Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
—Desprendimiento de placenta. Hemorragias internas masivas derivadas de la rotura del saco amniótico, además de los efectos tóxicos que aún tenemos que analizar. Ha perdido mucha sangre y no hemos conseguido que recobre el conocimiento. No tiene por qué significar nada especial. Está extraordinariamente débil.
Los dos callaron.
—¿Te has puesto en contacto con tu familia? —preguntó el médico—. Para que puedan acompañarte, o...
—No tengo familia —dijo Erlendur—. Su madre y yo estamos divorciados. Le he informado, así como al hermano de Eva. Trabaja en otra ciudad. No sé si su madre vendrá al hospital. Está ya más que harta. Ha tenido las cosas muy difíciles siempre.
—Comprendo.
—Lo dudo —atajó Erlendur—. Ni yo mismo lo comprendo.
Sacó del bolsillo de su abrigo varias bolsitas de plástico y cajitas de pastillas y se las mostró al médico.
—Puede ser que haya tomado algo de esto —dijo.
El médico cogió las drogas y las examinó.
—¿Éxtasis?
—Eso parece.
—Ésa es una explicación, desde luego. Encontramos toda clase de sustancias en sangre.
Erlendur se rebulló inquieto. El médico y él permanecieron en silencio durante un rato.
—¿Sabes quién es el padre? —preguntó el médico.
—No.
—¿Crees que ella lo sabrá?
Erlendur miró al médico y se encogió de hombros en señal de rendición. Y volvieron a quedarse en silencio.
—¿Morirá? —preguntó finalmente Erlendur, al cabo de un rato.
—No lo sé —dijo el médico—. Esperemos que no.
Erlendur vaciló antes de plantear su pregunta. Había estado luchando con ella, pese a lo horrible que era, sin llegar a conclusión alguna. No estaba seguro de hacerla. Finalmente se lanzó.
—¿Puedo verlo? —preguntó.
—¿Verlo? ¿Te refieres a...?
—¿Puedo ver el feto? ¿Es posible ver al niño?
El médico miró a Erlendur sin un gesto de asombro, sino más bien de comprensión. Asintió con la cabeza y le pidió que lo acompañara. Entraron al corredor y luego a una salita donde no había nadie. El médico apretó un botón y unas lámparas fluorescentes destellaron en el techo hasta derramar su claridad azulada sobre la sala. Fue hacia una fría mesa metálica y levantó una pequeña sábana; apareció el niño sin vida.
Erlendur lo miró y le acarició la mejilla con un dedo.
Era una niña.
—¿Despertará mi hija del coma?, ¿puedes decírmelo?
—No lo sé —dijo el médico—. Es imposible decirlo. Tendría que desearlo ella misma. Todo depende de eso.
—Pobre niña —musitó Erlendur.
—Dicen que el tiempo cura todas las heridas —sentenció el médico creyendo que Erlendur estaba a punto de echarse a llorar—. Eso puede aplicarse tanto al cuerpo como al alma.
—El tiempo —dijo Erlendur, que volvió a cubrir a la niña con la sábana— no cura ninguna herida.
Permaneció sentado a la cabecera de su hija hasta las seis. Halldóra no apareció. Sindri Snaer mantuvo su palabra y no fue a la capital. No había nadie más. El estado de Eva Lind era el mismo. Erlendur no había dormido ni comido desde el día anterior, y se encontraba agotado. Se mantuvo en contacto telefónico con Elinborg durante todo el día, y decidió que se vería con Sigurdur Óli y con ella en la comisaría. Acarició la mejilla de su hija y la besó en la frente antes de marcharse.
No comentó lo sucedido al reunirse con Sigurdur Óli y Elinborg aquella tarde. Ellos se habían enterado por los rumores de la comisaría de lo que le había sucedido a su hija, pero no se atrevieron a preguntar cómo seguía.
—Están abriéndose paso hacia el esqueleto —dijo Elinborg—. Todo es espantosamente lento. Creo que han empezado a utilizar cepillos de dientes. La mano que encontraste ya sobresale entera de la tierra, han llegado a la muñeca. El médico de distrito la ha examinado pero dice que no puede asegurar nada, aparte de que se trata de un ser humano con unas manos pequeñas. No se saca mucho en claro. Los arqueólogos no han encontrado nada en la tierra que pueda indicar lo que pasó o quién es el enterrado. Creen que llegarán hasta el esqueleto a últimas horas de mañana por la mañana, o por la tarde, pero eso no quiere decir que vayamos a recibir una identificación aceptable. Habrá que buscar las respuestas en algún otro sitio.
—Yo he estado verificando los datos de desapariciones de personas en Reykjavik y alrededores —dijo Sigurdur Óli—. Hay unas cincuenta desde los años cuarenta y cincuenta que no se han llegado a aclarar, y podría tratarse de alguna de esas personas. He sacado los listados y los he ordenado por sexo y edad y estoy a la espera del estudio de los huesos que facilite el forense.
—¿Quieres decir que alguna persona de por aquí arriba desapareció? —preguntó Erlendur.
—De acuerdo con las direcciones reseñadas en las declaraciones, no —respondió Sigurdur Óli—, pero desde luego aún no he acabado de revisarlas todas; algunas no sé ni adónde corresponden. Cuando hayamos terminado de excavar los huesos y tengamos el informe con la información relativa a edad, estatura y sexo podremos reducir el grupo un tanto, o incluso bastante. Imagino que se tratará de alguien de Reykjavik. ¿Hay algo indebido en la manera de proceder?
—¿Dónde está el forense? —preguntó Erlendur—. El único que tenemos.
—De vacaciones —dijo Elinborg—. En España.
—¿Comprobaste si hubo alguna casa en las laderas? —preguntó Erlendur a Elinborg.
—No, aún no he llegado tan lejos. —Miró a Sigurdur Óli—. Erlendur piensa que debió de haber alguna casa en la parte norte de la colina, y que el ejército británico o el norteamericano debieron de tener un almacén de intendencia en la parte sur. Quiere que hablemos con todos los propietarios de casas de veraneo en la zona desde Reynisvatn hasta aquí, y también con sus abuelas, y luego yo acudiré a una sesión espiritista para hablar con Churchill.
—Eso para empezar —dijo Erlendur—. ¿Qué teorías tenéis sobre los huesos?
—¿No se trata claramente de un asesinato? —apuntó Sigurdur Óli—. Cometido hace medio siglo o más. Oculto en la tierra todo este tiempo sin que se supiera nada.
—Ese hombre, o esa persona —se corrigió Elinborg—, fue enterrada ahí, obviamente, a consecuencia de un crimen. Creo que eso es evidente.
—No es exacto que nadie sepa nada —dijo Erlendur—. Siempre hay alguien que sabe algo.
—Sabemos que algunas costillas están rotas —añadió Elinborg—. Eso tiene que ser indicio de que se trata de una agresión violenta.
—¿Tiene que serlo? —dijo Sigurdur Óli.
—Claro; ¿cómo podría no serlo? —afirmó Elinborg.
—¿No puede ser consecuencia de la larga permanencia bajo tierra? —continuó Sigurdur Óli—. Del peso de la tierra. Incluso de los cambios de temperatura. Frío y calor alternativamente. Hablé con el geólogo que trajiste y mencionó esa posibilidad.
—La presencia de un cadáver suele deberse a una agresión. Es obvio, ¿o no? —Elinborg miró a Erlendur y notó que tenía la cabeza en otro sitio—. Erlendur —insistió—. ¿No es así?
—Si es un asesinato —respondió Erlendur volviendo en sí.
—¿Si es un asesinato? —repitió Sigurdur Óli.
—Eso no lo sabemos —continuó Erlendur—. Quizá se trate de una vieja tumba familiar. A lo mejor esa gente no tenía dinero para un entierro como debe ser. A lo mejor son los huesos de algún carcamal que estiró la pata de repente y lo enterraron ahí con el conocimiento de todo el mundo. Quizá sea un cuerpo que colocaron hace cien años. Quizá cincuenta. De lo que aún carecemos es de informaciones precisas. Cuando las tengamos podremos dejar de montar castillos en el aire.
—Pero ¿no es obligatorio enterrar a la gente en tierra consagrada? —preguntó Sigurdur Óli.
—Creo que puedes hacer que te entierren donde quieras —dijo Erlendur—, si es que hay alguien que quiera tenerte en el jardín de su casa.
—¿Y la mano que sobresale del suelo? —terció Elinborg—. ¿Tampoco es eso un indicio de agresión y violencia?
—Claro que sí —dijo Erlendur—, creo que ahí ha sucedido algo que ha permanecido en secreto durante todos estos años. Arrojaron a alguien a un lugar donde no se le podría encontrar nunca, pero Reykjavik se expande y nos toca a nosotros averiguar lo sucedido.
—Si este hombre, suponiendo que fuera un hombre y no una mujer —dijo Sigurdur Óli—, el Hombre del Milenario, si lo asesinaron hace todos esos años, ¿no es casi seguro que el asesino haya muerto? Y si no ha muerto será ya más viejo que Matusalén, tendrá un pie en la tumba y resulta absurdo perseguirle y acusarle. Y probablemente habrán muerto todos los relacionados con el caso, de modo que no dispondremos de testigos si en algún momento llegamos a descubrir lo sucedido. Así que...
—¿Adónde quieres llegar?
—¿No es razón suficiente para reconsiderar si vale la pena gastar tanta energía humana en esta investigación? Quiero decir, ¿tiene algún sentido hacerla?
—¿Deberíamos olvidarnos y ya está? —preguntó Erlendur.
Sigurdur Óli se encogió de hombros corno si a él, personalmente, le diera igual.
—Un crimen es un crimen —dijo Erlendur—. Da igual los años que hayan pasado. Si fue un crimen, tenemos que averiguar lo que sucedió, quién fue la víctima y quién el asesino. Creo que deberíamos afrontar este caso como cualquier otra investigación. Buscar información. Hablar con la gente. Confiar en que iremos acercándonos poco a poco a la solución.
Erlendur se puso en pie.
—Tenemos que encontrar algo —añadió—. Hablemos con los dueños de las viviendas de veraneo y con sus abuelas. —Miró a Elinborg—. Comprobemos si había una casa donde están esos groselleros. Dediquémonos a eso.
Se despidió de ellos con la cabeza puesta en otro lugar y salió al pasillo. Elinborg y Sigurdur Óli se miraron. Éste hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta. Elinborg se puso en pie y salió al pasillo detrás de él.
—Erlendur —dijo haciéndole detenerse.
—Sí, ¿qué?
—¿Cómo sigue Eva Lind? —preguntó ella vacilante.
Erlendur la miró y guardó silencio.
—Nos enteramos en la comisaría del estado en que la encontraste. Sería espantoso. Y si hay algo que Sigurdur Óli o yo podamos hacer por ti, no dudes en decírnoslo.
—No se puede hacer nada —dijo Erlendur con voz cansina—. Está en coma y nadie puede hacer nada. —Vaciló—. Recorrí ese mundo buscándola. Ya lo conocía un poco porque he tenido que buscarla otras veces por esos lugares, por esas calles, en esas casas, pero no por ello me pilla menos por sorpresa comprobar la vida que lleva, y me pregunto cómo puede hacerse eso a sí misma, cómo puede dañarse a sí misma de ese modo. He visto la gente con quien se relaciona, la gente a quien recurre en busca de compasión y humanidad, la gente para la que incluso trabaja de una forma incomprensible.
Calló.
—Pero eso no es lo peor —dijo luego—. Ni la cutrez, ni los chorizos, ni los camellos. Lo que dice su madre es cierto.
Erlendur miró a Elinborg.
—Lo peor de todo soy yo —dijo—, porque fui yo quien falló.
Cuando Erlendur llegó a su apartamento se sentó en un sillón, exhausto de cansancio. Acababa de llamar al hospital para preguntar por Eva Lind y le informaron de que su estado era el mismo. Que se pondrían en contacto con él en cuanto se produjera algún cambio. Dio las gracias y colgó. Y se sentó con la mirada perdida en el infinito, profundamente pensativo. Pensó en Eva Lind en la UCI, en su ex esposa y en el odio que todavía marcaba su vida, en su hijo, con quien no hablaba excepto cuando algo iba mal.
Entre medias de aquellos pensamientos sintió el profundo silencio que reinaba en su vida, la soledad a su alrededor, el peso de días sin color acumulándose en una cadena indestructible que se enroscaba en torno a él y lo oprimía y lo ahogaba.
Cuando el sueño empezó a apoderarse de él, su mente regresó a su infancia, cuando aparecía la luz tras la oscuridad de los meses invernales y la vida era inocente, sin temores ni preocupaciones. No sucedía con mucha frecuencia, pero en ocasiones se dedicaba a recordar la felicidad de aquellos tiempos, y entonces, por un instante, era como si se sintiera bien.
Pero sólo cuando podía olvidar la pérdida.
Se despertó sobresaltado de su profundo sueño cuando el teléfono llevaba sonando sin interrupción un buen rato, primero el móvil del bolsillo del abrigo, más tarde el fijo del viejo escritorio, uno de los pocos muebles de la sala.
—Tenías razón —dijo Elinborg cuando respondió por fin—. Oh, perdona, ¿te he despertado? Sólo son las diez —añadió con tono de disculpa.
—¿Qué? ¿En qué tenía razón? —dijo Erlendur, aún medio dormido.
—Había un edificio en aquel lugar. Al lado de los árboles.
—¿Los árboles?
—Los groselleros. Los arbustos. En Grafarholt. Lo construyeron en los años cuarenta y lo derribaron hacia 1980. Les pedí a los de Urbanismo que se pusieran en contacto conmigo en cuanto averiguaran algo y acabo de colgar: han estado toda la tarde trabajando y averiguaron eso.
—¿Qué clase de edificio era? —preguntó Erlendur con cansancio—. ¿Una vivienda, una caballeriza, una perrera, un bungalow, un establo, un almacén, un barracón?
—Una vivienda —dijo Elinborg—. Una especie de casita de verano, o algo parecido.
—¿Cómo?
—¡Una casa de veraneo!
—¿De cuándo?
—De poco antes de 1940.
—¿Y quién es el dueño?
—Se llamaba Benjamín Knudsen. Comerciante.
—¿Se llamaba?
—Falleció hace años.
Muchos de los propietarios de las casas del llano al norte de Grafarholt estaban enfrascados en sus tareas de primavera cuando Sigurdur Óli llegó a la colina en su coche buscando alguna entrada practicable. Le acompañaba Elinborg. Algunos arreglaban sus árboles y sus arbustos, otros extendían barnices protectores en sus residencias, otros reparaban vallas y había dos que tenían ensillados los caballos para irse a dar un paseo.
El sol estaba en su cenit y el tiempo era luminoso y sereno. Sigurdur Óli y Elinborg habían conversado con algunos propietarios sin haber sacado nada en limpio, y se dirigían a las casas más cercanas a la colina. No se daban ninguna prisa, con aquel tiempo tan bueno. Disfrutaban de estar fuera de la ciudad y pasear al sol y de charlar con los propietarios, extrañados por la visita de la policía a una hora tan temprana. Algunos conocían ya la noticia del hallazgo de huesos en la colina. Para otros era algo completamente nuevo.