Tarzán en el centro de la Tierra (19 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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“...y en la entrada de esta se veía a un muchacho, un apuesto y frágil mozalbete de unos diez o doce años sobre el que avanzaba un oso enorme” (Ilustración de Frank Frazetta)

Capítulo X
"Dónde solo un verdadero hombre puede ir"

N
o se necesitaba el instinto de Sherlock Holmes para saber que Jana estaba furiosa, y Jason no era tan estúpido como para no comprender la causa de su enfado e irritación, que atribuía a la natural humillación femenina, al verse defraudada la muchacha cuando había pensado que sus encantos habían logrado efectuar la conquista del hombre. Gridley juzgaba a Jana a partir de su experiencia femenina con otras mujeres. Él sabía que era bella, y ella también debía saber que lo era. Jana le había contado que en Zoram muchos hombres la deseaban como compañera, e incluso el mismo Gridley la había salvado de las garras de uno de sus perseguidores, que por conseguirla había llegado a arriesgar su vida. Por eso, Jason pensaba que ella debía sentirse segura del hechizo que ejercían sus encantos, a los que debía juzgar irresistibles, enamorando a todos los hombres. Lo que no acababa de entender era por qué ahora se mostraba furiosa al no haberse rendido Gridley a sus encantos. Los dos se habían compenetrado muy bien, y se sentían alegres y cómodos; de hecho, Gridley no recordaba haber estado nunca antes al lado de ninguna otra mujer junto a la que se hubiera sentido con el ánimo tan dulce, tranquilo y sereno. Así, lamentaba que algo hubiera enturbiado su recién nacida amistad, y por ello pensó que lo mejor era no darse por enterado de la causa de su disgusto y continuar a su lado, hasta que se le pasara el enfado. De todas formas, era lo único que podía hacer, pues no iba a dejar que Jana continuara sola su viaje y sin ninguna protección. Cierto que la muchacha no había sido muy amable al llamarle jalok, que aunque Gridley no sabía lo que significaba, sí sabía que era un insulto muy fuerte en la lengua de las gentes de Pellucidar; pero, en cualquier caso, no iba a hacer caso de ello y esperaría a que pasase la tormenta.

En consecuencia, Gridley fue detrás de la muchacha; sin embargo, apenas había dado una docena de pasos, cuando Jana se revolvió como una tigresa y sacó del cinto su cuchillo de sílice.

—¡Te he dicho que sigas tu camino! —gritó furiosa—. No quiero verte más. Si te obstinas en seguirme, te mataré.

—No puedo dejar que te marches sola, Jana —contestó el americano con voz serena.

—La Flor Roja de Zoram no necesita protección de un hombre como tú —respondió ella con altivez.

—Hemos sido buenos amigos, Jana —insistió él en tono conciliador—. Déjame seguir a tu lado, como antes. Yo no tengo la culpa si...

Entonces vaciló y se calló.

—¡A mí no me importa que no me quieras! —dijo ella entonces—. Pero te odio porque tus ojos mienten. A veces mienten los labios, pero eso no nos hace daño a las mujeres porque ya sabemos que la mentira sale con frecuencia de los labios; pero cuando mienten los ojos, entonces es que también miente el corazón y en ese caso el hombre entero es falso de pies a cabeza. No puedo confiar en ti. No quiero tu amistad. No tengo deseos de volver a verte más ni de que me acompañes. ¡Márchate!

—No lo entiendes, Jana —insistió Jason de nuevo.

—Entiendo que si insistes en acompañarme o en seguirme, te mataré —señaló ella.

—En ese caso, tendrás que matarme, porque de todos modos voy a acompañarte. No puedo dejar que te vayas sola, me odies o no me odies.

Y tras decir esto, el americano avanzó hacia ella.

Jana le esperó firme y decidida, empuñando su cuchillo en la diestra apretada, mirándole con ojos relucientes de furor.

Jason Gridley, con las manos abatidas, avanzó lentamente hacia la muchacha, como si le ofreciera su pecho como blanco para su arma. El cuchillo de sílice relució en el aire, se detuvo un instante sobre la cabeza de Jana, y luego la muchacha, de manera imprevista, se dio la vuelta y emprendió una fuga precipitada en dirección al borde del precipicio.

La salvaje muchacha se alejó velozmente, dejando rápidamente atrás a Jason, al que retrasaban sus ropas, sus armas y las municiones. Gridley la llamó a gritos repetidas veces, pero ella forzaba más su paso. El hombre se sintió herido y humillado, y además lamentaba que su dulce amistad hubiese sido echada a perder de forma tan inesperada y tan estúpida por su parte.

Poco a poco, Jason se iba dando cuenta de que había sido muy feliz junto a Jana, y que la presencia de la hermosa joven le había hecho olvidarse de todas sus inquietudes y preocupaciones. Hasta la suerte y el destino de sus perdidos compañeros se habían borrado por completo de su mente y de su corazón, olvidados ante la responsabilidad que con alegría había aceptado de acompañar a Jana a su país de origen, protegiéndola y amparándola durante el camino.

—¡Demonios, esta vez sí que he hecho el tonto de verdad! —dijo Gridley, sonriendo—. Alguna vez tenía el héroe que encontrarse con una Circe poderosa y vengativa. ¡Jamás encontré otra mujer que me inspirara la mitad del afecto ni una sombra del interés que me produce esta muchacha!

Y mientras se decía esto a sí mismo, suspiró, evocando con tierna emoción los encantos de la linda muchacha salvaje.

Sí, era una muchacha completamente salvaje, como lo probaba aquel cuchillo alzado sobre su cabeza intentando matarle. Pero Jason sonrió al recordar el fin del incidente, que había delatado a Jana como un ser de delicada complejidad femenina. De nuevo suspiró, y reanudó la marcha en pos de la Flor Roja de Zoram.

De vez en cuando la veía aparecer entre los recodos del camino, pero aunque ella no corría ni avanzaba siquiera tan rápidamente como al principio, Jason no era capaz de darle alcance. El temor del americano era que la muchacha se viera de pronto atacada por alguna bestia salvaje y pereciera entre sus garras antes de que él tuviera tiempo de intervenir con su rifle. No obstante, estaba seguro de que, más tarde o más temprano, Jana tendría que detenerse a descansar, y entonces confiaba en alcanzarla y convencerla de que cesara en su enojo y le dejara acompañarla, reanudando su hermosa amistad del principio.

De todas formas, Jana continuaba su avance sin dar muestras de cansancio, mientras el americano jadeaba cada vez más, sintiendo que sus armas y municiones se iban haciendo cada vez más pesadas, hasta el punto de que llegó un momento en que el rifle le pesaba como un cañón de artillería pesada. Decidido a no detenerse, Gridley salvaba colina tras colina y pico tras pico, sintiendo que sus piernas eran algo parecido a un instrumento de tortura que no formaba parte de su cuerpo, que clamaba por un descanso inmediato.

A la tortura de la fatiga se añadía la del hambre y la de la sed, y por ellas, Jason deducía que debía llevar mucho tiempo caminando. De pronto, al llegar a la cima de una de las colinas que estaban atravesando, vio que Jana estaba cerca, detenida al borde de un desfiladero.

Era evidente que dudaba qué dirección seguir. El precipicio le impedía continuar la ruta que hasta ahora había llevado. A la izquierda de la muchacha se extendían las colinas y los llanos que conducían al valle, en dirección opuesta a la que se encontraba Zoram, mientras que si volvía sobre sus pasos, se encontraría con Jason.

La salvaje muchacha buscaba el sitio más adecuado para descender al fondo del abismo, cuando, de repente, vio a Gridley.

—¡Márchate! —gritó, viendo que el americano se acercaba—. ¡Márchate, o me arrojo por aquí de cabeza!

—¡Por favor, Jana! —suplicó él en tono dulce y humilde—. ¡Déjame acompañarte! No te molestaré. Incluso no te hablaré, si así lo deseas; pero déjame acompañarte para defenderte de las bestias.

La muchacha se echó a reír.

—¿Tú, protegerme? —preguntó, con cruel sarcasmo—. ¡Tú desconoces los peligros que existen en Pellucidar! De no llevar ese pequeño bastón que arroja fuego, estarías completamente indefenso y a merced de las más pequeñas fieras que habitan en las Montañas de Thipdars. Aquí hay bestias tan enormes que podrían devorarte a ti y a tus armas de un solo bocado. ¡Vuelve a tu patria, hombre de otro mundo! ¡Vuelve junto a esas frágiles y delicadas mujeres de las que tú mismo me has hablado! ¡Sólo un hombre, un verdadero hombre, puede ir a donde ahora va la Flor Roja de Zoram!

—Prácticamente me has convencido de que soy un inmundo gusano —repuso Gridley con una triste y modesta sonrisa—, pero hasta los gusanos a veces tienen arranques de hombría, y yo ahora voy a acompañarte, Flor Roja de Zoram, hasta que algún monstruo enorme y de ojos saltones del periodo jurásico me arrebate de este valle de lágrimas.

—¡No te entiendo! —dijo Jana de mal humor—; pero si te empeñas en seguirme, morirás. Recuerda lo que te he dicho: ¡sólo un hombre puede ir a donde va ahora la Flor Roja de Zoram!

Y para hacer verdad sus palabras, la muchacha avanzó rápidamente hacia el borde del precipicio, desapareciendo de la vista.

Gridley corrió también hacia el borde del abismo, y entonces pudo ver que Jana estaba descendiendo por el talud cortado a pico, en dirección al fondo de la sima. Jason contuvo el aliento, horrorizado. Parecía increíble que alguien pudiera encontrar un punto de apoyo, o algún sitio al que agarrarse, en aquella pared completamente vertical. Se estremeció, al tiempo que un sudor frío recorría todo su cuerpo.

Poco a poco, lentamente, la muchacha fue descendiendo mientras Gridley, echado de bruces sobre el borde del desfiladero, la miraba en silencio. No se atrevía ni siquiera a hablarla, por temor a distraer su atención. Cuando al cabo de una eternidad Jana llegó al fondo del abismo, Gridley se descubrió temblando como una hoja, y por primera vez fue consciente de la terrible tensión nerviosa que había tenido que sufrir.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Qué maravillosa habilidad, qué valor y qué nervios los de esta muchacha!

Una vez en el fondo del abismo, Jana ni siquiera se dignó a mirar hacia el sitio en el que se hallaba Gridley, sino que emprendió su marcha barranco arriba, buscando sin duda un sitio adecuado para ascender al lado opuesto.

Gridley, contemplando el inmenso abismo, repitió mentalmente las palabras de Jana: “¡sólo un hombre, un verdadero hombre, puede ir a donde ahora va la Flor Roja de Zoram!”

El americano vio desaparecer a la muchacha en un recodo del abismo, y se dijo que, a menos que se atreviese a descender al fondo del desfiladero, nunca más volvería a ver a Jana.

“¡Sólo un verdadero hombre puede ir a donde ahora va la Flor Roja de Zoram!”

Gridley se puso en pie, echándose el rifle a la espalda y asegurándolo con su correa; luego se reafirmó las dos pistolas, y, a continuación, quitándose las botas, las arrojó al fondo del desfiladero. Después, echándose de bruces al suelo, empezó a descender lentamente al fondo del abismo, mientras desde lejos, en un recodo del fondo del abismo, un par de ojos le observaban llenos de terror, de espanto y de asombro.

Los pies de Gridley buscaron a tientas en el talud un punto de apoyo, y después descendió unas pulgadas.

Lejos, los ojos de Jana, luego de haber expresado el escepticismo y la sorna, reflejaban ahora el terror, sin poder apartarse ni un instante de Gridley.

“¡Sólo un verdadero hombre puede ir a donde ahora va la Flor Roja de Zoram!”

Cuidadosamente, con inmensa cautela, Jason fue buscando en el talud todos los puntos posibles de apoyo para sus pies, y los mejores sitios para clavar sus dedos, conteniendo el aliento a cada instante, temeroso de perder el precario equilibrio. Hambre, sed y fatiga, habían sido ya olvidadas. Todos sus nervios y sus músculos estaban en tensión intentando realizar aquella proeza.

Suspendido en el abismo, el americano no se atrevía ni a mirar hacia abajo, ni siquiera tenía idea de la distancia que había descendido. Tan imposible le parecía llegar a realizar aquella hazaña, que Jason no creyó llegar a terminarla nunca. Cada vez que sus manos o sus pies encontraban un punto de apoyo, le parecía éste más débil y precario, hasta que llegó a un sitio donde le faltó completamente. No podía moverse ni a la derecha ni a la izquierda, ni tampoco podía descender.

Sin embargo, no pensaba darse por vencido. Sosteniéndose firmemente en el último soporte encontrado por sus pies, soltó sus manos y buscó un sitio al que aferrarse. Lo encontró: unos pequeños salientes en la pared de granito. Agarrándose a ellos, quedó suspendido en el abismo, alargando su cuerpo cuanto pudo y palpando con los dedos de sus pies, que ya sangraban, el talud, en busca de nuevos apoyos.

Suspendido de aquel modo en el vacío, Gridley se reprochó no haberse aligerado antes de descender de sus armas y municiones, ya que, a causa de su peso, no podría permanecer suspendido de aquella pared mucho más tiempo, y cuando sus manos, perdidas por completo sus fuerzas, se soltasen y él se viera arrastrado al abismo, la última y débil esperanza de volver a ver a la Flor Roja de Zoram desaparecería para siempre. Es muy notable y digno de destacar que, en aquel momento de claro peligro, suspendido sobre la eternidad, no surgieron en su mente ni los recuerdos ni las imágenes de Cynthia Furnois ni de Bárbara Green.

Sintió como sus dedos perdían fuerza y comenzaban a escurrirse del saliente al que estaban agarrados. El fin llegó inesperadamente: los dedos de Gridley se escurrieron y el hombre cayó... pero desde una altura de apenas dieciocho pulgadas del fondo del barranco.

Al encontrarse sobre aquel firme terreno rocoso, Gridley no se podía ni explicar su buena suerte. Miró al suelo, y sólo entonces pudo cerciorarse de que, en efecto, había llegado al fondo del barranco. Sus rodillas se le empezaban a doblar, incapaces de sostenerle más. A lo lejos, en la cima del desfiladero, una muchacha que había presenciado su hazaña, rompió a llorar.

A escasa distancia del sitio por el que había bajado discurría un torrente sonoro y cantarín, formando un arroyuelo que se deslizaba barranco abajo. Cuando Jason se hubo tranquilizado un poco y recobrado sus botas, se acercó en busca del agua reparadora. Allí sació su sed y lavó sus ensangrentados pies, curándoselos como mejor pudo, y vendándoselos luego con tiras hechas de su pañuelo. Después de calzarse las botas reanudó su marcha, barranco arriba, en busca de Jana.

 En lo alto, por encima de la cordillera, de pronto distinguió Jason unas negras nubes. Eran las primeras nubes que veía en Pellucidar, pero sólo por esta razón le parecieron destacables. Desde luego presagiaban lluvia, pero ni por asomo sospechó Gridley las catastróficas proporciones de la amenaza que se cernía sobre él.

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