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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (31 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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—Nos hemos enterado de que la madre de Sólveig le visitó más tarde y se lo contó todo. Cuando todo había pasado. Después de la desaparición de Sólveig.

Elsa puso gesto de extrañeza.

—No lo sabía —dijo—. ¿Cuándo fue eso?

—Más tarde —dijo Erlendur—. No lo sé exactamente. El caso es que Sólveig no dijo de quién era el niño. Por algún motivo, calló. No le contó a Benjamín lo que pasaba. Rompió el compromiso de matrimonio y no habló del padre de la criatura. A lo mejor para proteger a su familia. La reputación de su padre.

—¿A qué te refieres con la reputación de su padre?

—Un sobrino suyo violó a Sólveig estando ella de visita con su familia en Fljót.

Elsa se dejó caer en el asiento y se llevó las manos a los labios, como involuntariamente, en completa incredulidad.

—No te puedo creer —exclamó.

En el otro extremo de la ciudad, Elinborg estaba contándole a Bára lo que habían encontrado en la tumba, y que la hipótesis más probable era que se tratara de Sólveig, la novia de Benjamín. Que probablemente Benjamín se había deshecho allí del cuerpo. Elinborg recalcó que si le explicaba aquello era con la salvedad de que lo único con que contaba la policía en aquellos momentos era el hecho de que él había sido la última persona, de quienes la conocían, que la había visto con vida, y que había aparecido un niño junto con el esqueleto de la colina. Aún tenía que procederse a una investigación exhaustiva de los huesos.

Bára escuchó su relato sin parpadear. Estaba sola como la vez anterior, en su gran casa, rodeada de tesoros, y no dejó traslucir reacción alguna.

—Nuestro padre quería que abortase —dijo—. Nuestra madre quería irse con ella al campo, que tuviera allí el niño y lo diera en adopción y regresara después como si no hubiera pasado nada, y entonces se casara con Benjamín. Lo discutieron una y otra vez entre ellos y luego llamaron a Sólveig.

Bára se puso en pie.

—Mamá me lo contó mucho después.

Fue hasta un gran armario de roble, abrió un cajón, sacó un pequeño pañuelo blanco y se lo acercó a la nariz.

—Le presentaron las dos posibilidades. De la tercera posibilidad nunca se habló. Que tuviera el niño y que pasara a formar parte de nuestra familia. Sólveig intentó convencerles, pero ni papá ni mamá quisieron oír ni una palabra al respecto. Ellos no querían a aquel niño en nuestra casa. No querían saber nada de él. Querían matarlo o entregarlo a alguien. No había más opciones.

—¿Y Sólveig?

—No lo sé —dijo Bára—. Pobre chica, no lo sé. Ella quería tener el niño, no podía pensar en ninguna otra cosa. Ella misma no era más que una niña. No era más que una niña.

Erlendur miró a Elsa.

—¿Pudo ser que Benjamín lo considerara un engaño? —preguntó—. Ya que Sólveig se negó a decirle quién era el padre.

—Nadie sabe lo que hablaron en su último encuentro —dijo Elsa—. Benjamín le contó a mi madre lo más importante, pero es imposible saber sí le dijo todo lo que atañía al asunto. ¿De verdad fue una violación? ¡Dios mío!

Elsa miró fijamente a Erlendur y luego a Sigurdur Óli.

—Sí que es posible que Benjamín lo tomara como un engaño —dijo luego en voz muy baja.

—Perdona, ¿qué has dicho? —preguntó Erlendur.

—Que es posible que Benjamín pensara que le había engañado —repitió Elsa—. Eso no quiere decir que la asesinara y la ocultara en la colina.

—Porque ella no dijo nada —dijo Erlendur.

—Sí, porque no dijo nada —convino Elsa—. Se negó a decir quién era el padre. Él no sabía nada de la violación. Creo que eso está claro.

—¿Podría haber utilizado a alguien para ayudarle? —preguntó Erlendur—. Alguien que hiciera el trabajo por él.

—No te comprendo.

—Alquiló su casa de Grafarholt a un ladrón que además era un hombre muy violento. Eso no quiere decir nada de por sí, pero es un dato.

—No sé de qué me hablas. ¿Un hombre violento?

—Bueno, no, de momento parece que no podemos ir más allá. A lo mejor nos hemos apresurado en exceso, Elsa. Seguramente, lo mejor será esperar el informe del forense. Perdona si hemos...

—No, faltaría más, qué va, gracias por informarme de cómo marchan las cosas. Lo aprecio de verdad.

—Te comunicaremos cómo sigue el caso —dijo Sigurdur Óli.

—Y el mechón de pelo —dijo Elsa— lo confirma.

—Sí —repitió Erlendur—. El mechón de pelo.

Elinborg se levantó. Había sido un día muy largo y quería llegar a casa. Dio las gracias a Bára y le pidió que la perdonara por las molestias que le había ocasionado con su visita a esas horas de la tarde. Bára le dijo que no se preocupara. Acompañó a Elmborg a la puerta y cerró tras de sí. Un instante después sonó el timbre y Bára abrió de nuevo.

—¿Era alta? —preguntó Elinborg.

—¿Quién? —dijo Bára.

—Tu hermana —respondió Elinborg—. ¿Era especialmente alta, de estatura media, o baja? ¿Qué estatura tenía?

—No, no era alta —dijo Bára con una débil sonrisa—. Todo lo contrario. Siempre comentaban lo bajita que era. Se la consideraba una mujer pequeña y frágil. Casi como Pulgarcita, decía mi madre. Y era de lo más divertido verla con Benjamín de la mano, porque él era muy alto y destacaba a su lado como una torre.

A medianoche, el médico de distrito llamó a Erlendur, que estaba junto a la cama de su hija en el hospital.

—Estoy en el tanatorio —dijo el médico—, he separado los esqueletos y confío en no haber estropeado nada. No estoy especializado en medicina forense. La mesa y el suelo están llenos de tierra, todo está hecho una pena.

—¿Y? —preguntó Erlendur.

—Ya, perdona, bueno, tenemos los huesos del feto, que en realidad tenía seis u ocho o los nueve meses, por lo menos.

—Sí —dijo Erlendur impaciente.

—Pero en eso no hay nada raro. Aunque...

—Sí.

—Podría haber nacido ya cuando murió, o a lo mejor nació muerto. Es imposible decirlo. Pero quien está debajo no es su madre.

—Espera, ¿cómo...? ¿Por qué dices eso?

—La persona que está debajo, o la que enterraron debajo, como quieras decirlo, no puede ser la madre del niño.

—¿Que no es la madre? ¿Qué quieres decir? ¿Quién es, entonces?

—No es la madre del niño. Totalmente excluido.

—¿Por qué?

—No cabe la menor duda —dijo el médico de distrito—. Nos lo dice la pelvis.

—¿La pelvis?

—El esqueleto grande es de un hombre. Lo que hay debajo del niño es un varón.

Capítulo 27

El invierno fue largo y difícil en la colina.

La madre siguió trabajando en la granja de Gufunes y los chicos cogían el autobús del colegio todas las mañanas. Grímur empezó a trabajar de nuevo en el transporte de carbón. El ejército no quiso volver a contratarle después del robo. El campamento de intendencia se había cerrado y transportaron los barracones enteros al campamento de Hálogaland, más cerca de Reykjavik. Sólo quedaron las vallas y los postes, y una pequeña explanada asfaltada que había delante de los barracones. El gran cañón había sido retirado de la casamata. La gente decía que se acercaba el fin de la guerra. Los alemanes se batían en retirada en Rusia, y se decía que pronto habría una gran ofensiva en el frente occidental.

Ella hacía todo lo posible por mejorar un poco su situación. Grímur la amenazaba frecuentemente. Decía que no la dejaría conservar al niño, que lo mataría nada más nacer. Sería un idiota igual que Mikkelína y lo mejor era matarlo enseguida. Maldita puta de yanquis, la llamaba. Pero aquel invierno no la agredió. Estaba tranquilo, aunque daba vueltas alrededor de ella en silencio, como un depredador preparando el ataque a su presa.

La mujer intentó hablar de divorcio, pero Grímur se rió.

Ella ocultó el embarazo en Gufunes. Quizá pensaba que en el último momento Grímur se contendría, que sus amenazas eran palabras vacías, que cuando llegara el momento no mantendría sus atrocidades y que aceptaría al niño.

Finalmente, ella tomó una decisión desesperada. No para vengarse de Grímur, aunque tenía motivos de sobra para ello, sino para defenderse a sí misma y al hijo que llevaba en el vientre.

Mikkelína percibía una tensión creciente entre su madre y Grímur aquel difícil invierno, y también notó un cambio en Símon, lo que le produjo una angustia igual de grande. El muchacho siempre había estado muy unido a su madre y ahora apenas se separaba de ella cuando él volvía del colegio y ella de su trabajo. Estaba más nervioso que nunca desde que Grímur había vuelto de la prisión aquella fría mañana de otoño. Evitaba a su padre cuanto podía, y la preocupación por su madre iba haciéndose mayor y más acuciante con cada día que pasaba. Mikkelína le oía hablar consigo mismo y a veces le parecía oírle hablar con alguien a quien no podía ver y que no estaba presente: con alguien que no existía. Símon comentaba en alto lo que tenía que hacer para salvar a su madre y al niño que llevaba en su seno, que era de su amigo Dave. Era el responsable de proteger a su madre frente a Grímur, era su obligación garantizar que el niño pudiera vivir, pues no había nadie más a quien recurrir. Su amigo Dave no volvería. Símon se tomaba muy en serio las amenazas de Grímur. Estaba firmemente convencido de que no dejaría que el niño viviera. Grímur se lo llevaría y no volverían a verle. Se lo llevaría a la montaña y volvería sin él.

Tómas seguía siendo taciturno como antes, pero Mikkelína notó también un cambio en él a medida que transcurría el invierno. Grímur se lo llevaba a su cuarto por la noche, después de haberle prohibido a la madre la entrada al cuarto matrimonial y de obligarla a dormir en la cama de Tómas, demasiado pequeña e incómoda para ella. A partir de entonces Mikkelína no supo qué le pasaba a Tómas, pero empezó a mostrar una actitud muy distinta. No quería tener trato alguno con ella y se alejó también de Símon, aunque la relación entre los dos hermanos siempre había sido muy buena. La madre intentaba hablar con él pero Tómas le daba la espalda, huraño, silencioso y solitario.

—Símon se está volviendo un tanto raro —oyó que le decía una vez Grímur a Tómas—. Se está volviendo raro igual que tu mamá. Ten cuidado con él. Ten cuidado de no ser como él. Porque entonces tú también serás raro.

Mikkelína oyó una vez a su madre hablando con Grímur sobre el bebé; fue la única vez que le permitió dar su opinión. Ella había engordado ya bastante y él le prohibió que siguiera trabajando en la granja de Gufunes. Le decía:

—Lo dejas y dices que tienes que ocuparte de tu familia.

—Podrías decir que es tuyo —repuso su madre.

Grímur se rió de ella.

—Podrías hacerlo.

—Cállate.

Símon también estaba escondido, espiándoles.

—Podrías decir que el niño es tuyo —insistió la madre, conciliadora.

—Ni lo intentes —dijo Grímur.

—Nadie tiene por qué saber nada. Nadie tiene por qué enterarse de nada.

—Es demasiado tarde para tratar de arreglarlo. Deberías haber pensado en ello cuando te estabas revolcando en el brezal con aquel cabrón de yanqui.

—También puedo dar al niño en adopción —dijo ella con cautela—. No soy la única en esta situación.

—Qué va —dijo Grímur—, ¡la mitad de esta mierda de ciudad se ha dejado follar por esos individuos! Pero ni se te pase por la cabeza que eso te hace mejor a ti.

—No tendrías ni que verlo. Lo entregaré en cuanto nazca, y no tendrías que verlo.

—Todo el mundo sabe que mi mujer es una puta de los yanquis —dijo Grímur—. Todo el mundo sabe que estás en estado.

—Eso no lo sabe nadie —dijo ella—. Nadie. Nadie sabe nada de Dave y de mí.

—¿Y cómo crees que me enteré yo, idiota? ¿Porque tú me lo contaste? ¿Crees que esas cosas no se comentan?

—Sí, pero nadie sabe que el niño es suyo. Eso no lo sabe nadie.

—Cállate —dijo Grímur—. Cállate o...

Así esperaban todos durante aquel largo invierno que pasara lo que tuviera que pasar, y que presentían como inevitable.

Fue entonces cuando Grímur cayó enfermo.

Mikkelína miró fijamente a Erlendur.

—Ese invierno empezó a envenenarle.

—¿A envenenarle? —dijo Erlendur.

—Ella no sabía en absoluto lo que estaba haciendo.

—¿Cómo lo envenenó?

—¿Recuerdas el caso de Dúkskot, en Reykjavik?

—Una mujer joven mató a su hermano envenenándole con matarratas. Fue a principios del siglo pasado.

—Mamá no pretendía matarle. Su intención era debilitarle. Así podría tener al niño y ponerlo a salvo antes de que Grímur pudiera apoderarse de él. La mujer de Dúkskot había intoxicado a su hermano con matarratas. Le ponía grandes cantidades en la cuajada, incluso estando él presente, porque no sabía qué era y no llegó a enterarse porque murió al cabo de pocos días. Ella añadía aguardiente en la cuajada para disfrazar el sabor. Cuando le hicieron la autopsia se descubrió el envenenamiento por fósforo, que actúa despacio. Nuestra madre conocía esa historia. No sé cómo pero, naturalmente, aquél era un crimen muy famoso en Reykjavik. Consiguió el matarratas en Gufunes. Se hacía con pequeñas cantidades y se lo echaba en la comida. Utilizaba muy poca cantidad de una vez, para que no notase ningún sabor extraño ni hubiera nada que despertara sus sospechas. No lo guardaba en casa, llevaba allí sólo lo que necesitaba; cuando dejó de trabajar, llevó una cantidad considerable y la escondió en la cocina. No sabía qué efecto producía, o si tendría efecto alguno en dosis tan pequeñas, pero después de un tiempo pareció que empezaba a hacer efecto. Él se puso más débil, enfermaba con frecuencia, se cansaba, vomitaba. Imposible trabajar. Se quedaba en la cama con dolores.

—¿Nunca sospechó nada? —preguntó Erlendur.

—No hasta que fue ya demasiado tarde —respondió Mikkelína—. No tenía confianza alguna en los médicos. Y naturalmente, ella no le animó a ir a que le examinaran.

—¿Y aquello que había dicho, que ellos se encargarían de Dave? ¿Dijo algo más al respecto?

—No, nunca —respondió Mikkelína—. Seguramente lo dijo sin pensar. Para asustar a mamá. Sabía que amaba a Dave.

Cuando le dijeron que el esqueleto que había debajo del niño en Grafarholt era de un hombre, Mikkelína agitó la cabeza: eso se lo habría podido decir ella misma si ellos no hubieran echado a correr sin explicar por qué.

Se interesó por el esqueleto pequeño, y cuando Erlendur preguntó si quería verlo, le dio las gracias, pero dijo que prefería no hacerlo.

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