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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (6 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Granby asintió.

—Podemos conseguirlo —dijo, y gateó hacia abajo enseguida para organizar la operación, enganchando y soltando, con la habilidad que da la práctica, los mosquetones en las anillas repartidas a intervalos regulares desde el costado de Temerario hasta las redes de almacenaje que colgaban debajo de su vientre.

El resto de la formación ya estaba en posición cuando Temerario y Maximus subieron a ocupar sus puestos defensivos en la retaguardia. Laurence reparó en que el estandarte de jefe de la formación ondeaba en la espalda de Lily; eso significaba que, durante su ausencia, la capitana Harcourt había recibido al fin el mando. Laurence se alegró de aquel cambio: era difícil para el oficial de banderas tener que vigilar a un dragón en un flanco y a la vez mirar al frente, y los dragones siempre tendían por instinto a seguir al que iba delante sin importarles el orden de preferencia formal. Aun así, no podía dejar de sentirse raro al recibir órdenes de una chica de veinte años. Harcourt era aún una oficial muy joven, que había ascendido a toda prisa porque el huevo de Lily había eclosionado antes de lo esperado. Pero en la Fuerza Aérea la línea de mando tenía que seguir las habilidades de los dragones, y una dragona Largaria que escupía fuego era demasiado rara y valiosa para colocarla en cualquier otro lugar que no fuese el centro de la formación, aunque aquella variedad sólo aceptara mujeres como cuidadoras.

—Señal del almirante: «procedan a la reunión» —leyó Turner, el oficial de banderas. Momentos después apareció la señal «mantener formación unida», y los dragones aceleraron y no tardaron en alcanzar su velocidad de crucero, diecisiete nudos. Para Temerario era un ritmo asequible, pero era lo más que los Tanatores Amarillos y el gigantesco Maximus podían mantener con comodidad durante un rato prolongado.

Pero en esa batalla se habían visto obligados a enviar a todos los dragones disponibles, incluso a los pequeños mensajeros, pues la mayoría de los animales de combate estaban en el sur, en Trafalgar. Hoy, la formación de Excidium y la capitana Roland ocupaba de nuevo su puesto en vanguardia, con diez dragones, el más pequeño de los cuales era un Tanator Amarillo de peso medio, y todos ellos volando en perfecto orden sin un solo aleteo a destiempo, una habilidad desarrollada tras largos años de volar juntos.

La formación de Lily no era tan impresionante por el momento: sólo había seis dragones volando detrás de ella. En el flanco y las posiciones de los extremos volaban bestias más pequeñas y maniobrables, con oficiales más veteranos que podían compensar con más facilidad cualquier error que pudiera cometer Lily con su inexperiencia, o Maximus y Temerario en la línea de retaguardia. Mientras se acercaban, Laurence vio a Sutton, el capitán de Messoria, en el centro de la formación, volverse sobre la espalda de su montura para echar una mirada hacia atrás y cerciorarse de que todo iba bien con los dragones más jóvenes. Laurence levantó una mano en señal de reconocimiento y vio que Berkley hacía lo mismo.

Divisaron las velas del convoy francés y de la flota del Canal mucho antes de que los dragones llegaran a su alcance. La escena que se desarrollaba bajo ellos poseía una especie de cualidad majestuosa: piezas de ajedrez ocupando sus sitios, con las naves inglesas avanzando con gran prisa hacia la gran aglomeración de mercantes franceses, más pequeños. En cada nave se veía un glorioso despliegue de velas blancas, y los colores británicos ondeaban entre ellos. Granby llegó trepando por la cincha del hombro hasta reunirse con Laurence.

—Ahora lo haremos bien, creo.

—Perfecto —respondió Laurence con aire ausente. Tenía la atención puesta en lo que alcanzaba a ver de la flota inglesa, asomándose por encima del hombro de Temerario y a través de su catalejo. La mayoría eran fragatas veloces, con una abigarrada colección de veleros más pequeños y un puñado de buques de sesenta y cuatro y setenta y cuatro cañones. La Armada no iba a arriesgar las naves más grandes de primera y segunda clase contra el dragón de fuego: era demasiado fácil que un solo ataque afortunado contra un navío de tres cubiertas cargado hasta arriba de pólvora lo hiciera estallar, llevándose por delante, de paso, a media docena de barcos menores.

—Todos a sus puestos, señor Harley —ordenó Laurence al tiempo que se enderezaba.

El joven alférez se apresuró a mover al rojo la correa indicadora unida al arnés. Los fusileros apostados en la espalda de Temerario bajaron parcialmente por los costados del dragón mientras preparaban sus armas, a la vez que los demás lomeros se agachaban pistolas en mano.

Excidium y el resto de la formación más numerosa descendieron sobre los barcos británicos para adoptar la posición defensiva, que era más importante, y les dejaron campo abierto a ellos. Cuando Lily incrementó su velocidad, Temerario emitió un sordo gruñido, con un temblor palpable a través de su piel. Laurence dedicó un momento a inclinarse sobre él y apoyar la mano desnuda en el cuello de Temerario. Las palabras no eran necesarias: Laurence sintió que la tensión nerviosa del dragón se aliviaba un poco, y después se enderezó y volvió a ponerse el guante de cuero.

—¡Enemigo a la vista! —el viento les trajo la voz tenue pero aguda y audible del vigía de proa de Lily, y unos segundos después le hizo eco el joven Allen, que estaba apostado cerca de la articulación del ala de Temerario. Un murmullo general corrió entre los hombres y Laurence volvió a usar el catalejo para echar un vistazo.


La Crabe Grande,
creo yo —dijo, y le pasó el telescopio a Granby, con la esperanza interior de no haber pronunciado demasiado mal. Estaba casi seguro de que había identificado correctamente el estilo de la formación, pese a su falta de experiencia en acciones aéreas. Había pocas que estuvieran compuestas por catorce dragones, y la forma era muy característica, con dos tenazas formadas por sendas hileras de dragones más pequeños a ambos lados del grupo de dragones grandes que se apiñaban en el centro.

El Flamme-de-Gloire no era fácil de divisar, ya que había varios dragones de colores parecidos moviéndose como señuelo: un par de Papillon-Noirs a los que habían pintado marcas amarillas sobre las franjas verdes y azules de su piel natural para que desde lejos fueran engañosamente parecidos.

—¡Ja, ya la he visto! Es Accendare. Allí está esa criatura diabólica —dijo Granby, devolviéndole el catalejo y señalando con el dedo—. Le falta una garra en la pata trasera izquierda, y es tuerta del ojo derecho: le metimos una buena dosis de pimienta en la batalla del Glorioso Primero.

—La veo. Señor Harley, pase la voz a todos los vigías. Temerario —le llamó, usando la bocina—, ¿ves a la Flamme-de-Gloire? Es la que vuela bajo y a la derecha, a la que le falta una garra. No ve bien por el ojo derecho.

—¡La veo! —respondió Temerario con vehemencia, volviendo la cabeza ligeramente—. ¿Vamos a atacarla?

—Nuestra misión principal es mantener sus llamas lejos de los buques de la Armada. No la pierdas de vista si puedes —dijo Laurence; Temerario inclinó la cabeza una sola vez en una rápida respuesta y volvió a enderezarla.

Laurence guardó el catalejo en la funda enganchada al arnés. Pronto ya no lo necesitaría más.

—Es mejor que baje, John —dijo Laurence—. Creo que intentarán un abordaje con algunos de los dragones más ligeros que tienen en los bordes.

Mientras tanto, habían estado acortando distancias rápidamente. De repente ya no quedaba más tiempo, y los franceses estaban virando en perfecta armonía sin que ni un solo dragón se saliera de la formación, tan gráciles como una bandada de pájaros. Laurence oyó un silbido bajo detrás de él; había que reconocer que era un espectáculo impresionante, pero frunció el ceño aunque su propio corazón se había acelerado de forma involuntaria.

—No quiero ruidos.

Uno de los Papillon estaba directamente frente a ellos, abriendo las mandíbulas como si fuera a exhalar unas llamaradas que no podía fabricar. Con cierto desapego, Laurence se sintió extrañamente divertido al ver fingir a un dragón. Temerario no podía rugir desde su posición en retaguardia, ya que tenía a Messoria y Lily delante de él, pero no por ello eludió el ataque. En lugar de eso levantó las garras, y cuando ambas formaciones se encontraron y se entremezclaron, él y el Papillon se pararon y colisionaron con una fuerza que hizo sacudirse y soltarse a toda la tripulación.

Laurence se aferró al arnés y consiguió apoyarse de nuevo sobre los pies.

—Agárrese aquí, Allen —dijo, estirándose. El chico estaba colgado de sus mosquetones y agitaba brazos y piernas sin parar, como una tortuga puesta boca arriba. Allen, con la cara pálida y poniéndose verde, consiguió asegurar su posición; como los demás vigías, sólo era un alférez bisoño que apenas tenía doce años, y aún no había aprendido del todo a maniobrar a bordo durante las paradas y sacudidas de la batalla.

Temerario estaba mordiendo y clavando las garras, y batiendo las alas con furor, como si intentara atrapar al Papillon. El dragón francés era más ligero de peso, y resultaba obvio que lo único que quería ahora era liberarse y regresar a su formación.

—¡Mantén la posición! —gritó Laurence. Por el momento, era más importante conservar la formación. De mala gana, Temerario dejó ir al Papillon y enderezó el vuelo.

Abajo, a lo lejos, sonó la primera descarga de los cañones: andanadas de proa de los buques ingleses, que esperaban derribar algunos palos de los mercantes franceses con uno o dos disparos afortunados. No era probable que lo consiguieran, pero pondría a los hombres en la disposición de ánimo adecuada. A sus espaldas sonó un traqueteo y repiqueteo continuo cuando los fusileros recargaron. Todas las partes del arnés que tenía a la vista parecían en buen estado, no había rastro de sangre goteando y Temerario volaba bien. No había tiempo para preguntarle qué tal estaba, pues ya volvían a la carga, con Lily llevándolos de nuevo directos contra la formación enemiga.

Pero esta vez los franceses no ofrecieron resistencia. Por el contrario, los dragones se dispersaron. Al principio Laurence pensó que lo habían hecho a lo loco, pero después percibió lo bien que se habían distribuido. Cuatro de los dragones más pequeños se lanzaron hacia las alturas. El resto se dejó caer unos treinta metros, y de nuevo resultaba difícil distinguir a Accendare de los señuelos.

Ya no había un blanco claro, y con los dragones que tenían encima su propia formación era peligrosamente vulnerable. «Enfrentarse al enemigo más de cerca», flameó la señal en la espalda de Lily, indicándoles que podían dispersarse y combatir por separado. Temerario sabía leer las banderas tan bien como cualquier oficial de señales. Al momento se lanzó en picado contra el señuelo que mostraba arañazos ensangrentados, demasiado ansioso por completar su propio trabajo.

—¡No, Temerario! —le avisó Laurence, que pretendía dirigirlo contra la propia Accendare, pero era demasiado tarde: dos de los dragones menores, ambos de la raza común Pêcheur-Rayé, volaban contra ellos desde ambos lados.

—¡Preparados para repeler el abordaje! —gritó a sus espaldas el teniente Ferris, jefe de los lomeros. Dos de los suboficiales más robustos tomaron posiciones justo detrás de Laurence. Él los miró por encima del hombro y apretó los labios. Aún le dolía estar tan protegido y se sentía como un cobarde escondiéndose detrás de otros, pero ningún dragón estaría dispuesto a combatir con una espada apoyada en la garganta de su capitán, así que tuvo que aguantarse.

Temerario se contentó con un zarpazo más en los hombros del señuelo que huía y se retorció sobre sí mismo, girándose prácticamente en redondo. Sus perseguidores pasaron de largo y tuvieron que dar la vuelta. Con ello ganaron un minuto, más valioso que el oro en aquellos momentos. Laurence echó un vistazo al campo de batalla. Los dragones de combate ligero se movían con rapidez para defenderse de los ingleses, pero los más grandes estaban formando de nuevo en grupo cerrado y se mantenían a la altura del convoy.

Un destello de pólvora bajo ellos le llamó la atención; instantes después oyó el fino silbido de una bala de pimienta que subía desde los buques franceses. Uno de los miembros de su formación, Immortalis, había hecho un picado demasiado bajo persiguiendo a uno de los dragones enemigos. Por suerte, la puntería les falló a los franceses, el proyectil golpeó el hombro del dragón en vez de su rostro, y la mayor parte de la pimienta cayó inofensiva hacia el mar. Aun así, incluso el resto fue suficiente para hacer estornudar a la propia bestia, y con cada estornudo retrocedía diez veces su propia longitud.

—¡Digby, suelte y marque esta altura! —ordenó Laurence. Era misión del vigía delantero de estribor avisar cuándo estaban al alcance de los cañones que había bajo ellos.

Digby cogió la pequeña bala de cañón, que tenía un agujero y estaba atada a la sonda de altura, y la arrojó sobre el hombro de Temerario. La fina cuerda de seda se fue desenrollando de entre sus dedos con las marcas anudadas cada cuarenta y cinco metros.

—Seis hasta la marca, diecisiete hasta el agua —dijo, contando a partir de la altura a la que se hallaba Immortalis, y después cortó la cuerda—. Alcance de los cañones de pólvora, quinientos metros, señor —Digby se dedicó a atar la cuerda a otra bala, para estar listo cuando le ordenasen tomar la siguiente medición.

Era un alcance más corto de lo habitual. ¿Estaban conteniéndose para tentar a los dragones más peligrosos a que bajaran, o acaso el viento acortaba sus disparos?

—Mantente a quinientos cincuenta metros de elevación, Temerario —le avisó Laurence. De momento, era mejor ser prudentes.

—Señor, una señal para nosotros. Debemos bajar hasta el flanco izquierdo de Maximus —le informó Turner.

No había forma inmediata de acercarse a él: los dos Pêcheurs habían vuelto y estaban intentando flanquear a Temerario para abordarlo con sus tripulantes, aunque volaban de una forma un tanto extraña, sin mantener la línea recta.

—¿Qué están tramando? —dijo Martin. La pregunta no tardó en contestarse sola en la mente de Laurence.

—Tienen miedo de ofrecer un blanco para su rugido —dijo Laurence en voz alta, para que Temerario pudiera escucharle. El dragón soltó un bufido de desdén, se detuvo de golpe en pleno vuelo y se revolvió sobre sí mismo, quedándose suspendido en el aire para enfrentarse a la pareja con la gorguera enhiesta. Los dragones más pequeños, claramente alarmados por aquella exhibición, retrocedieron instintivamente y les dejaron sitio libre.

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