Laurence pensaba que no iba a ser capaz de probar bocado, pero al ver la cena servida descubrió que, a pesar de todo, tenía hambre. Se había estado alimentando sin ganas por comer a horas intempestivas y porque la pensión barata donde se alojaba tenía una cocina muy mediocre; de hecho, la había elegido porque se hallaba cerca de la base donde retenían a Temerario. Ahora comió sin parar, mientras Roland llevaba el peso de la conversación prácticamente sola y le distraía con chismorreos y anécdotas de la Fuerza Aérea.
—Desde luego, he sentido mucho perder a Lloyd. Pretenden asignarlo al huevo de Ninfálida que está endureciéndose en Loch Laggan —le contó, refiriéndose a su primer teniente.
—Creo que le vi allí —dijo Laurence, animándose un poco y levantando la cabeza del plato—. ¿Ese huevo es de Obversaria?
—Sí, y tenemos grandes esperanzas depositadas en él —respondió Roland—. Lloyd estaba encantado, claro, y yo me alegro mucho por él, pero no es fácil acostumbrarse a un teniente primero nuevo después de cinco años, y además la tripulación y el propio Excidium no dejan de murmurar que si Lloyd hacía las cosas así o que si las hacía asá. Pero Sanders es un tipo responsable y tiene buen corazón. Le trasladaron de Gibraltar cuando Granby rechazó el puesto.
—¿Cómo? ¿Que lo ha rechazado? —exclamó Laurence, consternado. Granby era su teniente primero—. Espero que no haya sido por mi culpa.
—Oh, Dios mío, ¿no lo sabías? —dijo Roland, no menos disgustada—. Granby me lo explicó perfectamente y me dio las gracias, pero dijo que prefería no cambiar de dragón. Yo estaba convencida de que te había consultado a ti, y pensé que a lo mejor le habías dado algún motivo para albergar esperanzas.
—No —respondió Laurence con un hilo de voz—. Es muy probable que John acabe no teniendo puesto en ningún dragón. Lamento mucho enterarme de que ha dejado escapar una oportunidad tan buena.
Aquella negativa no debía de haberle hecho a Granby ningún bien para su carrera en la Fuerza Aérea: un hombre que rechazaba algo así no podía esperar recibir otra oferta a corto plazo, y pronto Laurence no tendría ninguna influencia para ayudarle.
—Vaya, siento mucho haberte dado más motivos para disgustarte —dijo Roland pasado un momento—. El almirante Lenton aún no ha disgregado a tu tripulación, al menos en su mayor parte. Sólo le ha dado unos cuantos a Berkley porque ahora anda muy corto de personal. Estábamos todos convencidos de que Maximus había alcanzado su tamaño definitivo, pero poco después de que te llamaran nos demostró que estábamos equivocados. Hasta ahora ha crecido otros cinco metros de largo.
Roland añadió esto último para aligerar de nuevo el tono de la conversación, pero ya era inútil. Laurence descubrió que se le había cerrado el estómago y dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, que aún estaba medio lleno.
Roland descorrió las cortinas. En el exterior estaba oscureciendo.
—¿Te apetece ir a un concierto?
—Me encantará acompañarte —respondió él de forma mecánica.
Roland meneó la cabeza.
—No, no importa. Ya veo que no es buena idea. Ven a la cama entonces, mi querido camarada. Es absurdo que te quedes ahí sentado masticando tu depresión.
Apagaron las velas y se acostaron juntos.
—No tengo ni idea de qué hacer —dijo Laurence con voz queda. El amparo de la oscuridad hacía que fuera más fácil confesarse—. He llamado villano a Barham, y no puedo perdonarle que me haya pedido que engañe a Temerario: eso no es digno de un caballero. Pero la verdad es que él no es así. De haberle quedado otra opción, no me lo habría pedido.
—Me pone enferma que no dejen de hacerle reverencias a ese príncipe extranjero —Roland se incorporó y apoyó el codo en los almohadones—. Cuando era guardiadragón, estuve una vez en el puerto de Cantón, en un buque de transporte que volvía de la India. Los juncos chinos no parecen capaces de resistir un chaparrón, y mucho menos una galerna. Aunque estuvieran dispuestos a declararnos la guerra, no pueden hacer que sus dragones sobrevuelen el océano sin hacer descansos.
—Eso mismo pensé yo cuando me enteré de toda esta historia —coincidió Laurence—, pero no necesitan sobrevolar el océano para acabar con el comercio con China y, si les apetece, arruinar nuestro tráfico marítimo con la India. Además, los chinos comparten frontera con Rusia. Si atacan la frontera oriental del zar, eso significará el final de la alianza contra Bonaparte.
—Hasta ahora los rusos no han hecho gran cosa por nosotros en la guerra, y el dinero es una excusa lamentable para comportarse como canallas, se trate de hombres o de naciones —dijo Roland—. El Estado ya se ha visto corto de fondos en otras ocasiones, y aun así hemos salido adelante y hasta le hemos puesto un ojo morado a Bonaparte. En cualquier caso, no puedo perdonarles por apartarte de Temerario. Supongo que Barham aún no te ha permitido verle.
—No, y de eso hace ya dos semanas. En la base hay un tipo bastante decente que me manda recados de parte de Temerario y que me ha dicho que está comiendo bien, pero no me atrevo a pedirle que me deje entrar: nos someterían a los dos a un consejo de guerra. Aunque, la verdad, no sé si eso me detendría ahora.
Un año antes no se habría imaginado capaz de decir algo así. Ahora tampoco le gustaba pensarlo, pero la sinceridad había puesto esas palabras en su boca. Roland no puso el grito en el cielo al oírle, pero, al fin y al cabo, ella también era aviadora. La mujer extendió una mano para acariciarle la mejilla y le estrechó contra su cuerpo para ofrecerle todo el consuelo que pudiera hallar entre sus brazos.
Laurence se incorporó en la habitación a oscuras, desvelado. Roland ya se había levantado de la cama. En la puerta había una criada que, entre bostezos, sostenía una vela cuya luz amarilla se colaba en el cuarto. Le dio a Roland un despacho sellado y se quedó allí, observando a Laurence con una mirada de evidente lujuria; él sintió que la culpabilidad hacía enrojecer sus mejillas y miró hacia abajo para asegurarse de que estaba bien tapado bajo la manta.
Roland ya había roto el sello. Después cogió el candelero que sujetaba la chica.
—Esto es para ti. Ahora, vete —dijo entregando un chelín a la doncella. Después, sin más ceremonias, le cerró la puerta en las narices—. Laurence, debo irme enseguida —dijo en voz muy baja, mientras se acercaba a la cama para encender más velas—. Son noticias de Dover: un convoy francés está intentando llegar a Le Havre custodiado por dragones. La flota del Canal va tras ellos, pero hay un Flamme-de-Gloire, y la flota no puede entablar combate si no tiene apoyo aéreo.
—¿De cuántos barcos se compone ese convoy francés? ¿Lo dice? —Laurence ya estaba fuera de la cama poniéndose los pantalones. Un dragón de fuego era uno de los mayores peligros a los que podía enfrentarse un buque, un riesgo terrible aun disponiendo de apoyo aéreo.
—Treinta o más, y sin duda van cargados hasta la cofa con material de guerra —respondió Roland mientras se recogía el pelo en una apretada trenza—. ¿Has visto mi casaca por ahí?
Fuera de la ventana, el cielo empezaba a teñirse de un azul más pálido; pronto las velas no serían necesarias. Laurence encontró la casaca de Roland y le ayudó a ponérsela, mientras parte de su cabeza se dedicaba a calcular qué fuerza tendrían aquellos buques mercantes, qué proporción de la flota habrían asignado para ir en su persecución y cuántos barcos conseguirían eludirla y llegar a puerto seguro: los cañones de Le Havre eran terribles. Las condiciones eran favorables para la huida si el viento no había cambiado desde ayer. Treinta barcos cargados de hierro, cobre, mercurio, pólvora… Después de Trafalgar, Bonaparte tal vez ya no era un peligro por mar, pero en tierra seguía siendo el amo de Europa, y un botín como aquél podía satisfacer sus necesidades de materia prima durante varios meses.
—Dame la capa, ¿quieres? —le pidió Roland, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Los voluminosos pliegues de la capa ocultaban su traje de hombre y la capucha le tapaba la cabeza—. Con esto servirá.
—Espera un momento. Voy contigo —dijo Laurence, poniéndose su propia casaca a toda prisa—. Creo que puedo seros de ayuda. Si Berkley anda corto de tripulación con Maximus, puedo atarme una correa y ayudar por lo menos a derribar a los atacantes que intenten abordarlo. Deja el equipaje y avisa a la doncella. Haremos que envíen el resto de tus cosas a mi pensión.
Recorrieron las calles, que en su mayor parte aún estaban vacías. Los hombres que se dedicaban a recoger excrementos humanos para abono hacían traquetear sus fétidos carromatos, los peones de día empezaban sus rondas para buscar trabajo, las criadas iban al mercado con sus ruidosos zuecos, y el aliento de las cabezas de ganado dibujaba blancas nubecillas de vaho en el aire. Durante la noche había caído una niebla pegajosa y gélida que se clavaba en la piel como agujas de hielo. Al menos, al no haber tanta muchedumbre, Roland no tenía que prestar demasiada atención a su abrigo, lo que significaba que podían avanzar casi a la carrera.
La base de Londres estaba no muy lejos de las oficinas del Almirantazgo, en la orilla derecha del Támesis. Pese a su situación en un lugar tan estratégico, los árboles que la rodeaban estaban viejos y deteriorados: era donde moraban aquellos que no tenían medios para vivir más lejos de los dragones. Incluso había algunas casas abandonadas, salvo por unos cuantos niños flacuchos que se asomaron con ojos suspicaces al oír pasar a extraños. Por los canalones de las calles corría un río de desperdicios líquidos. Las botas de Laurence y Roland rompieron la delgada capa de hielo que cubría su superficie, y el hedor de la porquería los persiguió. Las calles estaban realmente desiertas en esta zona, pero aun así un pesado carretón les salió al paso de entre la niebla, como si tuviera la perversa intención de arrollarlos. Roland tiró del brazo de Laurence y le hizo subir a la acera justo a tiempo de evitar que quedara atrapado bajo las ruedas. El conductor ni siquiera se molestó en frenar su bamboleante avance y desapareció tras la siguiente esquina sin pedir disculpas.
Laurence bajó la vista y contempló desolado sus mejores pantalones, llenos de porquería y salpicaduras negras.
—No importa —le consoló Roland—. En el aire nadie se va a fijar, y a lo mejor el viento arranca la suciedad.
Laurence no se sentía tan optimista, pero ahora mismo no podían hacer nada, así que reanudaron su apresurada caminata.
Las puertas de la base destacaban brillantes sobre el fondo de las calles sórdidas y un cielo matinal no menos deprimente. Eran de hierro forjado, estaban recién pintadas de negro y tenían candados de bronce pulido. Les sorprendió ver allí a dos jóvenes infantes de marina de uniforme rojo que haraganeaban con los mosquetes apoyados en la pared. El centinela que montaba guardia en la puerta se tocó el sombrero para saludar a Roland cuando les dejó pasar, mientras que los infantes la miraron entrecerrando los ojos con cierta perplejidad: la capa había resbalado por sus hombros, descubriendo tanto los triples galones dorados como sus atributos, que no eran en absoluto despreciables.
Con el ceño fruncido, Laurence se interpuso en su línea de visión para bloquearles el panorama.
—Gracias, Patson. ¿Y el correo de Dover? —preguntó al guardia tan pronto como entraron.
—Creo que les está esperando, señor —contestó Patson, apuntando con el pulgar sobre su hombro mientras volvía a cerrar las puertas—. Justo en el primer claro. No les hagan caso —añadió, mirando con gesto severo a los infantes de marina, que parecieron avergonzarse. Eran poco más que unos críos, mientras que Patson era un hombre grande, un antiguo armero cuyo aspecto aún imponía más por el parche del ojo y la quemadura roja que lo rodeaba—. Yo me encargo de ellos, no se preocupen.
—Gracias, Patson. Continúe —dijo Roland, y siguieron su camino—. ¿Qué están haciendo aquí esos dos botarates? Al menos, podemos dar gracias de que no sean oficiales. Aún recuerdo lo que pasó hace doce años cuando un oficial de la Armada descubrió a la capitana St. Germain, que había recibido una herida en Toulon. Se organizó un jaleo de mil demonios, y la cosa estuvo a punto de salir en los periódicos. Fue una historia absurda.
Había sólo una estrecha franja de árboles y edificios rodeando el perímetro de la base para protegerla del aire y de los ruidos de la ciudad. No tardaron en llegar al primer claro, un espacio reducido en el que un dragón de tamaño medio apenas habría tenido sitio para desplegar las alas. El correo les estaba esperando: era un joven Winchester, cuyas alas púrpuras aún no habían adquirido su color de adulto, más oscuro; pero tenía puesto el arnés completo y parecía impaciente por partir.
—Vaya, Hollin —dijo Laurence con voz alegre, estrechando la mano del capitán. Para él era un placer ver de nuevo al jefe de su equipo de tierra, ahora vestido con uniforme de oficial—. ¿Es ése su dragón?
—Sí, señor. Ésta es Elsie —dijo Hollin, con una amplia sonrisa—. Elsie, éste es el capitán Laurence. Ya te he hablado de él, fue quien me ayudó a estar contigo.
La Winchester giró la cabeza y miró a Laurence con ojos que brillaban con interés. Aún no llevaba tres meses fuera del cascarón y era pequeña incluso para su raza, pero su piel estaba tan limpia que brillaba: se la veía muy bien cuidada.
—¿Así que tú eres el capitán de Temerario? Gracias, me gusta mucho estar con mi Hollin —dijo con un ligero gorjeo, y le dio a Hollin un empujón tan afectuoso que casi le derribó.
—Me alegro de haber sido útil para que os conocierais —repuso Laurence, recuperando cierto entusiasmo, aunque sintió una punzada en su interior al acordarse de su dragón. Temerario estaba allí, a menos de quinientos metros, y sin embargo ni tan siquiera podía cruzar un saludo con él. Miró hacia allá, pero los edificios le cortaban la línea de visión: no había ni un centímetro de piel negra a la vista.
Roland le preguntó a Hollin:
—¿Está todo listo? Tenemos que despegar enseguida.
—Sí, señora. Sólo estamos esperando los despachos —dijo Hollin—. Cinco minutos, si les apetece estirar las piernas antes del vuelo.
La tentación era muy fuerte. Laurence tragó saliva, pero la disciplina se impuso. Negarse abiertamente a obedecer una orden deshonrosa era una cosa, y otra bien distinta colarse a hurtadillas para desobedecer otra tan sólo molesta. Además, si lo hacía ahora podía desacreditar a Hollin y a la propia Roland.
—Voy a entrar solo en este barracón para hablar con Jervis —dijo, y se fue a ver al hombre que supervisaba el cuidado de Temerario.