«Sé todo lo que se le debe hacer a los perros, pero no al Señor. ¿Qué son tus miserables amuletos, Felipillo, al lado de mis untos de mierda y sebo de puerco? Llegada la hora, no sabré salvarte, mi Señor.»
Luego miró al agazapado, adolorido, desconcertado, resentido Bocanegra y a él le dijo : —Te conozco, bruto, y sé que tú me conoces a mí. Sólo tú sabes lo que realmente pienso, hago y me propongo hacer. No tiene el Señor más aliado, ni más fiel, que tú. Lástima que nada puedas contarle a tu amo de lo que oyes y ves; de lo que sólo tú sabes; lástima, infeliz Bocanegra. Cómo no: rivales somos. Cuídate de mí, que yo sabré cuidarme de ti. Tienes armas, aunque no la voz, para amenazarme. Yo, para usarlas contra ti, tengo hierro y voz.
En el fondo del despeñadero, acompañado de un joven y de un anciano, el Señor murmuraba oraciones en las que pedía tres cosas: una vida breve, un mundo inmóvil y una gloria eterna.
Encerrada; condenada a escuchar los ruidos; escuchar poco a poco, todos los días, lo que se espera escuchar, hasta colmar el día con los ruidos repetidos cada día, que impiden hacer otra cosa que esperarlos y escucharlos ; el deseo que primero atiende a la excepción, al accidente que rompa la monotonía de los rumores prestablecidos, los maitines, el gallo y el martillo, las ruedas de las carretas tiradas por los bueyes venidos del Burgo de Osuna, los fuelles del herrero, los gritos de los aparejadores, las risas de los aguadores, el humo crepitante de las tabernas, la caída de las balas de heno y paja, el murmullo de los telares, el rechinar de las pizarras en la cantera, el hueco ruido de las tejas quebradas y acomodadas, el ladrido de los canes, las alas del azor en vuelo, las pisadas cautelosas de Guzmán, el cántico monótono de las oraciones del Señor, las gruesas campanadas del atardecer… Esto es lo acostumbrado, en los repetidos días; esto es lo primero que se desea romper, desorganizar; pero luego se teme más el sobresalto del ruido imprevisto; se prefiere la sucesión de rumores consabidos; se espera sin esperar.
La Señora lloró toda la noche; no por el dolor, que ella hubiese rechazado como algo aberrante; sino por una humillación que ella sabría ocultar con la extremada dignidad de la postura externa.
«Ha sido condenado. Será quemado vivo junto a las caballerizas del palacio», le dijo Guzmán.
Y la Señora paseó lenta y delectablemente la mirada por el lujo aislado de su recámara, decorada para contrastar, desde el inicio, con la austeridad mística que su marido había querido imponer, lográndolo, a la construcción. Lejos, muy lejos estaba este rincón arábigo —decorado a hurtadillas por la Señora con la ayuda de Guzmán y del fraile pintor, Julián— de su aspiración suprema: la de recrear una Corte de Amor como las muy celebradas de Eleonor de Aquitania en Poitiers y las ferias galantes ocurridas en Treviso, corte de alegría y solaz donde un Castillo del Amor había sido defendido por las altas damas contra el asalto de las bandas rivales de caballeros de Padua y Venecia, aquéllos vestidos totalmente de negro y éstos completamente de blanco. Pero hoy faltaba en esta alcoba olorosa a gengibre chino, clavo, pimienta, alcanfor y almizcle, una pieza maestra del placer. La Señora aceptó como una deuda para con ese lujo que de tiempo en tiempo, para mantenerlo, para habitarlo, ella hubiese de abandonarlo, convocar a los palafreneros negros y montar en el palanquín de pesados perfumes y cortinajes, posar al halcón sobre el puño enguantado y salir por los caminos del desierto, la costa y el monte a buscar y a encontrar a ese prisionero renovado; sin él, los lujos de la recámara eran un decorado teatral, una cortina sin dimensión, como el velo de seda y oro que perteneció al Califa de Córdoba, Hisharn II, y que adornaba un muro de la alcoba. Opuestos destinos, en verdad, pensaba la Señora, el suyo y el de su maldita suegra la madre del Señor; pues mientras una debía recorrer azarosos caminos buscando un renovado amante, la otra los recorría cargando el cadáver eterno de un eterno amante.
Fray Julián, el iconógrafo de palacio, había sufrido muchas noches en vela, dibujando con diminutos pinceles, sobre medallones de porcelana, la figura y el lugar soñados por la Señora; éste, la costa del Cabo de los Desastres; aquélla, un joven arrojado bocabajo, sobre la playa, desnudo, con una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. Fray Julián agradecía las pociones de belladona que la Señora le servía para mantenerle, a un tiempo, lúcido y soñador, ausente y presente, ajeno y cercano, partícipe del sueño y fiel ejecutor del mismo, mientras la pálida mano del fraile trazaba las líneas materiales de la ensoñación comunicada por el ama. Mirando el dibujo, la Señora reservaba para sí el sentido final de ese arte: la identidad. En cambio, fray Julián, en el trance de la droga, añadía detalles minúsculos al dibujo, como los seis dedos en cada pie del presunto náufrago:
«El sexdigitismo es privilegio de los destinados a renovar la sangre de las estirpes. Pensad, Señora, que la esterilidad de vuestra unión no es culpa vuestra, sino de las taras acumuladas por la casta del Señor, que es vuestro primo segundo… Si trazáis una estricta línea dinástica, veréis que vuestros antepasados suman un reducidísimo número. Cada hombre vivo tiene treinta fantasmas detrás de el: tal es la relación existente entre los vivos y los muertos. Vos, Señora, os remontáis a media docena de hermanos incestuosos, encerrados en promiscuos castillos durante siglos, evadiendo todo contacto con la chusma y sus peligros pestilentes; encerrados, contándoos las viejas historias del nacimiento, la pasión y la muerte de los reyes. Lo cierto es que así las taras de la consanguinidad extrema como los excesos de la extrema fertilidad son, al cabo, enemigos de la continuidad dinástica. Cambises, rey de Persia, casó con su hermana Meroe y la mató, estando encinta de él, de una patada en el vientre; ved en este crimen la síntesis de cierta germanidad. Pero, por otra parte, los mellizos —la gravidez tan superflua como redundante— han matado a tres grandes dinastías, las de los Césares, los Antoninos y los Carolingios. Renovad la sangre, Señora; ni el estéril incesto ni el prolífico parto, sino el amor con sus leyes, que son las de la pasión engendrando la belleza y la exactitud. Basta, Señora, de intentar el engaño de vuestros súbditos; el consabido anuncio público de vuestra preñez a fin de atenuar las expectativas de un heredero sólo os obliga a fingir, rellenando de almohadones vuestro guardainfante. un estado que no es el vuestro, seguido del igualmente consabido anuncio de un aborto. Las esperanzas frustradas tienden a convertirse en irritación, si no en rebeldía abierta. El Señor y vos también, Señora, empezáis a vivir en demasía de legitimaciones pasadas, es preciso renovarlas, pues en nuestro mundo la costumbre hace ley y lo hecho dos veces hace costumbre. Los derechos de vuestro dominio deben ejercerse continuamente, o se saldrán de él. Al Señor ya no se le ve guerrear y espantar, con la sangre vertida, a quienes se les ocurriese verter la sangre de los poderosos. Y a vos no se os ve parir. Debéis ser precavida. Detened el descontento con un golpe de teatro: colmad, verdaderamente, la esperanza, teniendo un hijo. Sois hija de la alegre isla inglesa, Anglia plena jocis, y naturalmente os oponéis a la severidad castellana. Apostáis totalmente al placer; combinadlo, Señora, con el deber, y ganaréis todas las partidas. Contad conmigo, si os decidís; la única prueba de la paternidad serán los rasgos del Señor que yo introduzca en los sellos, miniaturas, medallas y estampas que representen a vuestro hijo para el vulgo y para la posteridad. No puedo cambiar las facciones de un infante; pero si puedo subrayar en mis iconos los rasgos hereditarios del falso padre, nuestro Señor; borrar los del verdadero, trátese de uno de los palafreneros negros, de un burdo sobrestante de esta obra o del pobre mozo, vuestro último amante, condenado a morir en la hoguera. Y demos gracias a Dios de que muere por el crimen secundario y no por el principal. Pero volviendo a nuestro asunto: el populacho sólo conocerá la cara de vuestro hijo por las monedas que, con la efigie por mí inventada, se troquelen y circulen en estos reinos; nunca podrá comparar la imagen grabada con la real; nunca verá a vuestro infante sino desde lejos, cuando os dignéis mostrarlo desde un alto y lejano balcón; y la historia sólo conocerá la efigie que yo, siguiendo vuestra voluntad, deje. Pues por hermoso que sea vuestro vástago, yo me encargare de marcar en su rostro la estigmata de esta casa: el prognatismo.»
«Tienes razón, fraile. Debí dejarme preñar por ese hermoso muchacho.»
«¡Ay, hernioso de verdad! No penséis más en él; muerto estará en pocas horas. Pensad mejor en el nuevo mozo, el de vuestro sueño.” “¿Cómo se llama este nuevo joven?»
«Juan Agrippa. Recordadlo: seis dedos en cada pie y una cruz de carne en la espalda.»
«¿Qué significan este nombre y estas marcas?»
«Que el reino de Roma aun no termina.»
«¿Por qué sabéis estas cosas?»
«Porque vos las habéis soñado, Señora.»
«No sé si ese sueño es totalmente mío, fraile; no lo sé…»
«Hay sueños inducibles; hay sueños compartibles.»
«Mientes. Sabes más de lo que dices.»
«Pero si todo le dijese, la Señora dejaría de tener confianza en mí. No traiciono los secretos de la Señora; no me exijáis que traicione los míos.»
«Es cierto. Dejarías de interesarme.»
La Señora y el fraile miniaturista, ambos bajo los efectos de la solanácea, se miraban sin verse, con las pupilas dilatadas. Pero el clérigo alto, frágil, rubio y calvo revelaba en las suyas la imagen de un imperio sin fin, renovado pero inmortal a través de todas las peripecias de la sangre y la guerra, del lecho y el cadalso; en tanto que en las de la Señora sólo el accidente, mas no la continuidad, se reflejaban oscuramente; el accidente era un placer; la continuidad, el deber que Julián quería imponerle; veía, multiplicada al infinito, la ligura del joven yacente en la playa y entre los muslos de ese muchacho quería adivinar tanto la semilla del placer como la de la preñez, y no sabía si, en efecto, ambas podrían germinar juntas.
«¿Cuándo?»
«Mañana.»
«Mañana sale de cacería contra su voluntad, mi marido.»
«Mejor; estará distraído y ausente; y vos podréis llegar hasta la costa.»
«Dile a Guzmán que mande preparar la litera, el azor y los palafreneros libios.»
«Querrá que una guardia os acompañe. Los parajes son solitarios.»
«Que se cumplan mis órdenes. Si tus profecías, fray Julián, son ciertas, tendrás goce.»
«No pide otra cosa mi alma compungida y devota.»
Cuando despertó, el Señor atribuyó la inmundicia de su lecho al ataque de las águilas y a la burla de los azores durante el sueño de piedra; Bocanegra, atado a una tabla, dormitaba, agotado. Capturado en lo que creía la prolongación física de su pesadilla, el Señor no tuvo tiempo para sentir asco; los humores de la alcoba, la inexplicable presencia de gruesas babas, extreñidos cerotes, placentas animales y manchas de orín y sangre, semen y manteca, eran menos fuertes que al ánimo de descifrar la triple oración que acompañó su sueño como un refrán aéreo: vida breve, gloria eterna, mundo inmóvil.
Pero le venció el recuerdo de la catedral profanada el día de su victoria: mierda y sangre, cobre y fierro, ¿de qué eran signos: de una herencia o de una promesa; residuo o albor?
Sintió un destello cerca de su rostro; giró la cabeza: se miró en un espejo de mano apoyado junto a un cántaro cerca de la cabecera de su cama. Y en él se vio con la boca abierta, como de hombre que aúlla. Pero de su boca sin aire, sofocada, ningún grito salió.
Tomó el espejo de mano y salió a la capilla, huyendo del silencioso terror de su recámara inmunda. Había peligros más grandes, peligros reales, lejos de la intangible amenaza de su alcoba, en la capilla.
Allí, sí encontró tiempo para interrogar, una vez más, al Cristo sin luz que ocupaba una esquina del cuadro traído de Orvieto. No recibió respuesta de él y caminó hacia la escalera.
Se detuvo ante el primer peldaño, con el espejo en la mano.
Lo levantó a la altura de la mirada y allí se observó.
Él era él. Un hombre nacido treinta y siete años antes: frente despejada, piel semejante a la cera, un ojo cruel y otro tierno (ambos pesados, cubiertos por párpados lentos, saurios), nariz recta y aletas anchas, corno si Dios mismo las hubiese, misericordiosamente, ampliado para facilitar la dura respiración: labios gruesos, quijada saliente: labios y quijada disfrazados así por la barba y el bigote sedosos como por los volantes de la alta gola blanca que escondía el cuello y separaba la cabeza del tronco; encima de la gola, la cabeza semejaba el cuerpo de un ave capturada.
Se miró y quiso recordarse durante los años mozos, cuando huyó por el bosque con los hijos de Pedro y llegó con Celestina al mar; cómo azotó esa vez el viento su cabeza entonces rizada y su pecho abierto; cómo rasgaron las espinas sus botas y las enramadas su camisa; qué fuertes eran sus piernas y cómo había imaginado el lustre de sus brazos asoleados, tirando el velamen de la barca al lado del estudiante Ludovico, entonces.
Ya no era aquél; pero tampoco, todavía, éste: ascendió al primer peldaño, mirándose en el espejo; y el cambio, aunque imperceptible, no podía escapar a su afilada atención, a su secreto propósito: la boca estaba más abierta, como si la dificultad para respirar hubiese aumentado. Ascendió al segundo escalón: en la imagen del espejo, la red de arrugas se trenzó con hilos muy tenues en torno a los ojos un poco más hundidos y ojerosos.
Subió al tercer escalón, indiferente a los cambios veloces e inexplicables de la luz, atento sólo a la imagen variable del espejo; le faltaban los dientes delanteros y era imposible deshacer la malla de arrugas alrededor de los ojos y la boca; subió al cuarto escalón y su barba y cabellera se reflejaron blancas, nube de agosto, campo de enero; la boca, completamente abierta, solicitaba angustiosamente un aire que jamás la llenaba y los ojos de sangre inyectados recordaban demasiado y por ello pedían clemencia.
Llegó al quinto peldaño y tuvo que hacer un esfuerzo para no descender, rápidamente, al anterior escalón: su rostro asfixiado en el espejo era la imagen de la resignación previa a la muerte. Tenía el cuello vendado, de las orejas corría el pus y por las ventanillas de la nariz asomaban los gusanos. ¿Muerto ya, muerto en vida? Para averiguarlo, tuvo el valor de subir al sexto escaño; en el espejo, su rostro ya no se movía y las vendas del cuello, ahora, amortajaban sus quijada.