La fiesta continuó durante tres noches y tres días, hasta que todos sucumbieron derrotados por el sueño y el amor, la exaltación plañidera y las heridas abiertas, la indigestión y la borrachera. Pero detrás de este frenesí y su eventual desgaste en las canciones entristecidas, los renovados votos y los perezosos gestos, los cinco amigos primero observaron y después actuaron por su cuenta. Celestina y Felipe se acostaron juntos sobre un suave lecho de pieles de marta; el estudiante Ludovico pronto se unió a ellos, pues en verdad los tres jóvenes no habían pensado en otra cosa desde que el hijo del Señor imaginó la historia de sus amores a bordo de la nave que jamás zarpó.
Los dos hombres maduros, Simón el monje y Pedro el campesino, salieron lentamente del alcázar, se dieron un apretón de manos del otro lado del foso y tomaron por rumbos distintos; Simón se dijo que los enfermos le esperaban en otras ciudades desafortunadas; Pedro, que ya era tiempo de regresar a la costa y construir un nuevo barco.
Al despedirse Simón y Pedro, el puente del alcázar, poco a poco, comenzó a levantarse; los dos viejos se detuvieron de nuevo al escuchar el pesado rumor de las cadenas y el crepitar de las planchas de madera, pero no pudieron ver quién alzaba el puente. Suspiraron y siguieron sus respectivos caminos. Si hubiesen esperado unos instantes más, habrían escuchado los violentos golpes del otro lado del puente levantado, convertido en barbacán impregnable; hubiesen escuchado los desesperados gritos de auxilio, el llanto desgarrador de los prisioneros.
Cuando la matanza terminó, los soldados del Señor regresaron a sus barracas, donde habían estado escondidos durante el largo festín del breve Apocalipsis, y volvieron a envainar sus sangrientas espadas. Felipe había pedido que los cadáveres permanecieran un día entero expuestos en las salas y recámaras del castillo; luego, cuando la pestilencia se volvió insoportable, el Señor ordenó que todos fuesen quemados en una pira levantada en el centro del patio del alcázar. Felipe también le pidió a su padre que Celestina y Ludovico fuesen amparados de cualquier castigo, pues le habían dado mucho placer.
—Ese placer ha sido parte de mi educación, padre mío; todo ha sido parte de esa pedagogía que no se encuentra en los libros de latín, y que usted me pidió abarcar para ser digno de su herencia.
El Señor agradeció a su hijo lo que había hecho, pues con ello había merecido, más allá de cualquier duda, los poderes que algún día serían suyos. Apretó juguetonamente la nuca del hijo y le murmuró, con un guiño del ojo, que no estaba mal que padre e hijo hubiesen disfrutado a la misma hembra. Rió un buen rato y después le pidió a Felipe que, como premio, pidiese lo que más quisiera.
—Padre, deme usted la mano en matrimonio de esa joven castellana, nuestra prima inglesa, que fue regañada y expulsada de la capilla por el vicario.
—Ese antojo siempre pudo ser tuyo, hijo mío. Te hubiera bastado, en cualquier momento, pedírmelo.
—Sí. Pero antes debí merecerlo.
Era la noche más honda del año; los guardias dormitaban y los perros estaban derrotados por la fatiga de la paciencia: ese día, el hijo del Señor había desposado a su joven castellana. Ludovico el estudiante se acercó a Celestina en la hora del silencio y le dijo que se preparase, pues ambos iban a huir del castillo.
—¿A dónde iremos?, preguntó la muchacha embrujada.
—Al bosque primero, a escondernos, contestó el estudiante. Luego buscaremos al viejo. Probablemente ha regresado a la playa y construye otra barca. O quizás podernos encontrar al monje. Con seguridad, está en alguna ciudad afligida. Yen, Celestina; date prisa.
—Fracasaremos, Ludovico, tal y como lo dijo el joven señor. Lo he soñado.
—Sí: fracasaremos una vez, y otra, y otra más. Pero cada fracaso será nuestra victoria. Ven, date prisa, antes de que despierten los sabuesos.
—No te entiendo. Pero te seguiré. Sí, vamos… Hagamos lo que debamos hacer.
—Ven, mi amor.
¿Qué esperas del porvenir, pobrecito de ti, niño infeliz? ¿Por qué dejaste tu hogar, tus campos fecundos aunque ajenos, donde te querían y te protegían? ¿Qué andas haciendo en esta cruzada? ¿Qué te han prometido? Escúchame, deja de bailar; no te agites; ¿cuál es tu mal, muchacho?, ¿qué te preocupa? Reúne a tus amigos; pídeles que se callen; ¡qué ruido espantoso!, así no se puede razonar, así no se puede entender nada, diles que dejen sus pífanos y gaitas y tambores y me escuchen bien: el mundo está ordenado y bien ordenado; nos costó mucho salir de las tinieblas; ustedes no saben lo que era
aquello
. La oscuridad, muchachos, la barbarie, sí, los ejércitos del saqueo; la sangre, el crimen y la ignorancia. Salimos con gran esfuerzo de ese infierno; más de una vez desfallecimos; más de una vez la espada del godo, el incendio del mogol y la caballada del huno derrumbaron nuestras construcciones corno si fuesen de arena. Miren: organizamos un espacio, creamos un orden estable, miren los campos cultivados, miren las ciudades contenidas por sus fuertes bastiones, miren el castillo en la cima y agradezcan la protección que nos ofrece, cual un buen padre, nuestro Señor el príncipe a cambio de nuestro vasallaje. Regresen a sus aulas, muchachos, ¿qué andan haciendo por estos caminos?, regresen a Boloña, a Salamanca y a París; no encontrarán la verdad acompañando a estas chusmas de mendigos y prostitutas y falsos heresiarcas, sino en las enseñanzas de la patrística y en su cúspide filosófica: el doctor angélico, Tomás de Aquino, que ha sumado para la eternidad toda la sabiduría de la cual es capaz el ser humano; no busquen el cielo en esta orgía de sensualidad y música y exaltantes dudas e ideas heréticas, pues no hay más cielos que los definidos en el Elucidario: el corpóreo cielo que vemos, el espiritual donde habitan los ángeles y el paraíso intelectual donde los bienaventurados miran cara a cara a la Santísima Trinidad. Jóvenes: cada cual tiene un lugar bien establecido en la tierra; el Señor manda, el siervo obedece, el estudiante estudia, el sacerdote nos prepara para la vida eterna, el doctor expone las verdades invariables; no, no es cierto lo que ustedes proclaman; no es cierto que somos libres porque el sacrificio de Cristo nos redimió del pecado de Adán; no es cierto que la gracia de Dios está al alcance de todos, sin la mediación de los poderes eclesiásticos; no es cierto que el cuerpo humano redimido puede gozar de sus propios jugos, de sus propias tersuras, de sus contactos alegres con otros cuerpos semejantes, sin temor al pecado, olvidando que así como nos echamos hoy en la cama, muy pronto otros nos echarán en la tumba; no es cierto que la Nueva Jerusalén pueda construirse en esta tierra; anatema sean las enseñanzas del hereje Pelagio, en buena hora derrotado por San Agustín de Hipona, las del sospechoso Orígenes que por algo culminó su pensamiento con el atroz acto de la castración, y las del tenebroso monje italiano Joaquín de Flora, pues ni es el hombre dueño de una gracia que puede dispensarlo de obtenerla en la iglesia, como pretendió la herejía pelagiana, ni habrá un reino milenario que se realice en las almas de los creyentes, como pensó el especulador Orígenes, ni tendrá lugar en el espacio, como profetizó la locura joaquinita, una tercera época que sea el sábado y el recreo de la humanidad doliente y en la cual época Cristo y su Iglesia ya no contarán pues el espíritu reinará plenamente en su lugar; no es cierto que ustedes sean los portadores de la salud, acompañados por estas muchedumbres de vagabundos descalzos que queman las tierras, las cosechas, los establos y las al- de as, que asaltan y destruyen los monasterios, las iglesias y las celdas de los eremitas, que roban trajes y comida de los castillos devastados, que jamás trabajan y afirman vivir en perfecta alegría, y que dicen hacer todo esto para apresurar la segunda venida de un Cristo que en realidad será el Anticristo y por ello un tirano cruel y seductor, pero derrotable y por ello combatible signo de la promesa milenaria, del reino del cielo en la tierra que no podrá darse sobre la tierra donde los señores son dueños de todo y los siervos dueños de nada. ¿Qué confusión es ésta? Dicen ustedes que el reino milenario sólo se levantará sobre una tierra vacía, destruida, allanada, similar a la del primer día de la creación; pero la creación, mis queridos amigos, no tuvo historia y por ello será irrepetible. Y añaden que esa tierra demolida será la única capaz de recibir a un Cristo nuevo que en realidad será el combatible Anticristo cuya derrota asegurará, ahora sí, la época feliz del espíritu reinando sin trabas, sin encarnación singular, mas en todos encarnado. ¿Y si ese cruel y seductor tirano, lejos de ser derrotado, se perpetúa en una tercera época de llanto, terror y miseria, encarnando a la historia y con sus armas venciendo a quienes no comprenden que el acto de la creación es irrepetible y, al repetirlo, sólo lo enmascaran, inscribiéndolo en la misma historia que quisieran negar y dándole así al Anticristo la doble arma de figurar disfrazado como Creador y de actuar impunemente como Dominador? ¿Es así como dicen imitar a Cristo, cuyo reino no será de este mundo y a quien sólo encontraremos en el cielo al consumarse todos los tiempos, lejos de la tierra, lejos de la historia, lejos del delirio escatológico que pretende instalar en el curso de la historia todo cuanto no pertenece a la historia? ¿Creen realmente que la pobreza borra el pecado, que la comunidad de los bienes y la exaltación del sexo y la sensualidad de la danza y el rechazo de toda autoridad y la vida errante, sin amarres, en los bosques, las playas y los caminos, podrá suplir y aun vencer al orden establecido? Pero óiganme; no bailen; ¿por qué no me prestan atención?; no canten; ¡qué ruido infernal!, ¿cómo puedo hacerme escuchar?, ¡maldito mal de San Vito!, ustedes están locos, están enfermos, descansen, regresen a sus hogares, el carnaval ha terminado, la fiesta no puede ser eterna, las desarmadas cruzadas del alma rebelde y aspirante terminan sacrificadas en las piras funerarias de los castillos señoriales, pierdan las ilusiones, no piensen lo imposible, acepten el mundo como es, no sueñen, sí, el Señor tiene derecho a la primera noche nupcial y es dueño de las cosechas y de las honras y puede reclutar para sus guerras e imponer el tributo para sus lujos, sí, el obispo puede vender indulgencias y quemar a las brujas y torturar a los herejes que hablan de Jesucristo como de un hombre puramente humano, igual a nosotros… No duden, no piensen, no sueñen, niños, infelices: éste es el mundo, aquí termina el mundo, no hay nada del otro lado del mar y quien se embarque a buscar nuevos horizontes será un miserable galeote en la nave de la estulticia: la tierra es plana y es el centro del universo, la tierra que ustedes buscan no existe, ¡no hay tal lugar, no hay tal lugar!
Esto clamaba el monje Simón al recorrer las calles de las ciudades de su tiempo, sofocadas por la peste y sepultadas bajo la basura. Sus ojos habían perdido para siempre la claridad, aunque retenido el dolor: una voz sin timbre, jadeante, una mirada sin expresión y un rostro sin color.
—Esa mujer, ¿eres tú… Celestina?, preguntó el muchacho sentado donde las olas quiebran, cuando terminó la narración del paje y atambor.
Yo también me llamo Celestina, contestó ella.
¿Por qué viajas vestida de hombre y en compañía de un cortejo fúnebre?
El paje miró al joven con tristeza; los hermosos ojos grises preguntaron, ¿ya no me recuerdas?, ¿tan débil ha sido la impresión que dejé en tu memoria?, pero los labios tatuados contaron otra historia:
Vivía con mi padre en el bosque. Él decía que el bosque es como el desierto en otras tierras; el lugar de la nada, el lugar a donde se huye, pues de demasiadas cosas debía huirse en el mundo que nos tocó en suerte. Que el vacío nos proteja: él, y sus padres antes de él, me dijo el mío, huyeron del mundo porque el mundo era la peste, la pobreza, la temprana muerte, la guerra. Cuando cumplí once años, quise saber por qué; nunca entendí muy bien su respuesta. En la memoria de los antepasados (sólo retuve estas imágenes; a mi propia memoria se filtraron, filtradas ya por los recuerdos de mi padre) pasaban corno fantasmas diurnos esas ciudades pestilentes, esas guerras y esas invasiones, las hordas sin concierto y las concertadas falanges; la esclavitud y el hambre. Yo nunca entendí muy bien; sólo me quedaron, te digo, ciertas imágenes y todas me hablaban del derrumbe de un mundo cruel y de la lenta construcción, en su lugar, de otro mundo, igualmente cruel. Nuestra vida era muy simple. Habitábamos una sencilla choza. Yo pasaba casi todo el año dedicada al pastoreo. Recuerdo muy bien los tiempos de mis años jóvenes. Todo tenía un sentido y un lugar. El cielo dormilón del verano y la temprana escarcha del invierno; los cencerros y los balidos; el sol era un año y la luna se convirtió en un mes: el día: sonrisa; la noche: miedo. Pero yo recuerdo sobre todo la temporada de los otoños; entre septiembre y diciembre, mi vida se llenaba de olores inolvidables; era la época de recoger las cenizas para usarlas en la lavandería, y también el tiempo de recoger la corteza de las encinas que me servirían en la tintorería, la resina del bosque para fabricar antorchas y cirios; y las mieles de los enjambres salvajes.
Aislados vivíamos; mi padre, cuando nos alejábamos de la choza, me señalaba los viejos caminos romanos y me decía que esas rutas ahora crecidas de hierba y despedazadas por las invasiones, fueron un día orgullo del viejo imperio; rectas, limpias, empedradas. Nosotros vendíamos la miel y las antorchas, los cirios y las tinturas; yo comencé a coser y a teñir trajes que encontraron compradores entre los viajeros que trazaban los caminos nuevos, a golpe de zahón, decía mi padre, entre las ferias, los lugares santos, los puertos y las universidades; así aprendí los nombres felices y distantes de Compostela, Boloña, Venecia, Chartres, Amberes, el mar Báltico…Así supe que el mundo se extendía más allá de nuestro bosque. Tanto los caminantes como los caballeros, las bestias de carga como las carretas de los mercaderes abandonaron las rutas antiguas que sólo comunicaban a los castillos entre sí. Los viajeros me lo decían: tememos pasar cerca de las fortalezas, pues los señores, invariablemente, nos roban, violan a las mujeres y nos imponen toda clase de exacciones. Le pregunté a mi padre: ¿qué es un Señor? y él me contestó: un padre que no quiere a sus hijos como yo te quiero a ti. Yo no entendí; vendía la miel y los cirios a cambio de vestidos que luego lavaba con las cenizas y teñía con las cortezas para volverlos a cambiar por cebollas o patos. Ayudaba así a mi padre; juntos cuidábamos los ganados y después, cuando pasaba la época de trasquilar a los borregos, él viajaba al alcázar a entregar algunas pacas de lana al Señor a cambio de que nos dejara seguir viviendo en el bosque apartado. Pero poco a poco, nuestro bosque se llenó de peligros.