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Authors: Arnaldur Indridason

Silencio sepulcral (3 page)

BOOK: Silencio sepulcral
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La animación de la hora del almuerzo había terminado ya hacía tiempo, pero consiguió que el cocinero le preparase la carne salada. Cortaba un gran trozo de carne, lo cargaba de patata y zanahoria, lo cubría todo generosamente de salsa con ayuda del cuchillo y se lo llevaba a la boca.

Había acabado de colocar otro bocado igual sobre el tenedor y ya tenía la boca abierta para darle la bienvenida, cuando empezó a sonar el teléfono móvil, que había dejado sobre la mesa al lado del plato. Detuvo el tenedor en el aire y miró por un instante el teléfono, el tenedor bien cargado y otra vez el teléfono, y finalmente dejó el primero con mucho pesar.

—¿Por qué no pueden dejarme en paz? —dijo antes de que Sigurdur Óli pudiera articular una palabra.

—Han encontrado unos huesos en el barrio del Milenario —dijo Sigurdur Óli—. Elinborg y yo vamos de camino para allá.

—¿Cómo que han encontrado unos huesos?

—No sé. Llamó Elinborg y yo voy para allá. Ya he avisado a la brigada científica.

—Estoy comiendo —dijo Erlendur lentamente.

Sigurdur Óli estuvo a punto de explicarle lo que estaba haciendo él, pero se contuvo a tiempo.

—Entonces nos vemos allí arriba —dijo—. Es en la carretera de Reynisvatn, debajo del lado norte de los depósitos de agua. No lejos de la carretera de Vesturland.

—¿Qué es un milenario? —preguntó Erlendur.

—¿Cómo? —dijo Sigurdur Óli, aún molesto por haberse visto interrumpido en sus retozos con Bergthóra.

—¿Son mil siglos o un siglo de mil años? ¿Qué clase de siglo es ése? ¿Los siglos no tienen sólo cien años? ¿A qué se refiere esa palabra? ¿Qué es eso?

—Dios mío —suspiró Sigurdur Óli, y colgó el teléfono.

Tres cuartos de hora más tarde, Erlendur entraba en la calle conduciendo su baqueteado utilitario japonés de doce años de antigüedad y se detenía en el solar de Grafarholt. La policía ya estaba allí y había delimitado el área con una cinta amarilla; Erlendur se escurrió por debajo. Elinborg y Sigurdur Óli habían bajado al hoyo y se encontraban junto al talud. El joven estudiante de medicina, que había dado el aviso del hallazgo de los huesos, seguía con ellos. La madre del cumpleañero había reunido a los niños y los había vuelto a meter en casa. El médico de distrito de Reykjavik, un hombre gordo de cincuenta y tantos años de edad, bajaba con grandes dificultades los tres escalones que habían dispuesto para acceder allí. Erlendur fue tras él.

Los medios de comunicación mostraron especial interés por aquel hallazgo de huesos. Periodistas de prensa y televisión se habían congregado en torno al hoyo, donde estaban apiñados los vecinos. Algunos ya vivían en el barrio, pero otros, que seguían trabajando en sus casas, que aún carecían de tejado, estaban allí con martillos y palancas en las manos admirando el revuelo. Estaban a finales de abril y reinaba un tiempo primaveral, hermoso y suave.

Los especialistas de la policía de investigación estaban atareados quitando con mucho cuidado la tierra de la pared. La retiraban con palas pequeñas y la metían en bolsas de plástico. La parte superior del esqueleto quedaba al descubierto dentro de la pared, dejando ver un brazo, parte de la caja torácica y la zona inferior de la mandíbula.

—¿Es éste el Hombre del Milenario? —preguntó Erlendur, acercándose a la pared de tierra.

Elinborg miró con ojos interrogantes a Sigurdur Óli, que estaba detrás de Erlendur y que se señaló la cabeza con el dedo índice y lo hizo girar.

—He llamado al Museo Nacional —dijo Sigurdur Óli, que se puso a rascarse la cabeza cuando Erlendur se volvió hacia él de pronto y lo miró—. Un arqueólogo viene de camino. Quizás él pueda decirnos qué es esto.

—¿No necesitaremos también un geólogo? —preguntó Elinborg—. Para que nos explique cual es el estado de los huesos, la edad de los estratos.

—¿Y no puedes ayudarnos tú? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿No estudiaste tú eso?

—No me acuerdo de nada —dijo Elinborg—. Sé que esa cosa marrón es tierra.

—No está ni a seis pies de profundidad —apreció Erlendur—. Como mucho hay un metro o metro y medio. Lo sepultaron a toda prisa. Y estoy seguro de que son restos mortales recientes. No llevan ahí demasiado tiempo. No es un esqueleto de tiempos de la colonización. No es ningún Ingólfur.

—¿Ingólfur? —preguntó Sigurdur Óli.

—Ingólfur Arnarson —explicó Elinborg—. El primero que llegó a Islandia.

—¿Por qué crees que se trata de él? —preguntó el médico de distrito.

—No, lo que creo es que no se trata de él —dijo Erlendur.

—Lo que quiero decir —repuso el médico— es que podría tratarse de una mujer. ¿Por qué estás tan seguro de que es un varón?

—O una mujer, da igual —dijo Erlendur—. Me da lo mismo. —Se encogió de hombros—. ¿Puedes decirnos algo sobre esos huesos?

—Apenas se ve nada —objetó el médico—. Lo mejor es no decir demasiado hasta que lo hayáis sacado de la pared.

—¿Hombre o mujer? ¿Edad?

—Imposible decirlo.

Un hombre vestido con jersey de lana y pantalones vaqueros, estatura elevada, barba redonda y boca grande con dos colmillos amarillentos que asomaban bajo el bigote entrecano, se acercó hacia ellos y dijo ser arqueólogo. Miró las maniobras de los especialistas y les pidió con las palabras más complicadas posibles que se dejaran de aquellas tonterías. Los hombres de las palas vacilaron. Iban vestidos con batas blancas y llevaban guantes de goma y gafas protectoras. Erlendur pensó que así vestían los que trabajaban en una central nuclear. Ellos le miraron esperando instrucciones.

—Tenemos que excavar desde arriba, por Dios —protestó Colmillos Salientes, alzando las manos al cielo—. ¿Pensáis sacarlo con esas palitas? Pero ¿quién está a cargo de esto?

Erlendur se presentó.

—Esto no es un hallazgo arqueológico —continuó Colmillos Salientes dándole la mano—. Soy Skarphédinn, encantado; pero lo mejor es tratarlo como si lo fuera. ¿Comprendes?

—No sé de qué me estás hablando —dijo Erlendur.

—Los huesos no llevan demasiado tiempo en la tierra. Unos sesenta o setenta años, diría yo. Incluso menos. Aún tienen restos de ropa.

—¿De ropa?

—Sí, eso de ahí —dijo Skarphédinn señalando con un dedo grueso—. Y sin duda habrá más.

—Yo pensaba que era carne —espetó Erlendur avergonzado.

—Lo más prudente que puedes hacer, dada la situación, aparte de no estropear las pruebas, sería dejar que mi equipo haga la excavación con nuestros propios métodos. Vuestros especialistas pueden ayudarnos. Tenemos que vallar el lugar por arriba e ir bajando hasta el esqueleto, y dejar aquí toda la tierra. No tenemos costumbre de perder pruebas. La forma en que está colocado el esqueleto revela muchísimas cosas. Lo que encontremos a su alrededor puede proporcionar muchos datos.

—¿Qué crees que puede haber pasado? —preguntó Erlendur.

—No lo sé —contestó Skarphédinn—. Demasiado pronto para aventurarse a decir nada. Tenemos que excavar y entonces es de esperar que se aclare algo.

—¿Puede ser alguien que haya muerto al perderse en campo abierto? ¿Que se congelara y se quedara enterrado?

—Nadie se hunde tan profundamente en tierra —dijo Skarphédinn.

—De modo que es una tumba.

—Eso diría —continuó Skarphédinn con solemnidad. Todo parece indicarlo. ¿Qué tal si echamos un vistazo?

Erlendur asintió.

Skarphédinn se dirigió a zancadas hacía la escalera y salió ágilmente del foso. Erlendur lo siguió inmediatamente detrás. Estaban por encima del esqueleto y el arqueólogo explicó cómo sería mejor organizar la excavación. A Erlendur le cayó bien aquel hombre y aceptó su propuesta, y al poco éste llamaba por teléfono a su gente. Había participado en algunas de las excavaciones más importantes de los últimos decenios y conocía bien su oficio. Erlendur depositó su confianza en él.

El responsable del equipo científico era de distinta opinión. Rechazó tajantemente la idea de que la excavación quedara en manos de arqueólogos que no tenían ni la menor idea de investigación criminal. Había que separar el esqueleto de la pared lo antes posible y al hacerlo podrían ir examinando la posición y las posibles pistas, si las había, sobre el homicidio. Erlendur estuvo escuchando un rato aquella perorata pero luego tomó la decisión de que Skarphédinn y su gente empezaran a excavar el esqueleto desde arriba aunque, seguramente, llevara más tiempo.

—Esos huesos llevan ahí medio siglo, unos días más o menos no importan mucho —dijo; y así quedó resuelto el tema.

Erlendur contempló aquel barrio nuevo que estaba levantándose a su alrededor. Observó los depósitos de agua de calefacción, pintados de marrón, y miró en dirección al lago Reynisvatn. Luego se dio la vuelta y miró hacia el este, sobre los prados que empezaban donde terminaban las nuevas edificaciones.

Le llamaron la atención cuatro arbolitos que destacaban entre los achaparrados matorrales, a unos treinta metros de distancia. Se dirigió hacia ellos; parecían groselleros. Estaban uno junto al otro en línea recta hacia el este, y mientras acariciaba las ramas desnudas y retorcidas de los arbustos, se puso a pensar en quién pudo haberlos plantado en aquella tierra de nadie.

Capítulo 3

Hacia la hora de la cena, los arqueólogos aparecieron ataviados con forros polares y anoraks, con sus cucharas y sus palas, vallaron un área grande por encima del esqueleto y se pusieron a arrancar con mucho cuidado la vegetación. Aún había tanta luz como en pleno día, el sol no quería ponerse antes de las diez. Eran cuatro hombres y dos mujeres y trabajaban con tranquilidad y profesionalidad, examinando cuidadosamente cada paletada extraída. Se podían apreciar alteraciones en la tierra de la zona en cuanto la sacaban del suelo. El tiempo y los trabajos que se estaban llevando a cabo se habían encargado de ello.

Elinborg localizó a un geólogo de la facultad de Geología de la universidad, que se mostró más que dispuesto a ayudar a la policía, dejó todo lo que estaba haciendo y apareció en el solar justo media hora después de que Elinborg cortara la comunicación telefónica con él. Andaba por los cuarenta, era moreno de pelo, delgado y de voz inusualmente grave, doctor por una universidad parisina. Elinborg lo condujo hasta el talud. La policía lo había cubierto con un toldo para que no siguiera cubriendo de polvo a visitantes y viandantes, e hizo pasar al geólogo por debajo.

Un gran fluorescente iluminaba y arrojaba sombras lúgubres sobre el lugar de reposo del esqueleto. El geólogo no se dio ninguna prisa. Observó la pared, cogió un puñado de tierra y lo desmenuzó con la mano. Comparó el estrato de tierra que rodeaba al esqueleto por arriba y por abajo y examinó la compactación de la tierra que contenía los huesos. Explicó que ya lo habían llamado una vez por un homicidio, pidiéndole que analizara un pedazo de tierra que se hallaba en la escena del crimen, y había sido todo un éxito. A continuación se dedicó a contarle a Elinborg que había publicaciones científicas sobre criminología y geología, una especie de geología forense, si entendía lo que quería decir.

Ella escuchó aquel torrente de palabras hasta que perdió la paciencia.

—¿Cuánto tiempo lleva enterrado? —preguntó.

—No es fácil decirlo —respondió el geólogo con voz grave, y adoptó pose de científico—. No demasiado.

—¿Qué quiere decir «no demasiado» tiempo en geología? —preguntó Elinborg—. ¿Mil años? ¿Diez?

El geólogo la miró.

—No es fácil decirlo —repitió.

—¿Qué puedes decir con seguridad? —preguntó Elinborg—. Calculado en años.

—No es fácil decirlo.

—¿Así que no es fácil decir nada?

El geólogo miró a Elinborg y sonrió.

—Perdona, estaba pensando. ¿Qué quieres saber?

—¿Cuánto tiempo?

—¿Cómo?

—Cuánto lleva eso aquí —suspiró Elinborg.

—Yo adelantaría que entre cincuenta y setenta años. Tendré que hacer exámenes más precisos, pero eso es lo que me parece más probable. La compactación de la tierra... Queda completamente descartado que sea un hombre de la colonización, que esto sea un túmulo pagano.

—Ya lo sabemos —dijo Elinborg—; hay restos de ropa...

—Esta línea verde de aquí —explicó el geólogo señalando una capa de tierra de color verdoso en la parte inferior de la pared— es lodo de la edad de hielo. Estas líneas que aparecen a intervalos regulares —continuó señalando más arriba en la pared— son estratos de ceniza volcánica. El de más arriba es de finales del siglo quince. Es la capa más espesa de ceniza volcánica que hay en la región de Reykjavik desde la colonización. Y luego hay capas más antiguas, de los volcanes Hekla y Katla. Con eso nos remontamos muchos miles de años en el tiempo. Hay poco hasta la roca, como puedes ver aquí —dijo, indicando una gran piedra en el foso—. Eso es dolerita de Reykjavik, un tipo de roca que aparece por toda la región que se extiende alrededor de la ciudad.

Miró a Elinborg.

—En comparación con toda esta historia, ha pasado una millonésima de segundo desde que cavaron esa tumba.

Los arqueólogos dejaron de trabajar hacia las nueve y media y Skarphédinn informó a Erlendur de que volverían al día siguiente por la mañana, temprano. No habían encontrado nada especial en la tierra y sólo habían comenzado a retirar la capa de vegetación de encima. Erlendur preguntó si no podrían acelerar un poco los trabajos pero Skarphédinn lo miró con desprecio y preguntó a su vez si quería destruir las pruebas. Siguieron de acuerdo en que no había urgencia vital en llegar hasta los huesos.

Erlendur habló con la madre de Tóti, y con el mismo Tóti, sobre los huesos que había encontrado. El muchacho estaba orgullosísimo de la atención que le prestaban. Siempre igual, suspiró su madre. Que su hijo tuviera que encontrar el esqueleto de un hombre en pleno campo...

—Éste ha sido mi mejor cumpleaños —le dijo Tóti a Erlendur—. Ever.

Erlendur y Sigurdur Óli le hicieron al estudiante de medicina un par de preguntas sobre los huesos. Él les explicó que había estado mirando a la niña pero que tardó un rato en darse cuenta de que lo que estaba mordisqueando era un hueso. Cuando lo miró más detenidamente comprobó que se trataba de una costilla rota.

—¿Cómo supiste tan pronto que era un hueso humano? —preguntó Erlendur—. Podía haber sido de oveja, por ejemplo.

—Sí, ¿no habría sido más probable que perteneciera a una oveja? —terció Sigurdur Óli, un urbanita que no tenía la menor idea de los animales domésticos islandeses.

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