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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (55 page)

BOOK: Sortilegio
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La mujer sonrió, mostrando una impresionante ausencia de dientes.

—Dejadlo aquí —dijo—. A él ya no le importará, ¿verdad? Enterradlo.

Miró amorosamente a su hijo más pequeño, que iba desnudo, muy sucio y con el pelo lleno de hojas.

—¿A
ti
qué te parece? —le preguntó.

El niño se sacó el pulgar de la boca y gritó:

—¡Enterradlo!

Cántico que inmediatamente fue seguido por todos los demás niños.

—¡Enterradlo! ¡Enterradlo! —
gritaban; y al instante uno de ellos cayó de rodillas y se puso a excavar la tierra como un perro callejero en busca de un hueso.

—Seguramente habrá que cumplir ciertas formalidades —dijo Cal.

—Entonces..., ¿tú eres un Cuco? —le preguntó una de las madres.

—Sí.

—¿Y
él también? —dijo apuntando hacia Jerichau.

—No —repuso Suzanna—. Él era un Babu; y un gran amigo.

Todos los niños se habían puesto ya a excavar, riendo sin parar y arrojándose puñados de tierra unos a otros mientras trabajaban.

—Me parece que estaba preparado para morir —le dijo la mujer a Suzanna—. A juzgar por la expresión que tiene.

—Lo estaba —dijo Suzanna en un susurro.

—En ese caso deberíais enterrarlo bajo tierra y acabar con esto de una vez —fue la respuesta de la mujer—. No son más que huesos.

Al oír aquello Cal hizo una mueca de desagrado, pero Suzanna pareció conmovida por las palabras de la mujer.

—Ya lo sé —dijo—. Y bien que lo sé.

—Los niños os ayudarán a excavar un agujero. Les gusta cavar.

—¿Estará bien eso? —quiso saber Cal.

—Sí —respondió Suzanna con una súbita seguridad—. Sí que lo es.

Y ella y Cal se pusieron de rodillas junto a los niños y empezaron a cavar.

No resultó un trabajo fácil. La tierra era dura y húmeda; pronto los dos se encontraron totalmente embadurnados de barro. Pero el puro sudor, y el hecho de es forzarse luchando con la tierra bajo la cual iban a colocar el cuerpo de Jerichau, convirtieron la tarea en un esfuerzo saludable y extrañamente compensatorio. Les llevó mucho rato, durante el cual las mujeres estuvieron mirando, supervisando a los niños y compartiendo una pipa de tabaco picante.

Mientras trabajaban, Cal se puso a meditar sobre cuántas veces la Fuga y su gente habían confundido sus esperanzas. Y helos allí, de rodillas, cavando una tumba con una piara de mocosos: no era para eso para lo que le habían preparado sus sueños de encontrarse en aquel lugar. Pero, a su manera, aquello resultaba más real de lo que él se hubiera atrevido nunca a esperar; tierra bajo las uñas y un crío de nariz mocosa a su lado comiéndose alegremente un gusano. Nada de sueño, más bien un despertar.

Cuando el agujero fue lo bastante profundo para que Jerichau cupiera decentemente en él, se pusieron a trasladar el cuerpo. Y en este punto Cal ya no pudo aguantar la intromisión de los niños. Cuando los pequeños se disponían a ayudarles a levantar el cuerpo, les dijo que se apartasen.

—Déjalos que ayuden —le reprendió una de las mujeres—. Se están divirtiendo.

Cal miró la fila de niños, que a aquellas alturas eran ya como personas de barro. Estaba claro que rabiaban por hacer de portadores del paño mortuorio; todos menos el que se comía los gusanos, que seguía sentado al borde de la tumba balanceando los pies dentro del agujero.

—Éste no es un asunto para crios —repuso Cal. Le repelía débilmente la indiferencia de las madres hacia las morbosidades de sus retoños.

—¿Ah, no? —le contradijo una de las mujeres rellenando la pipa por enésima vez—. Tú sabes más de esto que ellos, ¿no es eso?

Cal la miró atentamente.

—Venga —le desafió la mujer—. Diles lo que tú sabes.

—Nada —concedió Cal de mala gana.

—Entonces, ¿qué hay que temer? —inquinó ella suavemente—. Si no hay nada que temer, ¿por qué no dejarles jugar?

—Puede que tenga razón, Cal —le dijo Suzanna poniendo una mano en la de él—. Y creo que a Jerichau le gustaría. Nunca estuvo a favor de las solemnidades.

Cal no quedó muy convencido, pero no era aquél el momento para ponerse a discutir. Se encogió de hombros, y los niños prestaron aquellas pequeñas manos que tenían para ayudar en la tarea de levantar el cuerpo de Jerichau y depositarlo en la tumba. Resultó que demostraron una dulce ternura en el acto, una ternura sin contaminar por formalidades ni costumbres. Una de las niñas le sacudió al muerto un poco de tierra de la cara con una caricia tan suave como una pluma mientras sus hermanos le ponían derechos los brazos y las piernas en aquel lecho de tierra. Luego se retiraron sin pronunciar palabra, dejando que Suzanna depositara un beso en los labios de Jerichau. Sólo entonces, precisamente en el último momento, la muchacha dejó escapar un pequeño sollozo.

Cal cogió un puñado de tierra y lo arrojó dentro de la tumba. Al ver aquello los niños siguieron su ejemplo y empezaron a cubrir de tierra todo el cuerpo. Pronto estuvo hecho. Hasta las madres se acercaron a la tumba y echaron en ella un puñado de tierra, como un gesto de despedida a aquel compañero a quien sólo habían conocido como objeto de discusión.

Cal pensó en el funeral de Brendan, en el ataúd transportado entre cortinas descoloridas mientras un pálido y joven cura entonaba un manido himno. Aquél era un final mejor, sin duda, y las sonrisas de los niños habían sido, a su manera, más apropiadas que todas las plegarias y pláticas.

Cuando todo hubo acabado, Suzanna encontró unas palabras para darles las gracias a los enterradores y a sus madres.

—Después de tanto cavar —le dijo la mayor de las niñas—, lo único que espero es que crezca.

—Crecerá —le aseguró su madre sin el menor signo de condescendencia—. Siempre lo hacen.

Tras aquel inverosímil comentario, Cal y Suzanna continuaron su camino en dirección a la Casa de Capra. Donde, aunque ellos estaban lejos de saberlo, las moscas pronto se estarían dando un festín.

III. EL CABALLO SIN ARNÉS
1

Hacía ya mucho tiempo que Norris, el billonario de las Hamburguesas, había olvidado por completo lo que era sentirse tratado como un hombre. Shadwell le daba otros usos. Primero, desde luego, durante el primer despertar de la Fuga, lo había utilizado de caballo. Luego, cuando hombre y montura regresaron al Reino y Shadwell adoptó el manto del Profeta, lo había usado de escabel, catador de comida y bufón, teniéndolo sometido hasta para el más mínimo y humillante capricho que se le ocurriera. Norris no había opuesto resistencia alguna ante todo aquello. Mientras estuviera bajo el poder de los encantamientos de la chaqueta de Shadwell, se hallaba completamente muerto para su propia persona.

Pero aquella noche Shadwell se encontró con que ya se había cansado de la criatura. Tenía nuevos vasallos por todas partes, y maltratar a aquel en otro tiempo plutócrata se había convertido en una broma cansina. Antes del proceso de la destejedura había abandonado a Norris a las crueles intenciones de su Élite a fin de que les hiciera de lacayo. Tal crueldad no era nada, sin embargo, comparada con esta otra: le había retirado el espejismo con el que había ganado la esclavitud de Norris.

Norris no era un hombre estúpido. Cuando se le hubo pasado la impresión que le causó despertarse y encontrarse magullado de pies a cabeza, recompuso pronto las piezas de su historia reciente. No podía saber cuánto tiempo había pasado desde el momento en que cayera en el truco de Shadwell (lo habían declarado muerto en su ciudad natal de Texas, y su mujer ya se había casado con un hermano del propio Norris), y tampoco conseguía recordar más que vagamente las incomodidades y abusos que se habían amontonado sobre él durante aquel período de servidumbre. Pero estaba completamente seguro de dos cosas. Una, que era Shadwell quien lo había reducido a su actual estado de miseria; y dos, que Shadwell tendría que pagar por aquel privilegio.

La primera tarea que debía llevar a cabo era escapar de sus nuevos amos, lo cual, durante el espectáculo del proceso de destejedura, consiguió hacer con bastante facilidad. Ni siquiera se dieron cuenta de que se había escabullido. El segundo objetivo era encontrar al Vendedor, y la mejor manera de hacerlo, razonó Norris, sería con la ayuda de cualquier fuerza policial con la que aquel peculiar país contase. Y a tal fin se acercó al primer grupo de Videntes con el que se cruzó y les exigió que le llevaran a presencia de alguien que tuviera autoridad. Por lo visto sus exigencias no impresionaron a aquella gente, pero sí suscitaron cierto recelo. Lo llamaron Cuco, cosa de la que él no hizo mucho caso, y luego lo acusaron de ser un intruso. Una de las mujeres incluso llegó a sugerir que cabía dentro de lo posible que fuese un espía, y que por ello debían llevarlo sin pérdida de tiempo ante alguien con autoridad, lo cual le recordó a Norris que precisamente eso era lo que él había solicitado desde el principio.

2

Y así fue como, poco rato después, el desechado caballo de Shadwell fue conducido hasta la Casa de Capra, que era a aquella hora el centro de un considerable alboroto. El Profeta había llegado a la casa media hora antes, al final de su marcha triunfal, pero los Consejeros se habían negado a darle acceso al terreno sagrado hasta que hubieran debatido si tal cosa era ética.

El Profeta se declaró dispuesto a acceder a aquella cautela metafísica (al fin y al cabo, ¿no hablaba Capra por boca suya? Comprendía perfectamente la delicadeza de aquella cuestión), de manera que decidió quedarse esperando tras las ventanas negras de su automóvil hasta que los Consejeros hubieran resuelto el asunto.

Se había congregado una gran multitud, ansiosa por ver al Profeta en carne y hueso, que quedó fascinada por los coches. Flotaba un aire de inocente excitación. Los recaderos transportaban mensajes arriba y abajo entre los ocupantes de la Casa y el jefe del convoy que esperaba afuera, hasta que por fin se anunció que, en efecto, al Profeta se le concedía el acceso a la Casa de Capra en el buen entendimiento de que entrase en ella descalzo y solo. A esto, aparentemente, accedió el Profeta, porque sólo unos minutos después de aquel anuncio la puerta del coche se abría y el gran hombre salió, con los pies desnudos, y se aproximó al umbral. El enjambre de gente empujaba hacia delante para ver mejor... a aquel Salvador que los había llevado a lugar seguro.

Norris, que se encontraba en la parte trasera de aquella multitud, sólo consiguió vislumbrar la figura, pero no distinguió ningún rasgo de la cara de aquel hombre. Pero sí vio lo suficientemente bien la chaqueta, y la reconoció al instante. Era la misma prenda con la cual el Vendedor había conseguido engañarle. ¿Cómo podría olvidarse de aquella tela iridiscente? Era la chaqueta de Shadwell. Por lo tanto el que la llevaba puesta era Shadwell.

La vista de la chaqueta le trajo otra vez el eco de las humillaciones a que había estado sometido a manos de Shadwell. Recordó los puntapiés y las injurias; recordó el desprecio. Lleno de justa furia, se zafó del hombre que lo tenía sujeto y se abrió paso entre los apretados espectadores hacia la puerta de la Casa de Capra.

En la parte delantera de la multitud vislumbró la chaqueta y al hombre que la llevaba puesta, que en aquellos momentos entraba en el edificio. Hizo lo imposible por seguirlo, pero un guarda que había en la puerta le impidió la entrada. Le empujó hacia atrás mientras la multitud se reía y le aplaudía la gracia; idiotas es lo que eran.

—¡Lo conozco! —
comenzó a gritar mientras Shadwell se perdía de vista—.
¡Yo lo conozco!

Se puso en pie y echó a correr hacia la puerta por segunda vez, pero dio la vuelta alejándose en el último momento. El guarda mordió el anzuelo y decidió perseguirlo, adentrándose entre la multitud. La vida de Norris como lacayo le había enseñado algo de estrategia; logró esquivar al guarda y se zambulló de nuevo hacia la ahora desprotegida entrada, arrojándose por encima del umbral antes de que su perseguidor pudiera atraparlo.

—¡Shadwell! —
gritó Norris.

En la cámara de la Casa de Capra el Profeta se quedó petrificado a mitad de aquella perogrullada. Las palabras que había estado pronunciando eran todo conciliación, todo comprensión, pero ni el más ciego de la asamblea hubiera dejado de advertir la chispa de enojo que cruzó por los ojos del pacificador al oír pronunciar aquel nombre.

—¡Shadwell!

El Profeta se volvió hacia la puerta. Detrás de él oyó a los Consejeros hacer algunos comentarios entre susurros. Luego se produjo un alboroto en el pasillo, junto a la puerta de la cámara; instantes después la puerta se abrió violentamente y por ella apareció Norris gritando su nombre.

El caballo titubeó unos instantes al ponerle los ojos encima al Profeta. Shadwell advirtió la duda. Aquélla no era la cara que Norris había esperado ver. Quizá pudiera escapar todavía sin echar a perder la mascarada.

—¿Shadwell? —dijo dirigiéndose a Norris—. Me temo que no conozco a nadie llamado así. —Se volvió hacia los Consejeros—. ¿Conocéis a este caballero? —inquirió.

Los Consejeros lo miraron con manifiesto recelo, especialmente un anciano que se hallaba en el centro del grupo y que no le había quitado los tristes ojos de encima al Profeta desde el momento en que Shadwell entrara en aquel tugurio. Y ahora, maldición, el cáncer de la duda ya había empezado a extenderse.

—La chaqueta... —dijo Norris.

—¿Quién es este hombre? —exigió el Profeta—. ¿Quiere alguien hacer el favor de obligarlo a salir de aquí? —Trató de usar un tono bromista—. Me parece que está un poco loco.

Nadie se movió, nadie excepto el caballo. Norris avanzó hacia el Profeta, gritando.

—¡Yo sé lo que me hiciste a mí! —le dijo—. No creas que no lo sé. Pero voy a demandarte hasta dejarte pelado el trasero, Shadwell. O quien demonios seas.

Se oyó más alboroto en la puerta principal, y, al levantar brevemente la mirada, Shadwell vio a dos de los mejores hombres de Hobart que apartaban de un golpe al guarda y venían en su ayuda. Abrió la boca para decirles que podía manejar perfectamente la situación él solo, pero antes de que las palabras salieran de sus labios, Norris, con la cara llena de furia, se le abalanzó.

La Élite del Profeta tenía órdenes estrictas para circunstancias como aquélla. Nadie, lo que se dice
nadie
, tenía que llegar a ponerle las manos encima a su bienamado líder. Y por ello, y sin vacilar ni siquiera un segundo, los dos hombres sacaron las pistolas de las fundas y mataron a Norris allí mismo, a tiros.

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