Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—Perla es un demonio. Todo el rato berreando. Sin parar.
—Vaya, pobrecita de ti...
—Eso le vuelve loco.
—Empecemos por Eva Lind. ¿La conoces?
—No me la quites. Please.
—¿Sabes quién es Eva Lind?
—Eva se mudó hace muchos meses.
—¿Sabes adónde?
—No. Estaba con Baddi.
—¿Con Baddi?
—Es portero. Iré a los periódicos si te la llevas. ¿Eh? Iré a los periódicos.
—¿Dónde trabaja de portero?
Al fin se lo dijo. Erlendur se puso en pie y llamó primero una ambulancia y luego al servicio de guardia de Asistencia a la Infancia de Reykjavik y explicó brevemente la situación.
—Y ahora a por lo otro —dijo Erlendur mientras esperaba la ambulancia—. ¿Quién es ese animal que te pega?
—Déjalo en paz —dijo ella.
—¿Por qué? ¿Para que siga haciéndote lo mismo? ¿Eso es lo que quieres?
—No.
—Pues quién es.
—Es que...
—Bueno. ¿Qué? ¿Quién es?
—Si piensas ir a por él...
—Sí.
—Si piensas ir a por él, tendrás que matarlo; si no te matará él a tí —dijo dirigiendo a Erlendur una sonrisa fría.
Baddi trabajaba de portero en un local de striptease llamado Conde Rosso, situado en el centro de Reykjavik. No estaba en la puerta cuando llegó Erlendur; en su lugar había una montaña de músculos, de constitución corporal extraordinaria, que le indicó dónde encontrarlo.
—Está vigilando el show —dijo el portero.
Erlendur puso cara de no entender. Se quedó mirando al hombre.
—El show privado —dijo el portero—. El baile privado —añadió, y puso cara de desesperación.
Erlendur entró en el local, que estaba iluminado con bombillas rojas de luz mortecina. En el salón había una barra, mesas y sillas y unos cuantos hombres que miraban a una chica joven que se frotaba contra una barra de hierro en una pista de baile elevada, al ritmo de una monótona melodía pop. La joven miró a Erlendur y se puso a bailar delante de él como si se tratase de un cliente en potencia, y se soltó el diminuto sujetador. Erlendur la miró con una compasión tan profunda que la muchacha se quedó confusa, dio un paso en falso, recuperó el equilibrio y se fue alejando de él hasta que dejó caer el sujetador al suelo aparentando desenvoltura, en un intento por mantener la dignidad.
Intentó adivinar dónde podían tener lugar los shows privados; vislumbró un oscuro pasillo enfrente de la pista de baile, y fue hacia allá. El pasillo estaba pintado de negro y al final había una escalera que descendía al sótano. No se veía apenas, pero bajó dificultosamente la escalera y entró en otro pasillo pintado de negro. Una solitaria bombilla roja colgaba del techo, y al final del pasillo se alzaba una montaña de músculos coronada por una cabeza extraordinariamente pequeña, con los fuertes brazos cruzados sobre el pecho, mirando a Erlendur fijamente. En el pasillo que se extendía entre ambos había seis habitaciones, tres a cada lado. Oyó el sonido de un violín en alguno de los cuartos, una melodía nostálgica.
La montaña de músculos avanzó hacia Erlendur.
—¿Eres Baddi? —preguntó éste.
—¿Dónde está tu chica? —preguntó la montaña de cabeza pequeña, que se erguía como una verruga sobre el grueso cuello.
—Eso iba a preguntarte yo —dijo Erlendur, extrañado.
—¿A mí? No, yo no organizo lo de las chicas. Tienes que subir a por ellas y luego vuelves a bajar.
—Ah, de modo que es eso —dijo Erlendur cuando se percató de la confusión—. Estoy buscando a Eva Lind.
—¿A Eva? Lo dejó hace tiempo. ¿Estuviste con ella?
Erlendur se quedó mirando fijamente al hombre.
—¿Que lo dejó? ¿A qué te refieres?
—Venía aquí a veces. ¿De qué la conoces?
Se abrió una puerta del pasillo y asomó un hombre joven subiéndose la cremallera de los pantalones. Erlendur vio a una chica desnuda inclinarse para recoger su ropa del suelo de la habitación. El hombre se escurrió entre ellos dos, le dio un golpecito a Baddi en el hombro y desapareció escaleras arriba.
—¿Quieres decir aquí abajo? —dijo Erlendur anonadado—. ¿Eva Lind venía aquí abajo?
—Hace mucho. En esta habitación hay una que se le parece mucho —dijo Baddi servicial como un vendedor de coches, señalando una puerta—. Es una estudiante de medicina, de Lituania. La chica del violín. ¿La oyes? Está en alguna escuela famosa de Polonia. Vienen aquí a sacar dinero y luego se vuelven a seguir estudiando.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Eva Lind?
—Nunca decimos dónde viven las chicas —dijo Baddi, poniendo un curioso gesto de santurrón.
—Yo no quiero saber dónde viven las chicas —dijo Erlendur con cansancio. No podía permitirse el lujo de perder el control de la situación, sabía que tendría que andar con cuidado, que tenía que buscar la información con prudencia aunque nada deseaba más que arrancarle aquella verruga del cuello—. Creo que Eva Lind tiene problemas y me pidió que la ayudara —dijo con toda la tranquilidad de que fue capaz.
—Y tú quién eres, ¿su papaíto? —dijo Baddi burlón, soltando un bufido.
Erlendur lo miró pensando si sería posible agarrar una cabeza tan pequeña. La sonrisa burlona se congeló en el rostro de Baddi al percatarse de que había dado en el blanco. Sin pretenderlo, como de costumbre. Dio un paso atrás.
—¿Eres el poli? —preguntó.
Erlendur asintió con la cabeza.
—Éste es un local totalmente legal.
—Eso a mí no me atañe. ¿Sabes algo de Eva Lind?
—¿Ha desaparecido?
—No lo sé —dijo Erlendur—. Ha desaparecido de mí. Habló conmigo hace un rato y me pidió que la ayudara, pero no sé dónde está. Me han dicho que tú la conocías.
—Estuve con ella una temporada, ¿te lo dijo ella?
Erlendur sacudió la cabeza.
—No hay forma de estar con ella por mucho tiempo. Está chiflada.
—¿Puedes decirme dónde está?
—Hace mucho que no la veo. Te odia. ¿Lo sabías?
—Cuando estabas con ella, ¿quién le proporcionaba la droga?
—¿Quieres decir quién era su camello?
—El camello, sí.
—¿Vas a encerrarlo?
—No, no voy a encerrar a nadie. Tengo que encontrar a Eva Lind. ¿Puedes ayudarme, o no?
Baddi reflexionó un momento. No había motivo alguno para ayudar a aquel hombre, ni tampoco a Eva Lind. Si por él fuera, podía irse al demonio. Pero el poli tenía un gesto que le advertía de que más valía tenerlo de su lado que en su contra.
—No sé nada de Eva —dijo—. Había con Alli.
—¿Alli?
—No le digas que te envío yo.
Erlendur se dirigió en su coche a la parte más antigua de la ciudad, al lado del puerto, pensando en Eva Lind y en Reykjavik. Él era forastero y se seguía considerando forastero aunque hubiese vivido allí la mayor parte de su vida y hubiera visto la ciudad extenderse por la bahía y por las colinas conforme aumentaba la población del país. La ciudad contemporánea, rebosante de gente que ya no quería vivir en el campo o en las aldeas de la costa, o que ya no podía seguir viviendo allí y emigraba a la ciudad para empezar una nueva vida, pero que perdía sus raíces y se quedaba sin pasado y con un futuro incierto. Nunca le había gustado aquella ciudad.
Se sentía extranjero.
Alli tenía veintitantos años, era esquelético, pelirrojo y pecoso, le faltaban los dientes de delante, tenía el rostro demacrado y lánguido, y una tos muy fea. Estaba donde Baddi pensaba que estaría, en el Kaffi Austurstraeti, sentado sin compañía alguna a una mesa, con un vaso de cerveza vacío delante. Parecía dormido, la cabeza colgando y las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba puesta una parka verde, sucísima, con cuello de piel. Baddi había hecho una buena descripción. Erlendur se sentó a la mesa.
—¿Tú eres Alli? —preguntó sin obtener respuesta.
Miró a su alrededor. El bar estaba en penumbra y apenas había unas pocas personas sentadas en mesas desperdigadas por el local. Desde un altavoz situado encima de ellos sonaba un melancólico cantante country entonando una triste melodía sobre amores perdidos. Había un camarero de mediana edad sentado en un taburete alto junto a la barra del bar, leyendo una novelita de quiosco.
Repitió la pregunta y finalmente le dio un golpecito en el hombro al joven, que despertó y miró a Erlendur con los ojos pesados de sueño.
—¿Otra cerveza? —preguntó Erlendur, esforzándose al máximo por sonreír. Una mueca se formó en su rostro.
—¿Tú quién eres? —preguntó Alli con ojos estúpidos.
No hizo ningún intento de ocultar su gesto de estulticia.
—Estoy buscando a Eva Lind. Soy su padre y tengo prisa. Me llamó pidiendo ayuda.
—¿Tú eres el poli? —preguntó Alli.
—Sí, yo soy el poli —dijo Erlendur.
Alli se incorporó en su silla y lanzó una mirada furtiva a su alrededor.
—¿Y por qué me preguntas a mí?
—Sé que conoces a Eva Lind.
—¿Cómo?
—¿Sabes dónde está?
—¿Me invitas a una cerveza?
Erlendur le miró y reflexionó un instante si estaba utilizando el procedimiento correcto, y decidió que sí, porque el tiempo le apremiaba demasiado. Se puso en pie y se acercó a la barra con paso rápido. El camarero levantó los ojos cansinamente de su novela, la dejó a un lado con pena y se levantó del taburete. Erlendur le pidió una cerveza. Estaba sacando la billetera cuando se dio cuenta de que Alli había desaparecido. Echó un rápido vistazo a su alrededor y vio que la puerta exterior se cerraba. Dejó al camarero con el vaso lleno, echó a correr y vio a Alli corriendo como un desesperado en dirección al Grjótathorp.
Alli no corría muy deprisa y tampoco sería capaz de resistir mucho tiempo corriendo. Miró hacia atrás, vio a Erlendur persiguiéndolo e intentó acelerar la marcha, pero no tenía fuerzas. Erlendur lo alcanzó enseguida y le dio tal empellón que el joven cayó al suelo con un gemido. Dos frascos de pastillas se escaparon de sus bolsillos y Erlendur los recogió. Parecían pastillas de éxtasis. Le arrancó la parka a Alli y oyó el tintineo de más frascos. Tras vaciarle los bolsillos de la parka, se encontró con una cantidad considerable de droga en las manos.
—Ellos... me... matarán —dijo Alli jadeando, y se levantó de la acera.
No había casi nadie. Un matrimonio de mediana edad al otro lado de la calle se había detenido a ver lo que sucedía, pero se apresuraron a marcharse en cuanto vieron a Erlendur sacar un frasco de pastillas tras otro.
—Me da igual —dijo Erlendur.
—No me lo quites. Tú no sabes cómo son...
—¿Quiénes?
Alli se apoyó contra la pared de una casa y empezó a retorcerse.
—Es mi última oportunidad —dijo, con el moco cayéndole de la nariz.
—Me importa un carajo cuántas oportunidades te quedan. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Eva Lind?
Alli sorbió por la nariz y miró de pronto a Erlendur, con decisión, como si hubiera encontrado una escapatoria.
—Okay.
—¿Qué?
—Si te hablo de Eva ¿me devuelves todo eso?
Erlendur reflexionó un momento.
—Si sabes algo de Eva te lo devolveré. Si me mientes, volveré otra vez y te utilizaré de trampolín.
—Okay, okay. Eva vino hoy a verme. Si la encuentras, me echará la culpa a mí. Se acabo. Me negué a darle más. No hago tratos con chicas embarazadas.
—Claro —dijo Erlendur—. Eres un hombre de principios.
—Apareció con el bombo en todo lo alto y me lloriqueó y se puso bastante furiosa cuando me negué a darle nada, y luego se marchó.
—¿Sabes adónde?
—Ni idea.
—¿Dónde vive?
—La tipa no tiene ni un céntimo. Necesito pasta, ¿comprendes? Si no, me matan.
—¿Sabes dónde vive?
—¿Dónde vive? En ningún sitio. Va de un lado para otro. Vagabundea por ahí y gorronea lo que puede. Se piensa que puede conseguir esto gratis, así, sin más —gruñó Alli, lleno de desprecio—. Como si uno pudiera regalarlo. Como si esto fuera para regalar.
Emitía un blando siseo al hablar por la parte de la boca que había perdido los dientes, y de pronto se convirtió en un niño grande con una parka asquerosa que intentaba comportarse como un hombre.
Los mocos le habían vuelto a caer.
—¿Adónde puede haber ido?—pregunto Erlendur.
Alli le miró y sorbió por la nariz.
—¿Me lo devuelves?
—¿Dónde está?
—¿Me lo das si te lo digo todo?
—¿Sobre qué?
—Sobre Eva Lind.
—Si no me mientes. ¿Dónde está?
—Había una chica con ella.
—¿Quién?
—Sé dónde vive.
Erlendur se acercó a él.
—Te lo devolveré todo. ¿Qué chica era ésa?
—Se llama Ragga. Vive aquí al lado. En Tryggvagata. Arriba, en la casa grande, enfrente del puente. —Alli extendió la mano temblorosa—. Okay? Me lo prometiste. Devuélvemelo. Lo prometiste.
—No te hagas la menor ilusión de que te lo deje otra vez, estúpido —dijo Erlendur—. Ninguna. Y si tuviera tiempo te llevaría a Hverfisgata y te metería en un calabozo. De modo que pese a todo, algo sí que sacas en limpio con esto.
—¡No, me matarán! ¡No! Dámelo, please. ¡Dámelo!
Erlendur no lo escuchó, se marchó y dejó a Alli dándose cabezazos contra la pared, maldiciéndose a sí mismo con una furia desesperada. Erlendur oyó las maldiciones durante un buen rato, pero con asombro se dio cuenta de que no iban dirigidas a él, sino a sí mismo.
—Imbécil, eres un imbécil, imbécil, imbécil, imbécil, maldito imbécil...
Miró atrás y vio a Alli darse una bofetada.
Un muchachito, quizá de cuatro años, de torso desnudo y con pantalones de pijama, descalzo y con el pelo sucio, abrió la puerta y levantó la cabeza mirando a Erlendur. Éste se inclinó hacia él y cuando alargó la mano para acariciarle la mejilla, el muchachito apartó bruscamente la cabeza. Erlendur preguntó si estaba su mamá en casa, pero el niño lo miró con ojos interrogantes y no le respondió.
—¿Está aquí Eva Lind, amigo? —preguntó al chico.
Enriendar tuvo la sensación de que el tiempo se le escapaba entre los dedos. Habían pasado dos horas desde la llamada de Eva Lind. Intentó apartar de su mente el pensamiento de que llegaría demasiado tarde para ayudarla. Intentó imaginar en qué clase de desgracia estaría metida pero enseguida dejó de torturarse y se concentró en la búsqueda.