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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (28 page)

BOOK: Superviviente
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—Aquella noche abandoné la colonia y no volví jamás —dice Adam.

Recuerdo que me sentía apreciado y atendido.

—No teníamos ningún caballo. Las pocas gallinas y cerdos que pudiésemos tener eran una tapadera —dice Adam—. Tú estabas siempre en la escuela. Sólo recuerdas lo que te enseñaron que era la vida en el Credo hace cien años. Coño, hace un siglo todo el mundo tenía caballos.

Recuerdo sentirme feliz y entre iguales.

Adam dice:

—No había negros en el Credo. Los ancianos de la Iglesia eran un hatajo de esclavistas blancos racistas y sexistas.

Recuerdo que me sentía a salvo.

Adam me dice:

—Todo lo que recuerdas es falso.

Recuerdo que me sentía apreciado y querido.

—Lo que recuerdas es una mentira —dice Adam—. Te criaron, te adiestraron y te vendieron.

Y a él no.

No, Adam Branson era un primogénito. Tres minutos marcaron la diferencia. Él sería el dueño de todo. De los graneros, de los pollos y de los corderos. De la paz y la seguridad. Él heredaría el futuro, y yo sería un misionero del trabajo, cortando césped tras césped, trabajando sin parar.

La noche de Nebraska y la carretera pasan raudas y cálidas a nuestro alrededor. Con un buen empujón, me digo, podría sacar a Adam Branson de mi vida de una vez por todas.

—Casi no había nada que comiésemos que no llegase del mundo exterior —dice Adam—. Yo heredé una granja para criar y vender a mis hijos.

Adam dice:

—Ni siquiera reciclábamos.

¿Por eso llamó al sheriff!

—No espero que lo entiendas —dice Adam—. Sigues siendo el crío de ocho años sentado en la escuela, en la iglesia, que se cree todo lo que le cuentan. Recuerdas las imágenes de los libros. Tenían planeado cómo ibas a vivir toda tu vida. Sigues dormido.

¿Y Adam Branson está despierto?

—Me desperté la noche en que hice la llamada. Aquella noche hice algo que no podía deshacerse —dice Adam.

Y ahora están todos muertos.

—Todos excepto tú y yo.

Y lo único que me queda por hacer es suicidarme.

—Has sido adiestrado para ello —dice Adam—. Ésa sería la actitud paradigmática de un esclavo.

¿Qué tengo entonces que hacer para que mi vida sea diferente?

—La única forma de que descubras tu propia identidad es hacer aquello contra lo que más te adiestraron los ancianos —dice Adam—. Tienes que cometer la mayor transgresión. El peor pecado. Dar la espalda a la doctrina de la Iglesia.

—Incluso el jardín del Edén era una jaula dorada —dice Adam—. Serás un esclavo el resto de tu vida hasta que muerdas la manzana.

Me la he comido entera. Lo he hecho todo. He salido en la tele para denunciar a la Iglesia. He blasfemado ante millones de personas. He mentido y robado y matado, si contamos a Trevor Hollis. He mancillado mi cuerpo con drogas. He destruido la colonia de la Iglesia del Credo. He trabajado cada domingo de los últimos diez años.

Adam dice:

—Aún eres virgen.

De un buen salto, me digo, mis problemas se acabarían para siempre.

—Ya sabes, echar un casquete. Un feliciano. Un caliqueño. Meterla en adobo. Pegar un polvo. Meter la churra en caliente. Darle gusto al calvo. Pillar cacho. Tirarte a una pava —dice Adam.

»Deja de intentar arreglar tu vida. Enfréntate a tu gran problema —me dice Adam.

»Hermanito —dice Adam—, tenemos que conseguir que folles.

9

La colonia de la Iglesia del Credo ocupa veinte mil quinientos sesenta acres, casi la totalidad del valle en la cabecera del río Fleming, al noroeste de Grand Island, en Nebraska. Hay cuatro horas de coche desde Grand Island. Desde Sioux Falls son nueve horas.

Hasta aquí, lo que sé es cierto.

Aún dudo acerca de lo que Adam contó respecto al resto. Adam me dijo que el primer paso que dan la mayoría de las culturas para hacer de ti un esclavo es castrarte. Eunucos, se llaman. En vez de eso, otras culturas procuran que no disfrutes el sexo. Cortan partes. Partes del clítoris, como lo llama Adam. O el prepucio. Así, con tus partes más sensibles, las partes con las que más disfrutas..., pues cada vez sientes menos con esas partes.

Ésa es la idea, me dice Adam. Pasamos el resto de la noche viajando hacia el oeste, alejándonos del sol naciente, intentando distanciarnos de él, intentando no ver lo que nos ha de mostrar cuando lleguemos a casa.

En el salpicadero del coche hay pegada una estatuilla de quince centímetros de un hombre vestido con traje típico del Credo: pantalones anchos, chaqueta de lana, sombrero. Sus ojos son de plástico fosforescente. Junta las manos en oración, y las levanta tanto que parece ir a tirarse de cabeza desde el salpicadero hacia el asiento del acompañante.

Fertility le dijo a Adam que buscase un Chevy verde último modelo a unas dos manzanas de la parada de camiones de Grand Island. Le dijo que las llaves estarían puestas y que el depósito estaría lleno. Después de dejar la casa Castile nos llevó cinco minutos encontrar el coche.

Adam mira la estatuilla del salpicadero que hay frente a él y pregunta:

—¿Qué demonios se supone que es eso?

Se supone que soy yo.

—No se parece en nada a ti.

Se supone que es muy devoto.

—Parece un diablo —dice Adam.

Yo conduzco.

Adam habla.

Adam dice que las culturas que no te castran para hacer de ti un esclavo castran al menos tu mente. Hacen que el sexo sea tan sucio y desagradable y peligroso, que no importa que sepas lo bien que estaría tener relaciones sexuales: no las tienes.

Así funcionan la mayoría de religiones del mundo exterior, dice Adam. Así funcionaba el Credo.

No es que quiera oírle, pero cuando intento encender la radio, las presintonías están ocupadas por estaciones religiosas. Música coral. Predicadores del Evangelio que me dicen que soy malo y pecador. En una emisora suena una voz familiar, el
Servicio radiofónico de Tender Branson
. Uno de los mil programas que grabé en un estudio ni me acuerdo dónde.

En la radio, digo que los abusos de los ancianos del Credo eran inenarrables.

Adam dice:

—¿Recuerdas lo que hicieron contigo?

En la radio digo que los abusos eran incesantes.

—Cuando eras niño, digo —dice Adam.

Fuera, el sol va prendiendo, entresacando siluetas de la oscuridad.

En la radio, digo que nunca tuvimos ninguna oportunidad ante la forma en que controlaron nuestras mentes. Ninguno de nosotros buscaría el sexo en el mundo exterior. Jamás traicionaríamos a la Iglesia. Pasaríamos toda nuestra vida trabajando.

—Y si no practicas nunca el sexo —dice Adam—, no obtienes nunca la sensación de poder. El sexo es el acto que nos separa de nuestros padres. A los niños de los adultos. La primera rebeldía del adolescente es el sexo.

Y si no lo practicas, dice Adam, nunca creces más allá de lo que te enseñaron tus padres. Si no rompes la regla impuesta contra el sexo, jamás romperás otra regla.

En la radio digo que es difícil para la gente de fuera imaginar hasta qué punto se nos adiestraba.

—La guerra de Vietnam no provocó el lío de los sesenta —dice Adam—. Tampoco las drogas. Bueno, sí, una. La pildora. Por primera vez en la historia, la gente podía hacerlo tanto como quisiesen. Cualquiera podía tener esa clase de poder. A lo largo de la historia, los más poderosos dirigentes han sido maníacos sexuales. Y se pregunta si su apetito sexual viene de su poder, o su ansia de poder se debe a su apetito sexual.

—Y si no deseas sexo —me dice—, ¿deseas poder?

No, me dice.

—Por eso, en vez de elegir a gobernantes decentes, aburridos y de sexualidad reprimida —me dice—, quizás debiésemos escoger al candidato más calentorro y quizá entonces las cosas funcionasen.

Pasamos junto a un cartel en el que se lee: Vertedero sanitario nacional Tender Branson de materiales problemáticos, 10 kilómetros.

—¿Entiendes a lo que me refiero?

El hogar está a unos diez minutos.

Adam dice:

—Tienes que acordarte de lo que sucedió.

No sucedió nada.

En la radio digo que es imposible describir lo terribles que eran los abusos. A los lados de la carretera, cada vez hay más trozos de revistas guarras salidas de camiones descubiertos. Sobre cada árbol se arrollan imágenes frontales de desnudos femeninos. Hombres empapados de lluvia con erecciones violáceas cuelgan desganados de las ramas. Las cajas negras de cintas de vídeo se amontonan sobre la grava de la cuneta. Una muñeca hinchable pinchada está tirada entre los matojos, y el viento hace que nos salude con ambas manos mientras pasamos junto a ella.

—El sexo no es algo terrible y aterrador —dice Adam.

En la radio digo que lo mejor sería dejar el pasado atrás y seguir adelante con mi vida.

Allá delante, hay un punto en el que se acaban los árboles que flanquean la carretera. El sol ya ha salido y nos adelanta, y ante nosotros no se abre sino una tierra baldía.

Pasamos junto a un signo en el que se lee: Bienvenidos al vertedero sanitario nacional Tender Branson de materiales problemáticos.

Y llegamos a casa.

Pasado el cartel, el valle se extiende hacia el horizonte, desierto, contaminado y gris excepto por el amarillo de unas cuantas excavadoras, aparcadas y en silencio por ser hoy domingo.

No hay ni un árbol.

No hay ni un pájaro.

El único elemento destacado está en el centro del valle: un imponente pilón de cemento, una columna cuadrada de hormigón gris que se levanta donde antes estuvo la casa de congregación con todos los creyentes muertos. Hace diez años. Esparcidas por el suelo en todas direcciones hay imágenes de hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres, hombres y mujeres con animales y artilugios.

Adam no dice ni palabra. Por la radio digo que mi vida está ahora llena de amor y alegría.

Por la radio digo que estoy deseando casarme con la mujer escogida para mí en el proyecto Génesis.

Por la radio digo que con ayuda de mis seguidores erradicaré el ansia sexual que se ha apoderado del mundo.

La carretera es larga, y serpentea en su avance desde el borde del valle hacia el pilón de hormigón del centro. A ambos lados del camino se arraciman consoladores y revistas y vaginas de látex y correas de cuero en piras calcinadas, y el humo de las piras forma una sucia niebla asfixiante sobre la carretera.

Ante nosotros, el pilón se hace más y más grande; a veces desaparece tras el humo de la pornografía en llamas, pero siempre reaparece imponente.

Por la radio digo que con la ayuda de Dios desterraré del mundo el deseo sexual. Adam apaga la radio. Adam dice:

—Dejé el valle el día en que supe lo que los ancianos os hacían a los tenders y las biddies.

El humo se asienta sobre la carretera. Entra en el coche y en los pulmones, y es acre y nos quema los ojos.

Las lágrimas corren por mis mejillas y digo que nunca nos hicieron nada.

Adam tose:

—Admítelo.

El pilón reaparece, más cercano.

No hay nada que admitir.

El humo lo oscurece todo.

Y entonces Adam lo dice. Adam dice:

—Os hacían mirar.

No veo nada, pero sigo adelante.

—La noche en que mi esposa tuvo nuestro primer hijo —dice Adam, y el humo dibuja sus lágrimas en negro sobre cada mejilla—, los ancianos recogieron a todos los tenders y las biddies de la colonia y les hicieron mirar. Mi esposa gritó como le habían dicho. Gritó, y los ancianos precavían y razonaban que el precio del sexo era la muerte. Ella gritaba, e hicieron que el parto fuese lo más doloroso posible. Ella gritaba, y el bebé murió. Nuestro hijo. Ella gritó también cuando murió.

Las dos primeras víctimas de la Redención.

Aquella noche, Adam Branson salió a pie de la colonia del Credo y llamó por teléfono.

—Los ancianos os obligaban a mirar cada vez que alguien iba a tener un hijo —dice Adam.

Sólo vamos a cuarenta o cincuenta por hora, pero perdido entre el humo ante nosotros está el gigantesco pilón en recuerdo de la Iglesia.

No puedo decir nada, sólo seguir respirando.

—Y entonces, claro que no deseabais el sexo. Nunca lo desearíais porque cada vez que vuestra madre tenía otro hijo —dice Adam— os obligarían a sentaros a verlo. Porque para vosotros, el sexo es sólo dolor y pecado y la imagen de vuestra madre tirada en cama y chillando.

Y ya está, ya lo ha dicho.

El humo es tan espeso que no veo ni a Adam. Él dice:

—Ahora mismo, el sexo te debe parecer una tortura.

Lo escupe tal que así.
Verdad
, la colonia.

Y en ese instante se abre el humo.

Y nos estrellamos de frente contra la pared de hormigón.

8

Al principio no hay nada más que polvo. Sobre el coche flota una fina nube de talco, mezclada con humo.

El polvo y el humo hacen remolinos en el aire.

Lo único que se oye es el motor, del que gotea algo, el aceite, el anticongelante, la gasolina.

Hasta que Adam empieza a chillar.

El polvo viene de los airbags que nos han protegido en el impacto. Ahora están desinflados y vacíos sobre el salpicadero, y a medida que el talco se asienta, Adam sigue gritando y cogiéndose la cara. La sangre que sale de entre sus dedos es negra contra la fina capa de talco que lo cubre todo. Con una mano se sujeta la cara y con la otra fuerza la puerta y sale a trompicones al yermo.

Entonces lo pierdo entre el humo que nos rodea, y voy dando tumbos sobre cuerpos desnudos, sobre capas de gente en perpetuo fornicio, y grito en su busca.

Chillo su nombre.

No sabría decir en qué dirección ha ido. Chillo su nombre.

Vaya a donde vaya, las revistas me ofrecen «cachondas de ensueño».

«Pollazos celestiales.»

«Peras de enfermeras.»

Sus sollozos salen de todas partes.

Grito:

—¡Adam Branson!

Y no veo más que «aventuras anales masculinas».

Y «las chicas con las chicas».

Y «fiestas bisexuales».

Y detrás de mí, el coche explota.

El pilón de cemento gris está en llamas por un lado, y a la luz de las llamaradas veo a Adam arrodillado a pocos metros, con las manos sobre la cara, sollozante, balanceándose.

La sangre corre por sus manos, por su cara, por toda su frente cubierta de talco, y cuando intento apartarle las manos grita:

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