¿Por qué persistían, en los ojos de ese rostro a la vez seductor y cruel, las imágenes dolientes de un joven temeroso? El soñador no pudo contestarse su propia pregunta; huyó del primer hombre y encontró al tercero: se reconoció ahora en un viejo vestido de negro, tendido sobre un peñasco plano, de cara al sol; pero el sol no lograba iluminar, ni derretir, ese rostro de cera, que repelía la luz y por cuyos orificios faciales asomaban gusanos menos blancos que la piel del anciano: en las orejas, entre las comisuras de los labios, por las aletas nasales, torcidos y pululantes; y húmedos detrás de la cortina cóncava y nevada de los ojos, pues bajo la córnea transparente se agitaba una colonia de huevecillos amenazantes.
Se alejó del tercer hombre y se tendió —él, el soñador, el hombre segundo, el actual Señor presa del pesado sueño inducido por los brebajes de Guzmán— boca abajo entre las piedras; abrió los brazos en cruz y pidió perdón ; pero su dominio sobre el tiempo mensurable había terminado; supo que permanecería allí para siempre, bocabajo, con los labios separados, respirando inútilmente, prisionero de este palacio de rocas desgajadas, hasta que las golondrinas formaran sus nidos en las palmas abiertas de sus manos y así los falcones y las águilas, en virtud de un falso e increíble sentimiento de amor hacia la especie, no se acercasen más a picotearle : él también sería un águila, sólo que vencida, sólo que de piedra. «Un lobo a otro no se muerden», murmuró el Señor en la oración de su sueño; no dudó del instinto oscuro de las correspondencias que, en esta cárcel de aves de presa, lo llevaba a pensar en otras, vulpinas amenazas. Águila y lobo, murmuró, lobo y cordero, golondrina y águila, amante espiritual y libertino, devoto cristiano y criminal sediento de sangre, puntual lector de la verdad e inescrupuloso manipulador de la mentira, sólo soy uno de ustedes: un caballero español.
Alta cárcel, helado sol, carne de cera, carnicera, el sonador sollozó: ¿dónde, mis hijos; a quién heredar lo que yo heredé?
El Señor había terminado, en las vueltas y revueltas de su pesadilla, acostado bocabajo sobre la cama y con los brazos abiertos en cruz. Guzmán le rondaba, caminando con paso cada vez más nervioso alrededor de la cama, como si el sueño sin sosiego del Señor fuese una prueba en contra de los narcóticos preparados y servidos por el vasallo. Y sin embargo, ningún estupefaciente más poderoso se conocía que esta mezcla de las flores machas y hembras, blancas y negras, arsenio y morión, de la mandràgora, el árbol con rostro de hombre. Sólo cuando el amo permaneció bocabajo, en la actitud acostumbrada para sus oraciones en el piso de la capilla pero también (esto Guzmán no podía adivinarlo) imitando la postura que en ese instante soñaba, de manera que coincidían las posturas de la vida y del sueño, Guzmán se dijo que él era el amo de la pesadilla del Señor como no podía serlo de sus atroces vigilias penitenciarias. Cayó un rostro impasible: el de Guzmán el hombre que sabía curar perros y criar azores y llamar a caza. Se desprendió como lo que era: una delgada película de carne mantenida, con un esfuerzo que por acostumbrado había dejado de serlo, sobre las verdaderas facciones. Más cercano al hueso, el auténtico semblante de Guzmán volvió a aparecer con la similitud reconocida por los alanos, temida por los venados y aceptada sin sorpresa por los azores: el perfil rapaz que aun el Señor, en momentos de descuido, había sorprendido cuando el servidor menos deseaba mostrarlo: al inclinarse para recoger un breviario; al retirarse para cumplir una orden.
Desenfundó el largo puñal y lo mantuvo sobre la espalda del Señor.
Heme aquí, se (le) dijo, dueño de tu sueño, amo de tu cuerpo inconsciente, aunque sea para verlo dormir como tú mismo no puedes verlo. Si el valor de un hombre es determinado por el precio prometido a su asesino, tú, Señor, no tienes precio; nada me pagarían por matarte. Si quiero asesinarte, debo hacerlo sin derramar una sola gota de tu sangre o cobrar un solo maravedí. Pero tú, por mi muerte, si mi deseo conocieras, ¿cuánto darías, Señor? Y así, los papeles se truecan, pues siéndolo tú todo, por tu muerte nadie me daría nada, y siendo yo nada, por mi muerte, para evitar la tuya, todo lo darías tú.
Y Guzmán dejó de hablarle a Guzmán; levantó la voz y Bocanegra paró las orejas: Imbécil, no mereces tu poder; nunca sabrás que tu pecado no fue matar a los inocentes, sino perder la oportunidad de incluir a tu padre, a tu madre y a tu novia en la matanza y así levantar tu autoridad absoluta sobre la libertad absoluta del crimen: un advenimiento al poder sin la promesa dinástica y sin el patetismo de ser quien eres por herencia; un poder sin deudas. Soledad. Desaprovechaste tu crimen, Felipillo: lo inscribiste en la línea fatal de tu sucesión, en vez de convertirlo en el arranque sin compromisos de tu absolutismo; por eso tu personalidad se queja, y no por otro remordimiento que no sea el de esa mutilación que le impusiste. Envejeciste fatalmente en el instante en que le ofreciste tu crimen a tu padre cuando mataste a los súbditos de tu padre; ¿querías testigos?, ¿por eso cometiste el error de perdonar al estudiante y a la bruja?; te arrepentirás, te lo digo yo, Guzmán, te arrepentirás, porque hasta un bandolero de las serranías sabe que nunca se debe perdonar a un enemigo, aunque sea inocente: el perdón le despoja de la inocencia y lo convierte en un vengador; ¿querías testigos?, me has hecho escribir tu confesión para que los hechos que allí cuentas existan, pues para ti sólo lo escrito existe y no habrá más constancia que la de un papel; bah, ahora mismo podría quemarlo, ahora mismo podría reescribirlo, eliminar, añadir, escribir que también asesinaste a Ludovico y Celestina, y tú así lo creerías, porque así quedó escrito, y en ese hombre y esa mujer, si reapareciesen, sólo verías dos fantasmas; ¿querías testigos?, te quedaste solo; sin testigos, tu crimen hubiese sido tan absoluto que tú y el mundo lo hubiesen compartido y tu testigo sería la historia y no el perro aquejado que escucha tus lamentos. Escúchame, Felipillo doliente, avejentado antes de tiempo por un ascetismo lacerado; te lo digo yo, Guzmán, que no soy lo que tú crees o quisieras creer, el recién llegado sobre el cual puedes derrochar favores tan minúsculos que a mí pudieran parecerme enormes. Te lo digo yo, Guzmán, no un hijo de puta y padre desconocido, sino un señor como tú, pero quebrado por las deudas. No un pillete cubierto de costras y mugres, sino otro príncipe aunque desvalido. No un joven caco de las aldehuelas polvosas de Extremadura, sino un muchacho que como tú tuvo tiempo de aprender las artes del falcón, el arco, el caballo y la montería. No un mozo acompañante de salteadores de Guadarrama, sino un hidalgo incapaz de comprender o detener un movimiento invisible en el que la sólida tierra, base de todo poder, se convertiría en inasible dinero y las murallas de los castillos, construidas para la eternidad, durarían menos que las golondrinas en invierno, avasalladas por el poder sin murallas ni cañones de los usureros, los comerciantes y los cagatintas de las ciudades leprosas. Mis padres y mis abuelos, Señor, cumplieron ante los tuyos la ceremonia de homenaje y así concluyeron un pacto: nuestro servicio a cambio de vuestra protección. De esta manera, manteníamos todos el principio fundamental de nuestra sociedad: ningún señor sin tierra y ninguna tierra sin señor. Y manteníamos el equilibrio entre la fuerza y la necesidad: el poder del Señor a cambio de la protección y supervivencia del débil. Y dentro de este pacto mayor, otro menor aunque no menos considerable, concentrado y para mí, Señor, vital: nuestro servicio de nobles vasallos otorgado a cambio de tu protección aseguraría que los nobles siempre seríamos nobles y los villanos siempre villanos, pues las sangres de unos y otros no son iguales, ni pueden serlo sus destinos. Véme hoy, Señor, nacido hidalgo y convertido en criado; y la culpa es tuya. No cumpliste el trato. Continuó nuestro servicio pero no tu protección. Permitiste que se debilitara nuestro poder, basado en la tierra, frente a los poderes del comercio, basado en el dinero. Te empeñaste en costosas y lejanas campañas contra la herejía, olvidando el consejo del viejo Inquisidor al celoso agustino: los rebeldes se agigantan con la atención y se extinguen con la indiferencia. Malgastas tu haber construyendo un mausoleo inútil, inaccesible, austero: el populacho identifica el poder con el lujo, no con la muerte. Tus malas conciencias te llevan a someter tu interés a la religión; el príncipe astuto somete la religión a su interés. Pero detrás de tus estériles obsesiones, herejía y necrofilia, un mundo real crece, se agita y lo transforma todo. Dejaste inermes a tus nobles vasallos; te ocupaste demasiado de perseguir herejes y fabricar sepulcros; nosotros debimos vender nuestras tierras, contraer deudas, cerrar nuestros talleres que no podían competir con los mercados de las ciudades, y vender la libertad a nuestros siervos. Ante el poder de las ciudades, creiste acrecentar el tuyo a costa del nuestro. Nosotros pagamos tus cruzadas y tus criptas; no exterminaste a los herejes, pues donde cae un rebelde martirizado, surgen diez en su lugar; y a los cadáveres de tu estirpe no les resucitarás para que acompañen las soledades de tu gobierno. Has destruido los grados de la autoridad nobiliaria entre el Señor y las ciudades. Así, hoy no quedan más que dos poderes, pues el de los hidalgos menores ya no lo es. Y yo, Señor, uníme a lo que me destruyó; paséme a las filas enemigas para no ser vencido por ellas ; y a ti me uní para servirte también y así participar de los dos poderes mientras esta pugna se decide; pues se decidirá, Señor, eso no lo dudes; y entonces yo optaré por el vencedor. Política se llama lo que hago; escoger, entre dos soluciones pésimas, la menos mala, la más segura. Te lo digo yo Guzmán que aprendí a hablarle en su lengua a la escoria humana que construye tus palacios y caza tus jabalíes, yo Guzmán que aprendí a manejar a la gleba, a amenazarla y a gratificarla por turnos; no era mi destino cortar corazones de venado y adular con estas ceremonias al populacho; yo Guzmán convertido por necesidad en picaro, delator y por ello consentido de señores incapaces de saber lo que sucede en sus dominios si un príncipe entre bandidos no lo hace por ellos y, al hacerlo, alcanza sus favores; te lo digo yo Guzmán educado como tú para el señorío intemporal y divino, pero obligado por las circunstancias a conocer las argucias muy temporales y profanas con que los nuevos hombres combaten el poder heredado; yo Guzmán capaz como tú de un crimen, pero no en nombre de la providencia dinástica, sino en nombre de la historia política. Pues a tu fe en la perennidad hereditaria que te convierte en atribulado accidente del parto, estos nuevos hombres oponen la simple voluntad de sus individualidades, sin antecedentes ni descendencia, una voluntad que se consume en sí misma y cuya disgregada potencia se llama la historia. Yo pertenezco a los dos bandos, señor mío ; a la venganza contra ellos me impulsa el recuerdo de mi niñez señorial, de mi destino sojuzgado por los hombres de las ciudades que del destino se mofan, pues el suyo fluye con la rapidez misma con que los ducados pasan de unas manos a otras; a la venganza contra ti me impulsa esta pregunta que sólo mientras duermes me atrevo a hacerte: último de los Señores, suma corrupta y crepuscular de los poderes que no arrancaste a los pequeños nobles pero que no podrás mantener frente a los grandes burgueses, ¿serás menos que el pícaro a la fuerza, y menos que el pícaro sabrás, pero no podrás sin el pícaro ser más que el testigo de tu esplendoroso ocaso: nuestro Señor, el último? Bah… Con paciencia marcaré mi tiempo, curaré tus perros y ordenaré tus monterías para que mantengas la semblanza de tu poder; prepararé el inevitable concurso entre tu poder y el de los hombres nuevos; si mi voluntad no flaquea y la fortuna me favorece, árbitro seré entre ambos; y algún día, pierde cuidado, gobernaré en tu nombre como gobernaron los mayordomos de los reyes holgazanes de la Francia.
Guzmán se había paseado alrededor del cuerpo dormido con el largo puñal en alto y Bocanegra, adolorido y azorado, gruñía en tono bajo; entonces Guzmán rió y enfundó la daga. Caminó hasta la puerta donde el gruñido de Bocanegra se multiplicaba ferozmente, la abrió y tomó de manos de los fieles ayudantes de la armada de montería las correas de los lebreles humeantes, amontonados, expectantes, y las vasijas con diversas mezclas. Hizo entrar a los perros a la recámara; Bocanegra, atado a la tabla, no pudo moverse pero ladró con desesperación; los otros perros se acercaron a olerlo, mientras Guzmán los llamaba por sus nombres: aquí, Fragoso; aquí, Hermitaña; abajo, Preciada; quieto, Herreruelo, aquí, Blandil. Tomó de las patas a la hinchada Hermitaña y le fregó las ubres y los pezones negros y adoloridos por el parto que se retardaba; luego la echó sobre la cama del Señor dormido; tomó la vasija de ceniza amasada con vino aguado y se la untó fuertemente a la perra en el sexo entreabierto. Entonces se dirigió a la Preciada con grandes risas y le dijo:
—¿Corno te hallas, Preciadilla? ¡Te sienta bien no comer un día entero! Vieras qué ojillos más tiernos tienes…toma…toma….
Le acercó a la perra un poco de levadura y mientras la famélica comía, la sorprendió metiéndole tres granos de sal en el culo; solté) entonces a Herreruelo, que se fue directamente al hoyo negro de la perra, atraído por temblores de salada hambre, se le montó y comenzó a follarla sobre la cama del Señor; y convocó Guzmán a Blandil sobre la misma cama, le sirvió la mezcla de estiércol de hombre y leche de cabra y el perro comenzó a orinar sobre el lecho mientras Herreruelo y la Preciada fornicaban trabados como un monstruo de dos cabezas y ocho patas y la Hermitaña, por fin, paría en el lecho del amo, un cachorrillo tras otro, y a cada uno, nacido en el remanso de seda entre las patas recogidas y el hocico tibio, los iba limpiando con la lengua y con los colmillos los cortaba del cordón y luego, con el hocico, los acercaba a las tetas palpitantes. Bocanegra ladraba, incapaz de defender, al fin llegada su hora, al amo; Guzmán le arrancò tres pelos del rabo y el can maestro se quedó quieto, como temeroso de ser expulsado de su casa. El sotamontero tomó a Fragoso del cuello y lo arrastró hasta la silla curul del Señor, donde estaban arrojadas las ropas del amo.
—Fragoso, Fragosito, bicho, le murmuró junto al pabellón velludo de la oreja, huele bien la ropilla de nuestro Señor, huele bichito…y anda sobre él. Anda, Fragoso, encima de él.
Guzmán tentó bien los testículos y el pene del perro y lo soltó, lo echó a correr y saltar sobre la cama y a echarse sobre quien dormía, narcotizado por los espesos vapores de la mandràgora, en ella. Sentado en la silla curul sobre las arrugadas ropas del amo, Guzmán miró el espectáculo, riendo, dueño del sueño infinito de su Señor.