Superviviente (29 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
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—¡No!

Adam grita:

—¡Éste es mi castigo!

Su grito se troca carcajada y Adam abre las manos para que vea.

Los piececitos de plástico de la estatuilla Tender Branson para el salpicadero sobresalen del pegotón de sangre donde antes estaba su ojo izquierdo.

Adam medio ríe, medio chilla:

—¡Éste es mi castigo!

El resto de la estatuilla está incrustado hasta no sé dónde.

El truco, le digo, está en no ponerse nerviosos.

La manera de arreglar esto es llamar a un médico.

El humazo negro del coche se nos echa encima. Sin coche, los veinte mil acres que nos rodean son demasiado yermos y vastos.

Adam cae de lado y queda tumbado de espaldas, vuelto hacia el cielo, un ojo ciego por la estatuilla y el otro por la sangre. Adam dice:

—No puedes dejarme aquí.

Le digo que no voy a ninguna parte.

Adam dice:

—No dejes que me arresten por genocidio.

Le digo que no fui yo quien fue redimiendo gente derechita al cielo.

Adam respira fuerte y rápido y dice:

—Tendrás que redimirme.

Voy a pedir ayuda.

—¡Tienes que redimirme!

Le buscaré un médico, le digo. Le buscaré un buen abogado. Alegaremos enajenación. Él estaba condicionado por la Iglesia tanto como yo. No hizo más que aquello para lo que le prepararon toda su vida.

—¿Sabes —dice Adam, y traga saliva—, sabes lo que les pasa a los hombres en la cárcel? Ya sabes lo que les pasa. No dejes que me pase a mí.

En una revista cercana dice: «Empollamiento cular».

No pienso redimirle para que vaya al Cielo.

—Pues entonces destroza mi apariencia —dice Adam—. Hazme tan monstruoso que nadie me quiera nunca.

En una revista pone: «Fijación anal».

Y le pregunto: ¿cómo?

—Busca una piedra —dice Adam—. Busca algo sólido bajo toda esta basura. Una piedra. Cava.

Sigue de espaldas, pero Adam tira con las dos manos de la estatuilla, y su aliento se estremece al tirar y girar.

Cavo con ambas manos. Cavo una fosa de gente entrelazada pelvis con pelvis, cara con cara, pelvis con cara, pelvis con culo, y culo con cara.

Cavo un hoyo grande como una fosa antes de dar con el suelo, con el cementerio de la Iglesia del Credo, tierra siniestra, y saco una piedra del tamaño de un puño.

Adam sostiene con una mano la estatuilla recubierta de sangre, más demoníaca que nunca.

Con la otra mano, Adam busca entre el suelo y se lleva una revista abierta a la cara. La revista muestra a una pareja copulando, y desde debajo, Adam dice:

—Cuando encuentres una piedra, dame en la cara cuando yo te diga.

No puedo.

—No te dejaré que me mates —dice Adam.

No le creo.

—Me estarás ayudando a llevar una vida mejor. Está en tu mano —dice Adam desde debajo de la revista—. Si quieres salvar mi vida, haz esto por mí.

Adam dice:

—Si no lo haces, en cuanto vayas a buscar ayuda huiré y me esconderé y me moriré por ahí.

Sopeso la piedra.

Le pregunto si me dirá cuándo parar.

—Te diré cuando tenga suficiente.

¿Lo promete?

—Lo prometo.

Levanto la piedra hasta que su sombra cubre a la pareja que folla sobre la cara de Adam.

Y la dejo caer.

La piedra se hunde un poco.

—¡Otra vez! —dice Adam—. Más fuerte.

Y le vuelvo a dar con la piedra.

Y la piedra se hunde más.

—¡Otra vez!

Y le doy con la piedra.

—¡Otra vez!

Y le doy con la piedra.

La sangre empapa las páginas y llega a poner a la pareja de folladores primero roja y luego violácea.

—¡Otra vez! —dice Adam, las palabras descompuestas, boca y nariz sin forma ya.

Y doy con la roca sobre los brazos y las piernas y las caras de la pareja.

—Otra vez.

Y le doy con la piedra hasta que la piedra se queda roja y pegajosa por la sangre, hasta que la revista se rompe por el centro. Hasta que tengo las manos rojas y pegajosas.

Y paro.

Le digo: ¿Adam?

Intento levantar la revista, pero está tan empapada que se rasga.

La mano que sostenía la estatuilla se relaja y la estatuilla rueda hasta la fosa que cavé para encontrar algo sólido. Le digo:

¿Adam?

El viento empuja el humo sobre nosotros dos.

Una sombra enorme se extiende desde la base del pilón hacia nosotros. Por un instante, apenas toca a Adam. Al siguiente, le cubre por completo.

Señoras y caballeros, pasajeros del vuelo 2039, el tercer motor acaba de apagarse.

Nos queda un solo motor antes de comenzar el descenso terminal.

7

La fría sombra del monumento a la Iglesia del Credo cae sobre mí toda la mañana mientras entierro a Adam Branson.

Voy cavando entre «ojetes hambrientos», entre «travelos complacientes», cavo la tierra del cementerio. Grandes losas talladas con calaveras y sauces están aquí enterradas. Los epitafios ya se los pueden imaginar.

Vivirás en nuestro recuerdo.

Por siempre viva en el cielo.

Padre amado.

Madre querida.

Familia doliente.

Así el Dios que encuentren les conceda el perdón y la paz.

Asistente inepta. Odioso agente. Hermano confuso.

Puede que sea por el Botox o por el efecto conjunto de las drogas o por la falta de sueño o porque el síndrome de pérdida de atención sigue latente, pero no siento nada. Tengo en la boca un regusto amargo. Me aprieto los ganglios del cuello, pero no siento más que desprecio.

Puede que después de que tanta gente se haya ido muriendo a mi alrededor haya desarrollado una facilidad especial para perder a la gente. Un talento natural. Un don.

Igual que la esterilidad de Fertility es la cualificación perfecta para ser madre de alquiler, puede que yo haya desarrollado una ausencia de sentimientos de lo más útil.

Puede que sea sólo el shock, igual que cuando te miras la pierna arrancada y no notas nada al principio.

Pero espero que no.

No quiero que se me pase.

Espero que nunca vuelva a sentir nada.

Porque si se me pasa me va a doler mucho. Me va a doler el resto de mi vida.

Esto no se aprende en ninguna escuela de adiestramiento, pero para evitar que un perro desentierre algo que has enterrado, hay que rociar el hoyo con amoníaco. Para alejar a las hormigas hay que usar bórax.

Para las cucarachas, alumbre.

El aceite de eucalipto aleja a las ratas.

Para limpiar las manchas de sangre de debajo de las uñas, se hunden los dedos en medio limón y se mueven de lado a lado. Luego se enjuagan en agua templada.

Los restos del coche se han calcinado y sólo quedan los asientos humeantes. Apenas una cinta de humo negro se aleja hacia el valle.

Cuando intento levantar el cuerpo de Adam, la pistola cae del bolsillo de su chaqueta. Lo único que se oye es a unas pocas moscas que revolotean sobre la piedra en la que aún está marcada en sangre mi mano.

Lo que queda de la cara de Adam está envuelto en la revista, y mientras lo dejo caer en el hoyo, primero las piernas y luego la cabeza, aparece un taxi avanzando a trancas y barrancas desde el horizonte. En el hoyo sólo cabe Adam de costado y encogido, y arrodillado al borde empiezo a rellenar el hoyo con tierra.

Cuando se me acaba la tierra, empiezo a meter pornografía desvaída, libros obscenos sin lomo, Traci Lord y John Holmes, Kayla Kleevage y Dirk Rambone, vibradores sin pilas, cartas ajadas, condones caducados, rígidos y quebradizos pero sin usar.

Sé cómo se sienten.

Condones acanalados para sensibilidad extra.

Lo último que me hace falta es sensibilidad.

Aquí hay condones recubiertos de un anestésico tópico especiales para actos prolongados. Toma paradoja. No sientes nada, pero follas durante horas.

Me parece a mí que eso es perder la perspectiva. Me gustaría que mi vida estuviese recubierta de un anestésico tópico.

El taxi amarillo rebota entre los socavones y va acercándose. Una persona conduce. Otra va en el asiento trasero.

No sé quién es, pero puedo imaginármelo.

Cojo la pistola e intento guardármela en la chaqueta. El cañón rasga el forro del bolsillo y queda así escondida. No sé si dentro tiene balas.

El taxi se detiene a un tiro de piedra.

Fertility sale y saluda con la mano. Se inclina junto a la ventanilla del conductor y el viento me trae sus palabras:

—Espere, por favor. No será más que un minuto.

Se acerca entonces con los brazos extendidos para mantener el equilibrio y la cabeza gacha para ver cada paso que da sobre las capas resbaladizas y brillantes de revistas usadas.
Orgía de chicos. El Comesemen
.

—Me imaginé que no te iría mal algo de compañía ahora —me dice de lejos.

Busco alrededor un pañuelo o unas bragas para limpiarme la sangre de las manos.

Fertility alza la vista y dice:

—Vaya, la forma que tiene la sombra del monumento del Credo de caer sobre la tumba de Adam es tope simbólica.

Las tres horas que he pasado enterrando a Adam es el tiempo más largo que he estado sin trabajo. Ahora Fertility Hollis está aquí para decirme qué debo hacer. Mi nuevo trabajo es seguirla.

Fertility se vuelve para echar un vistazo sobre el horizonte y dice:

—Esto es del todo el valle de la Muerte. Desde luego, escogiste buen sitio para hundirle la cabeza a tu hermano. Es tan en plan Caín y Abel que no lo aguanto.

He matado a mi hermano.

He matado a su hermano.

Adam Branson.

Trevor Hollis.

No se me puede confiar un hermano si tengo un teléfono o una piedra cerca.

Fertility echa mano de su bolso y me dice:

—¿Quieres un poco de regaliz rojo?

Levanto mis manos bañadas en sangre reseca.

Ella dice:

—Supongo que no.

Se vuelve para mirar al taxi que espera y saluda. De la ventanilla del conductor sale otra mano que saluda también. A mí me dice:

—A ver, en dos palabras. Adam y Trevor casi, casi se mataron solos.

Me dice que Trevor se mató porque en su vida no había sorpresas, no había aventura. Era un enfermo terminal. Estaba enfermo de aburrimiento. El único misterio que le quedaba era la muerte.

Adam quería morir porque sabía que tal y como le habían adiestrado, nunca podría ser otra cosa que miembro del Credo. Adam se cargó a los supervivientes del Credo porque sabía que de una cultura de esclavos no puede nacer una nueva cultura de hombres libres. Igual que Moisés dirigió a las tribus de Israel por el desierto durante una generación, Adam quería que yo sobreviviese, pero no en mi estado mental de esclavitud.

Fertility dice:

—No mataste a mi hermano.

Fertility dice:

—Y tampoco mataste a tu hermano. Lo que hiciste es lo que suele llamarse asistencia al suicida.

Del bolso saca un ramo de flores, flores de verdad, ún ramito de rosas y claveles. Rosas rojas y claveles blancos juntos.

—Mira esto —me dice, y se agacha para dejarlas sobre las revistas bajo las que está enterrado Adam.

—Esto es otro símbolo —dice, agachada aún y mirándome a la cara—. Estas flores se pudrirán en un par de horas. Los pájaros cagarán sobre ellas. El humo de por aquí hará que apesten, y es muy posible que una excavadora les pase por encima mañana, pero ahora mismo son hermosas.

Qué chica tan considerada y encantadora.

—Ya —dice ella—, ya lo sé.

Fertility se incorpora y me DECxcoge por una parte limpia del brazo, una parte no untada de sangre seca y tira de mí hacia el taxi.

—Ya nos pondremos luego serios y circunspectos, cuando no me cueste dinero —dice.

De vuelta hacia el taxi, me cuenta que el país entero está que trina por cómo arruiné la Super Bowl. Ni soñar con coger un avión o un autobús a ninguna parte. En los periódicos me llaman el Anticristo. El genocida del Credo. El valor de los productos Tender Branson se ha disparado, pero por los motivos equivocados. Las principales religiones del mundo, los católicos y los judíos y los baptistas y el resto, andan diciendo: «Os lo advertimos».

Antes de llegar al taxi, escondo mis manos sanguinolentas en los bolsillos. La pistola se acomoda en el dedo del gatillo.

Fertility abre una puerta trasera y me mete dentro. Luego da la vuelta y se mete por el otro lado.

Sonríe al conductor y le dice:

—Pues de vuelta a Grand Island, supongo.

En el taxímetro pone setecientos ochenta dólares.

El conductor me mira por el retrovisor y dice:

—¿Qué pasa, que tu mamá te tiró tu revista favorita para pajearte?

Me dice:

—Este sitio no se acaba nunca. Si perdiste algo, ni sueñes con encontrarlo aquí. Fertility me susurra:

—No dejes que te provoque.

El conductor es un borracho crónico, me susurra. Le piensa pagar con la tarjeta de crédito porque en dos días morirá en un accidente. Nunca llegará a presentar la factura.

A medida que el sol avanza hacia el mediodía, la sombra del pilón de cemento disminuye por momentos.

Le pregunto que qué tal va mi pez.

—Jolín —dice ella—. Tu pez.

El taxi avanza pegando botes hacia el mundo exterior. Ya nada debería dolerme, pero no quiero oír esto.

—Lo siento mucho —dice Fertility—. Tu pez murió. El pez número seiscientos cuarenta y uno.

Le pregunto si sufrió mucho. Fertility dice:

—No creo.

Le pregunto si se olvidó de darle de comer.

—No.

Le pregunto que entonces qué pasó. Fertility dice:

—No lo sé. Un día estaba así, muerto.

No hubo motivo.

No significaba nada.

No era un gran gesto político.

Se murió, punto.

No era más que un puto pez, pero era lo único que tenía. Pez amantísimo.

Y después de todo lo que ha pasado, debería ser fácil de sobrellevar.

Pez amado.

Pero sentado en el asiento trasero del taxi, con la pistola en la mano, las manos en los bolsillos, me echo a llorar.

6

En Grand Island tuvimos un hijo enfermo de lupus para poder quedarnos un par de días en el hogar Ronald McDonald.

Después de eso, nos subimos a media Parkwood Mansión de camino al oeste. No tenía más que cuatro dormitorios, y cada uno durmió en uno, con dos vacíos entremedio.

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