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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (26 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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Abrieron la puerta con mucho cuidado y entraron, Símon delante y Tómas detrás, muy pegado a él y cogido de la mano. Entraron en la cocina y lo vieron de pie al lado del fregadero. Les daba la espalda. Sorbió por la nariz y escupió en la pila. Había encendido la lámpara que había sobre la mesa y sólo se distinguía su silueta.

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó sin volverse.

Símon concluyó que se había dado cuenta de su presencia desde el camino de la colina y les había oído entrar.

—Está trabajando —dijo Símon.

—¿Trabajando? ¿Dónde? ¿Dónde está trabajando? —preguntó de nuevo Grímur.

—En la vaquería de Gufunes —dijo Símon.

—¿No sabía que yo volvía hoy?

Grímur se volvió hacia ellos y entró en el cono de luz. Los hermanos le miraron fijamente al salir de la penumbra después de todo aquel largo tiempo, desde la primavera pasada, y abrieron los ojos como platos al ver su rostro a la pálida luz. Algo le había pasado. Tenía una mejilla totalmente cubierta por una quemadura que le llegaba hasta el ojo, que estaba medio cerrado porque el párpado se había pegado a la piel.

Grímur sonrió.

—¿No está guapo vuestro padre?

Los hermanos miraron fijamente aquel rostro deformado.

—Preparan café y luego te lo echan encima.

Fue hacia ellos.

—No porque quieran que hables. Lo saben todo, porque alguien se lo ha contado. No es por eso por lo que te echan encima el café hirviendo. No es por eso por lo que te destruyen el rostro.

Los muchachos no comprendían lo que pasaba.

—Vete a buscar a tu madre —ordenó Grímur mirando a Tómas, que se protegía detrás de su hermano—. Ve a la maldita granja y tráete a la vaca esa.

Símon notó un movimiento en la entrada del dormitorio pero no se atrevió a mirar directamente. Mikkelína se había levantado. Ya había empezado a apoyarse en una pierna y a avanzar, pero no se atrevía a entrar a la cocina.

—¡Fuera! —gritó Grímur—. ¡Ya!

Tómas se hizo un ovillo. Símon no sabía a ciencia cierta si su hermano conocía el camino. Tómas había acompañado a su madre a la vaquería una o dos veces a lo largo del verano, pero ahora no había buena luz y hacia frío, y aún era muy pequeño.

—Iré yo —dijo Símon.

—Tú no te mueves de aquí —bramó Grímur furioso—. ¡Lárgate ya! —le gritó a Tómas.

El pequeño se apartó de Símon y abrió la puerta y salió al frío, cerrando con mucho cuidado.

—Ven, mi querido Símon, siéntate aquí a mi lado —dijo Grímur; su furia parecía haberse esfumado.

Símon entró temeroso en la cocina y se sentó en una silla. Volvió a notar movimiento en el pasillo del dormitorio. Confiaba en que Mikkelína no asomase por allí. Había un cuartito en el pasillo, y pensó que podría llegar hasta allí sin que Grímur se percatara de su presencia.

—¿No has echado de menos a tu papaíto? —dijo Grímur, sentándose delante de Símon.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura. Dijo que sí con la cabeza.

—¿A qué os habéis dedicado este verano? —preguntó Grímur.

Símon le miró fijamente sin decir una sola palabra. No sabía cuándo tenía que empezar a mentir. No podía hablar de Dave; sus visitas y sus misteriosos encuentros con su madre, los paseos, los picnics. No podía contar que todos dormían juntos en la cama grande, ni los grandes cambios que había experimentado su madre desde la marcha de Grímur, y todo gracias a Dave. Le había insuflado nuevas ganas de vivir. No podía decirle que su madre se acicalaba por las mañanas. Ni de cómo había cambiado su aspecto. Cómo su gesto se había ido volviendo más bello con cada día que pasaba con Dave.

—Bueno, ¿nada? —dijo Grímur—. ¿No ha pasado nada en todo el verano?

—El, el... el tiempo ha sido estupendo —dijo Símon desconcertado, sin apartar los ojos de la quemadura.

—Así que buen tiempo, Símon. Hizo buen tiempo —dijo Grímur—. Y tú estuviste jugando en la colina y donde los barracones. ¿Conociste a alguien de los barracones?

—No —respondió Símon a toda prisa—. A nadie.

Grímur sonrió.

—Este verano has aprendido a mentir. Hay que ver lo deprisa que se aprende a mentir. ¿Aprendiste a mentir este verano, Símon?

El labio inferior de Símon se había puesto a temblar. Un movimiento involuntario que era incapaz de dominar.

—Sólo a uno —dijo—. Pero no le conozco bien.

—Así que conoces sólo a uno. Vaya, hombre. No se debe mentir nunca, Símon. Si uno miente como tú, se encontrará en dificultades y hasta puede acarrear problemas a los demás.

—Sí —dijo Símon confiando que aquello acabara ya, confiando en que Mikkelína asomase por allí y les interrumpiera.

Pensó en decirle a Grímur que Mikkelína estaba en el pasillo y que había dormido en su cama.

—¿A quién conociste en los barracones? —preguntó Grímur.

Símon notó que las cosas se iban poniendo cada vez peor.

—Sólo a uno —respondió.

—Sólo a uno —repitió Grímur pasándose la mano por la mejilla y rascándose suavemente la herida con el dedo índice—. ¿Y quién es? Me alegro de que no sea más que uno.

—No lo sé. A veces va a pescar al lago. A veces nos da las truchas.

—¿Y es bueno contigo y con tu hermano?

—No lo sé —dijo Símon, aunque Dave era el mejor hombre que había conocido nunca.

En comparación con Grímur, Dave era un ángel enviado por el cielo para salvar a su madre. ¿Dónde estaría Dave? Ojalá Dave estuviera allí. Pensó en Tómas, pasando frío camino de Gufunes, y en su madre que ni siquiera sabía que Grímur había regresado a la colina. Y pensó en Mikkelína, en el pasillo.

—¿Venía mucho por aquí?

—No, sólo de vez en cuando.

—¿Venía por aquí antes de que rne metieran en chirona? Chirona, Símon, significa «cárcel». Y que te metan en la cárcel no quiere decir que seas culpable de nada feo, es sencillamente que te meten en la cárcel. En chirona. Y no se lo pensaron dos veces. Hablaron muchísimo de dar un escarmiento. Los islandeses no deben robar al ejército. Qué cosa tan terrible. Así que tenían que condenarme a algo gordo, y a toda prisa. Para que a los otros no se les ocurriera imitarme y ponerse a robar ellos también. ¿Comprendes? Todos tenían que aprender de mis errores. Pero todos roban. No sólo yo. Todos hacen lo mismo y todos están sacándose sus buenos dineros. ¿Venía ése por aquí antes de que me metieran en chirona?

—¿Quién?

—El militar ese. ¿Venía por aquí antes de que me metieran en chirona? Ese que es el único que conoces.

—A veces pescaba en el lago antes de que te fueras.

—¿Y le regalaba a vuestra madre las truchas que pescaba?

—Sí.

—¿Pescaba muchas truchas?

—A veces. Pero no era un buen pescador. Se quedaba fumando en la orilla del lago. Tú pescas mucho más. También con red. Tú pescas muchísimo con red.

—Y cuando le regalaba las truchas a tu madre, ¿se quedaba un rato por aquí? ¿Entraba a tomar café? ¿Se sentaba aquí, a la mesa?

—No —dijo Símon, pensando si la mentira que estaba contando era una mentira demasiado evidente, pero no lo sabía.

Estaba asustado y nervioso y el labio le temblaba aunque se había puesto un dedo encima e intentaba contestar como creía que Grímur querría que contestara, pero al mismo tiempo procurando no perjudicar a su madre diciendo algo que a lo mejor Grímur prefiriera no saber. Símon estaba conociendo una nueva faceta de Grímur. Nunca había hablado con él tanto tiempo hasta entonces, y aquello le había cogido completamente desprevenido. Símon estaba en dificultades. No sabía exactamente qué era lo que Grímur quería saber, pero él haría todo lo posible por proteger a su madre.

—¿Nunca entró en casa? —preguntó Grímur; su voz había cambiado, ya no era suave y melosa, sino dura y decidida.

—Sólo dos veces, o así.

—¿Y qué hizo entonces?

—Pues nada.

—Ya, vaya. ¿Estás mintiendo otra vez? ¿Es eso? ¿Me estás mintiendo otra vez? Llego a casa después de aguantar muchos meses de humillaciones, y lo único que me encuentro son mentiras. ¿Vas a volver a mentirme?

Las preguntas herían a Símon como latigazos.

—¿Qué hacías en la cárcel? —preguntó Símon vacilante, con la débil esperanza de poder hablar de otra cosa que no fuera de Dave y su madre.

¿Por qué no venía Dave? ¿No sabía que Grímur ya había salido de la cárcel? ¿No habían hablado de eso en sus encuentros ocultos, cuando Dave le acariciaba la mano y le arreglaba el pelo?

—¿En la cárcel? —dijo Grímur, y su voz volvió a cambiar, volvió a ser suave y melosa—. En la cárcel escuchaba historias. Toda clase de historias. Se oyen tantas cosas y se desea oír tantas cosas, porque no va a verte nadie y uno nunca tiene noticias de su casa, pero llegan a la cárcel, porque en la cárcel siempre están entrando hombres y porque uno conoce bien a los guardias, que también le cuentan a uno algunas cosillas. Y uno tiene un montonazo de tiempo para darle vueltas y más vueltas a una historia.

En el pasillo se oyó un débil crujido de las maderas del suelo y Grímur calló, pero continuó como si no hubiera pasado nada.

—Claro que todavía eres muy pequeño; espera, ¿qué edad tienes exactamente, Símon?

—Tengo catorce años, y pronto cumpliré quince.

—De modo que ya estás haciéndote un adulto, así que quizá comprendas de lo que estoy hablando. Uno oye hablar de todas esas chicas islandesas que se dejan montar por los soldados. Es como si fueran incapaces de contenerse en cuanto ven a un hombre de uniforme, y además oye uno lo caballerosos que son, que les abren la puerta para que pasen ellas delante, que son de lo más amables, que les gusta bailar con ellas, que nunca se emborrachan, que tienen cigarrillos y café y quizá más cosas, y que vienen de ciudades a las que a ellas les encantaría ir. Y nosotros, Símon, nosotros no somos más que unos palurdos. Simples labriegos, Símon, que no interesan a las chicas. Por eso me apetece saber algo más de ese militar que pesca en el lago; porque tú, Símon, me has decepcionado.

Símon miró a Grímur y fue como si de pronto perdiera todas las fuerzas del cuerpo.

—He oído tantas cosas sobre ese militar de la colina, y tú dices que ni siquiera le conoces. A menos, naturalmente, que me estés mintiendo, y eso no me gusta ni un pelo; mentirle a tu padre cuando hay un soldado que viene por aquí todos los días y da paseos con mi mujer durante todo el verano. ¿No sabes nada de eso?

Símon calló.

—¿No sabes nada de eso? —repitió Grímur.

—A veces se iban a dar un paseo —dijo Símon, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Vaya —dijo Grímur—. Sabía que seguíamos siendo amigos. ¿Y tú les acompañabas?

Aquello no acababa nunca. Grímur le miraba con su rostro quemado y con un ojo medio cerrado. Símon tuvo la sensación de que no podría seguir resistiendo mucho tiempo.

—A veces íbamos al lago y él llevaba comida. Como la que tenías tú a veces en las latas esas que se abren con una llavecita.

—¿Y besaba a tu madre a la orilla del lago?

—No —dijo Símon, feliz por no tener que responder con una mentira: nunca había visto a Dave y a su madre besarse.

—¿Y qué hacían, entonces? ¿Se cogían de la mano? ¿Y tú qué hacías? ¿Por qué le permitías a ese hombre que fuera a pasear con tu madre a la orilla del lago? ¿No se te pasó por la cabeza siquiera que a mí podría no gustarme? ¿Nunca se te pasó eso por la cabeza?

—No —respondió Símon.

—Nadie pensaba en mí en esos paseos. ¿No es eso?

—No —dijo Símon.

Grímur se inclinó hacia delante en el cono de luz y la roja quemadura se advirtió mucho mejor.

—¿Y cómo se llama ese hombre que roba las familias a otros y a todos les parece tan bien y nadie hace nada?

Símon volvió a callar.

—El que me echó encima el café, Símon, el que me hizo esto en la cara, ¿sabes cómo se llama?

—No —dijo Símon tan bajo que casi no se le oyó.

—Él no fue a la cárcel aunque me quemó. ¿Qué te parece? Como si esos militares fueran intocables, todos—. ¿Tú crees que son intocables?

—No —dijo Símon.

—¿Ha engordado tu madre este verano? —preguntó Grímur como si se le hubiera venido alguna idea nueva ¡i la cabeza—. No porque sea una vaca de la vaquería, Símon, sino por haber ido de excursión con el soldado de los barracones. ¿Tú crees que ha engordado algo este verano?

—No —respondió.

—Pues a mí me parece probable que sí. Pero ya lo veremos. Ese hombre que me tiró el café encima, ¿sabes cómo se llama?

—No —respondió Símon.

—Estaba equivocado, no sé de dónde habría sacado la idea, de que yo no era bueno con tu madre. Que le hacía cosas feas. Tú sabes que algunas veces no he tenido más remedio que escarmentarla. Ese hombre lo sabía, pero no lo comprendía. No comprendía que las tías como tu madre necesitan saber quién manda, con quién están casadas y cómo tienen que comportarse. Él era incapaz de comprender que a veces uno tiene que darles una buena torta. Me dijo cosas horribles. Gracias al trato con mis amigos de los barracones, comprendí lo que decía, y resulta que él estaba furioso conmigo por culpa de tu madre.

Símon no apartaba los ojos de la quemadura.

—Ese hombre, Símon, se llama Dave. Ahora no me mientas más; ese militar que es tan bueno con tu madre que lleva siéndolo durante la primavera y el verano entero y hasta bien entrado el otoño, ¿a lo mejor se llama Dave?

Símon se quedó pensativo sin apartar sus ojos de la cicatriz.

—Ellos se encargarán de él —dijo Grímur.

—¿Ellos se encargarán de él? —Símon no sabía a qué se refería Grímur, pero no podía ser nada bueno.

—¿Está la rata en el pasillo? —preguntó Grímur señalando con la cabeza en dirección a la puerta del pasillo.

—¿Qué? —Símon no acababa de entender a qué se refería.

—La tonta. ¿Crees que nos está escuchando?

—No sé dónde está Mikkelína —dijo Símon; era una verdad a medias.

—¿Se llama Dave, Símon?

—Puede que sí —dijo Símon con prudencia.

—¿Puede que sí? No estás seguro. ¿Cómo le llamas, Símon? Cuando hablas con él o quizá cuando te acaricia y te mima, ¿cómo le llamas entonces?

—Pero no me acaricia...

—¿Cómo se llama?

—Dave —dijo Símon.

—¡Dave! Muchas gracias, Símon.

Grímur se echó hacia atrás y desapareció de la luz. Su voz volvió a enronquecerse.

—Porque he oído decir que se tiraba a tu madre.

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