sigurdur Óli pero decidió que más valía esperar. El sótano tenía unos noventa metros cuadrados y estaba dividido por tabiques en varias estancias sin puertas ni ventanas en las que había cajas y más cajas, algunas rotuladas pero la mayoría sin indicación alguna. Eran cajas de cartón de las que se usan para transportar botellas de vino o cigarrillos, o cajas de madera de todos los tamaños imaginables, y las cosas que contenían eran de lo más variopinto. En el sótano había también armarios, un baúl, maletas y cosas diversas que se habían ido acumulando allí a lo largo de los años: una bicicleta oxidada, segadoras, barbacoas viejas.
—Puedes rebuscar cuanto quieras —dijo Elsa al acompañarle al sótano—. Si hay algo en lo que pueda ayudarte, no tienes más que llamarme.
Casi sentía compasión por aquel policía de espesas cejas que parecía tener la mente en otro sitio, vestido de modo desastrado, con un ajado jersey de punto debajo de una chaqueta vieja con parches en los codos. Traslucía una especie de tristeza que percibió al hablar con él y mirarlo a los ojos.
Erlendur sonrió débilmente y le dio las gracias. Dos horas más tarde empezó a encontrar los primeros documentos del comerciante Benjamín Knudsen. Era espantoso buscar algo en aquel sótano. Los objetos no tenían orden alguno. Trastos viejos y nuevos se mezclaban en grandes montones que tuvo que esforzarse en examinar y colocar luego de alguna forma que le permitiera seguir ahondando en aquel cúmulo de cosas. Pero tenía la sensación de que cuanto más avanzaba, más antiguas eran las cosas que encontraba. Le apetecía un café y tenía ganas de fumar, y estuvo decidiéndose entre molestar a Elsa o bien hacer una pausa en todo aquello e irse a buscar un bar.
Eva Lind no se le iba de la cabeza. Llevaba encima el móvil y esperaba una llamada del hospital en cualquier momento. Tenía remordimientos por no estar con ella. Tal vez debiera tomarse unos días libres y quedarse junto a su hija y hablar con ella, como le había dicho el médico. Estar a su lado en vez de dejarla sola en la UCI, inconsciente, sin familia, sin palabras de aliento, sin nada. Pero no podía quedarse sentado sin hacer otra cosa que esperar, a la cabecera de su cama: Su trabajo era una especie de terapia. Necesitaba agarrarse a él para pensar en otras cosas. Librarse de pensar demasiado en lo peor que podría suceder. En lo impensable.
Intentó concentrarse mientras iba abriéndose camino por el sótano. Abrió un viejo escritorio y encontró facturas de ventas al por mayor con el membrete de Almacenes Knudsen. Estaban manuscritas y le resultó difícil leer aquella escritura, pero parecían referirse a envíos de mercancías. Encontró más facturas parecidas en los cajoncitos del escritorio, y llegó a la conclusión de que Benjamín Knudsen se había dedicado al comercio de ultramarinos. Café y azúcar aparecían con frecuencia, acompañados de números.
No había nada sobre el proyecto de una casa de veraneo en los terrenos elevados en los que ahora se estaba construyendo el barrio del Milenario.
Las ganas de fumar lo vencieron y encontró una puerta que daba a un jardín bien cuidado que empezaba a recuperarse del invierno, aunque él no se dio mucha cuenta, pues estaba concentrado únicamente en absorber el humo hasta lo más hondo de los pulmones y volver a soltarlo. Apuró dos cigarrillos en un momento. Sonó el teléfono en el bolsillo de su abrigo cuando estaba a punto de volver a entrar en el sótano, y respondió. Era Elinborg.
—¿Cómo sigue Eva Lind? —preguntó ésta.
—Sigue en coma —dijo Erlendur, conciso. No tenía ganas de charla—. ¿Algo nuevo? —preguntó.
—Hablé con el anciano. Tenía una casa en la colina. Y no estoy del todo segura de adonde quería llegar, pero recordó a alguien que rondaba por tus arbustos.
—¿Mis arbustos?
—Los groselleros.
—¿Por los groselleros? ¿Quién era?
—Y además creo que ha muerto.
Erlendur creyó oír un gruñido de Sigurdur Óli en segundo plano.
—¿El de los arbustos?
—No, Róbert —dijo Elinborg—. De modo que de él no sacaremos más.
—¿Y quién era el de los arbustos?
—No está nada claro —dijo Elinborg—. Era alguien que iba muchas veces y también después. En realidad es lo único que saqué. Luego empezó a decir algo. Dijo «mujer verde» y se acabó.
—¿Mujer verde?
—Sí. Verde.
—«Muchas veces» y «después» y «verde» —repitió Erlendur—. ¿Después de qué? ¿A qué se refería?
—Como te estoy diciendo, no está nada claro. Creo que puede ser... Creo que ella estaba... —Elinborg titubeó.