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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (4 page)

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Jervis era un hombre mayor que había perdido la mayor parte de la pierna y el brazo izquierdos en una terrible ráfaga de fuego que barrió el costado del dragón en el que servía como encargado del arnés. Tras recuperarse contra toda esperanza, le habían asignado un puesto tranquilo en la base de Londres, que rara vez se usaba. Tenía un aspecto extraño y asimétrico, con la pata de palo y el garfio de metal a un lado, y la inactividad le había vuelto un tanto perezoso y protestón, pero Laurence sabía escucharle, gracias a lo cual recibió una calurosa bienvenida.

—¿Sería tan amable de llevarle una nota? —preguntó Laurence, tras rechazar una taza de té—. Voy a Dover, a ver si puedo ser de alguna utilidad. No quiero que Temerario se preocupe por no tener noticias mías.

—Lo haré, y también se la leeré. Pobrecillo, le va a hacer falta —dijo Jervis, cojeando sobre su pata de palo para coger pluma y tintero con una sola mano. Laurence le dio la vuelta a un trozo de papel para escribir la nota—. Ese tipo gordo del Almirantazgo vino otra vez no hace ni media hora con un montón de infantes de marina y esos chinos tan raros, y aún siguen allí, tratando de convencerlo. Si no se van pronto, no respondo de que hoy pruebe bocado, así que no voy a consentirlo. ¡Ese desagradable cabronazo de agua salada! No sé qué demonios pretende, si no tiene ni puñetera idea de dragones. Disculpe lo que he dicho, señor —se apresuró a añadir.

Laurence descubrió que la mano le temblaba sobre el papel, así que emborronó de tinta las primeras líneas y la mesa. Aun así, se esforzó por continuar la carta. Las palabras no acudían. Se quedó atrancado a mitad de una frase, hasta que de repente una sacudida estuvo a punto de derribarle, la mesa se volcó y la tinta se desparramó sobre el suelo. En el exterior se oyó un estrépito terrible y devastador, como una tormenta en su clímax o una galerna invernal en el Mar del Norte.

En un gesto algo ridículo, la pluma seguía en su mano. La soltó y abrió la puerta de golpe. Jervis le siguió a trompicones. Los ecos aún resonaban en el aire, y Elsie estaba sentada sobre sus cuartos traseros, abriendo y cerrando las alas, nerviosa, mientras Hollin y Roland trataban de tranquilizarla. Los pocos dragones que se encontraban en la base también habían levantado las cabezas para asomarse sobre los árboles entre silbidos de alarma.

—¡Laurence! —le llamó Roland, pero él no le hizo caso. Ya estaba a medio camino por el sendero abajo, corriendo y llevándose la mano de forma inconsciente a la empuñadura de la espada. Llegó al claro y encontró el paso bloqueado por los escombros de un barracón y varios árboles caídos.

Mil años antes de que los romanos domesticaran a las primeras razas de dragones occidentales, los chinos ya eran maestros en ese arte. Ellos apreciaban la belleza y la inteligencia más que las destrezas marciales y miraban con cierta desdeñosa superioridad a los dragones que exhalaban fuego y escupían ácido, tan valorados en Occidente. Sus legiones aéreas eran tan numerosas que no necesitaban lo que en su opinión era un aparatoso exhibicionismo, pero eso no quería decir que despreciaran todas las habilidades poco usuales. Con los Celestiales habían alcanzado la cima de sus logros: la unión de todos los demás dones con el poder sutil y letal al que los chinos llamaban «viento divino», un rugido más poderoso que el fuego de un cañón.

Laurence sólo había visto una vez la devastación producida por el viento divino; fue durante la batalla de Dover, cuando Temerario lo utilizó con terribles efectos contra los transportes aéreos de Napoleón. Pero aquí, en la base, los pobres árboles habían sufrido el impacto a bocajarro, y ahora yacían como cerillas desparramadas, los troncos reducidos a astillas. También se había derrumbado toda la estructura del barracón: el tosco mortero había cedido por completo y los ladrillos estaban rotos y esparcidos por el suelo. Sólo un huracán o un terremoto podrían haber causado tanta devastación, y de pronto el apelativo poético de «viento divino» se le antojaba mucho más apropiado.

Casi todos los infantes de marina de la escolta habían retrocedido hacia los arbustos que rodeaban el claro, con los rostros blancos de terror. El único que no se había movido del sitio era Barham. Los chinos tampoco se habían retirado, pero todos ellos estaban postrados en el suelo en una genuflexión ceremonial, excepto el propio príncipe Yongxing, que permanecía impertérrito al frente de la comitiva.

Los restos de un gigantesco roble de cuyas raíces aún colgaban restos de tierra los mantenían a todos acorralados al borde del claro. Temerario estaba detrás del árbol, con una pata apoyada en el tronco y dominándolos a todos con la longitud de su sinuoso cuerpo.

—¡No volváis a decirme eso! —dijo, bajando la cabeza hacia Barham y enseñándole los dientes. La gorguera espinosa que rodeaba su cabeza estaba erguida y temblaba de ira—. No te creo ni por un instante, y no estoy dispuesto a oír tales mentiras. ¡Laurence jamás elegiría a otro dragón! Si le habéis enviado lejos, iré a buscarle, y como le hayáis hecho daño…

Empezó a tomar aliento para otro rugido y su pecho se hinchó como una vela al viento. Esta vez los infortunados humanos se hallaban directamente en su camino.

—¡Temerario! —gritó Laurence. Trepó torpemente entre la pila de restos y se dejó resbalar hasta el claro a pesar de las astillas que se clavaban en su ropa y en su piel—. ¡Temerario! No me pasa nada, estoy aquí…

Temerario había girado el cuello como un látigo al oír la primera palabra, y un segundo después dio dos pasos que lo llevaron al otro lado del claro. Laurence se quedó quieto mientras el corazón le latía a gran velocidad, y no sólo de miedo: las patas provistas de terribles garras aterrizaron a ambos lados de él, y Temerario enroscó su cuerpo grácil y sinuoso para rodearle en un gesto protector. Los grandes costados escamosos se levantaron sobre él como paredes negras y relucientes, y la angulosa cabeza se apoyó en el suelo junto a él.

Laurence puso las manos en el rostro de Temerario y apoyó la mejilla unos segundos en su suave hocico. El dragón emitió un murmullo inarticulado de tristeza.

—Laurence, Laurence, no vuelvas a dejarme.

Laurence tragó saliva.

—Temerario, mi Temerario… —dijo, y no añadió más. No había respuesta posible.

Siguieron con las cabezas pegadas y en silencio, como si el resto del mundo no existiera. Pero aquello sólo duró un instante.

—¡Laurence! —le llamó Roland, al otro lado de la espiral que formaba el cuerpo del dragón. Parecía sin aliento y su voz sonaba urgente.

—Temerario, muévete a un lado. Es una amiga.

El dragón levantó la cabeza y, a regañadientes, se desenroscó un poco para que pudieran hablar. Pero durante todo el rato se interpuso entre Laurence y el grupo de Barham. Roland se agachó para pasar bajo la pata del dragón y se reunió con Laurence.

—Es evidente que tenías que venir con Temerario, pero a la gente que no entiende a los dragones esto le habrá parecido fatal. Por el amor de Dios, no dejes que Barham vuelva a sacarte de tus casillas. Contéstale tan manso como un corderito y haz todo lo que te diga —Roland meneó la cabeza—. Por Dios, Laurence. Odio dejarte en un apuro como éste, pero los despachos ya han llegado, y en esta situación un simple minuto puede marcar la diferencia.

—Claro que no puedes quedarte —respondió él—. Seguro que están esperándote en Dover para lanzar el ataque. No tengas miedo, nos las arreglaremos.

—¿Un ataque? ¿Va a haber una batalla? —dijo Temerario, que había escuchado a hurtadillas la conversación. Flexionó las garras y miró al este, como si desde allí pudiera ver las escuadrillas de dragones elevándose en el aire.

—Vete enseguida, y ten mucho cuidado —dijo Laurence a toda prisa—. Pídele perdón a Hollin.

Ella asintió.

—Intenta mantener la calma, Laurence. Yo hablaré con Lenton antes del ataque. La Fuerza Aérea no se va a quedar de brazos cruzados. Ya es bastante malo haberos separado, pero presionar y provocar a un dragón de esta forma es ultrajante. No se puede consentir que esto siga así, y no creo que nadie te culpe por ello.

—No te preocupes ni te entretengas un segundo más por mí; el ataque es más importante —repuso Laurence con voz enérgica, tan fingida como el aplomo de ella. Ambos sabían muy bien que la situación era de suma gravedad. Laurence no se arrepentía ni por un segundo de haber acudido junto a Temerario, pero al hacerlo había desobedecido órdenes directas. Ningún consejo de guerra le declararía inocente. Estaba el propio Barham para presentar los cargos, y si le interrogaban, Laurence no podría negar lo que había hecho. No creía que fueran a ahorcarle, ya que no se trataba de una falta en pleno campo de batalla, y las circunstancias le disculpaban un poco; pero de haber seguido en la Armada, aquello le habría supuesto la expulsión. No había nada que hacer salvo afrontar las consecuencias. Se obligó a sonreír y le dio a Roland un rápido apretón en el brazo. Un momento después, ella ya se había ido.

Los chinos se habían levantado y recuperado la calma, demostrando más compostura que los infantes de marina, que parecían dispuestos a huir en cualquier momento. Ahora mismo todos juntos se abrían paso trepando sobre el roble derribado. El oficial más joven, Sun Kai, subió con más destreza que los demás y junto a uno de sus ayudantes le ofreció una mano al príncipe para ayudarle a bajar. A Yongxing le entorpecían los pesados bordados de su bata, y estaba dejándose entre las ramas tronchadas jirones de seda como telarañas de vivos colores. Si en su fuero interno albergaba el mismo terror pintado en el semblante de los soldados ingleses, no lo demostraba: se le veía impávido.

Temerario los miró con ojos fieros y amenazantes.

—No me importa lo que quiera esta gente: no pienso quedarme aquí sentado mientras todos los demás van a la lucha.

Laurence acarició el cuello de Temerario para calmarlo.

—No dejes que te alteren. Por favor, amigo mío, tranquilízate. Perder los estribos no mejorará las cosas.

Temerario se limitó a gruñir. Sus ojos seguían clavados en los demás y echaban chispas. La gorguera se mantenía enhiesta y con las puntas rígidas: no estaba de humor para dejarse calmar.

Barham, que también estaba pálido, no mostró ninguna prisa por acercarse más a Temerario. Pero Yongxing se dirigió al dragón con brusquedad, repitiendo sus exigencias en tono apremiante y a la vez enojado, a juzgar por los gestos que le hacía a Temerario. Sun Kai, por el contrario, se mantenía apartado, mientras contemplaba a Laurence y Temerario con gesto más pensativo. Al fin, Barham se acercó a ellos con el ceño fruncido. Era obvio que estaba usando la ira para refugiarse del miedo. Laurence había visto a menudo a hombres a los que les sucedía lo mismo en la víspera de la batalla.

—Supongo que ésta es la disciplina de la Fuerza Aérea —empezó Barham. Era rencoroso y mezquino por su parte, pues probablemente la desobediencia de Laurence le acababa de salvar la vida. Él mismo debía de darse cuenta de ello, y eso le enfurecía aún más—. Bien, Laurence, yo no pienso consentirla ni por un instante. Voy a hundirle por esto. Sargento, arréstele y…

El final de la frase fue inaudible. Barham empezó a hundirse y a hacerse más y más pequeño; su boca roja se abría y cerraba al gritar como la de un pez boqueando fuera del agua, y sus palabras sonaban cada vez más ininteligibles conforme el suelo se alejaba bajo los pies de Laurence. Temerario le había rodeado entre sus garras con todo cuidado, y las grandes alas negras batían el aire en amplios barridos, arriba, arriba, arriba, a través del sucio aire de Londres, mientras el hollín deslustraba la piel del dragón y salpicaba de manchas las manos de Laurence.

Éste se acomodó entre las grandes garras y voló en silencio. El daño estaba hecho, así que pensó que de momento era mejor no pedirle a Temerario que volviera al suelo. Percibía una sensación de auténtica violencia en la fuerza con que batía las alas, una rabia apenas contenida. Volaban muy rápido. Laurence se asomó hacia abajo con cierto nerviosismo cuando aceleraron sobre las murallas de la ciudad. Temerario estaba volando sin arnés ni banderas, y Laurence temía que los cañones hicieran fuego contra ellos. Pero las baterías guardaron silencio: Temerario era inconfundible por el negro inmaculado de sus costados y sus alas, roto tan sólo por las marcas de gris madreperla y azul oscuro en los bordes, y lo habían reconocido.

O tal vez su vuelo era demasiado rápido para recibir respuesta: dejaron atrás la ciudad quince minutos después de abandonar el suelo, y pronto se hallaron también fuera del alcance de los largos cañones de pimienta. Bajo ellos los caminos se ramificaban por la campiña, espolvoreados de nieve, y el aire olía a limpio. Temerario se detuvo y durante unos instantes quedó suspendido en las alturas, sacudió la cabeza para quitarse el polvo y soltó un sonoro estornudo que hizo dar un respingo a Laurence. Pero a continuación siguió volando a un ritmo menos frenético, y después de un minuto o dos agachó la cabeza un poco para hablar.

—¿Vas bien, Laurence? ¿Estás incómodo?

Su voz sonaba demasiado nerviosa para una pregunta tan simple. Laurence le dio unas palmaditas en la pata.

—No, estoy muy bien.

—Siento mucho haberte arrebatado de esa manera —dijo Temerario, con algo menos de tensión al captar la calidez de la voz de Laurence—. Por favor, no te enfades. No podía dejar que aquel hombre te llevara.

—No, no estoy enfadado —respondió Laurence. De hecho, en lo que se refería a su corazón sólo sentía un enorme gozo por estar una vez más en las alturas y sentir la corriente viva de poder que recorría el cuerpo de Temerario, aunque la parte más racional de su ser sabía que aquel estado no podía durar—. Y no te culpo en lo más mínimo por salir volando, pero me temo que ahora tenemos que volver.

—No. No voy a llevarte de vuelta con ese hombre —se obstinó Temerario, y Laurence comprendió consternado que estaba luchando contra el instinto de protección del dragón—. Él me ha mentido, te ha mantenido alejado de mí y después ha pretendido arrestarte. Tiene suerte de que no le haya aplastado.

—Pero, mi querido amigo, no podemos vivir como salvajes —dijo Laurence—. Si lo hacemos, será una conducta inaceptable. ¿Cómo crees que vamos a alimentarnos, como no sea robando? Además, eso supondría abandonar a todos nuestros amigos.

—Tampoco les sirvo de nada en Londres, sentado sin hacer nada en una base secreta —replicó Temerario. Tenía razón, y Laurence no supo qué contestarle—. Pero mi intención no es vivir en estado salvaje. Aunque —añadió en tono melancólico— la verdad es que sería divertido hacer lo que nos diera la gana, y no creo que nadie echara de menos unas cuantas ovejas aquí o allá, pero no vamos a hacerlo cuando hay una batalla inminente.

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