Tiempos de gloria (56 page)

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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Tiempos de gloria
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—Por aquí. ¡Vamos! —dijo Brod, impaciente, corriendo ante ella y dirigiéndose hacia los árboles. Maia inspiró profundamente, suspiró y lo siguió.

Ya conocían lo empinado de la isla. Eso quedó bien claro cuando la última carga de abandonadas llegó a lo alto de la planicie, y oyeron cómo la negra caja del montacargas se cerraba con un zumbido electrónico y un chasquido que anunciaba que contenía una bomba. En las primeras exploraciones descubrieron ruinas cubiertas de hierbajos, restos de antiguas murallas. Los bordes de los amplios edificios podían verse antes de que la cumbre quedara oscurecida por densos bosques.

Brod se había reservado la misión de continuar explorando el interior, sobre todo desde que Maia y Naroin perdieron la disputa de la almadía. Había intentado votar a su favor, sólo para descubrir que la opinión de un muchacho no era solicitada ni bien recibida. Las tripulantes consideraban que lo sabían todo sobre navegación y que podían pasarse perfectamente sin los consejos de un alférez bisoño y de ciudad. En su momento, Maia lo había considerado un desprecio innecesario.

—Está por aquí, dentro del bosquecillo —le dijo Brod, abriéndose de vez en cuando paso con un palo—. Quería encontrar el centro de toda esta devastación. ¿Sucedió de una vez, o fueron abandonadas las viviendas lentamente, para dejar que la naturaleza hiciera el trabajo?

Caminando tras él, Maia se permitió sonreír. Cuando se conocieron por primera vez, el muchacho se presentó como «Brod Starklan»., citando todavía el apellido de su clan materno. Naroin conocía la casa, destacada en la ciudad de Enheduanna, próxima a Ursulaborg. Sin embargo, el muchacho cometía un error al comentarlo. Iba a tener que olvidar su claro acento de la costa de Méchant y aprender el dialecto masculino, y rápido.

Pensándolo bien, tal vez habían dejado allí a Brod con el pleno acuerdo y aprobación de sus compañeros, que pretendían burlarse de él, o simplemente quitárselo de encima. De algún modo, Maia dudaba que fuera un pirata de primera.
.Tal vez somos similares en ese sentido. Nadie nos quiere ni nos necesita a su alrededor
.

El sendero continuaba entre altos árboles retorcidos y raíces enmarañadas, mezcladas con ladrillos rotos. Brod siguió hablando.

—Ya casi hemos llegado, Maia. Prepárate para una sorpresa.

Todavía sonriendo indulgente, Maia divisó un claro que se abría un poco más adelante. Probablemente se trataba de unas grandes ruinas, llenas de piedras tan grandes que no dejaban crecer los árboles.

Había visto algo parecido, durante su huida a través de Valle Largo. Tal vez la Casa Lamatia tuviera ese aspecto al cabo de varios siglos. Era algo a tener en cuenta.

Justo cuando los árboles se terminaban, Brod dio un paso a la derecha, dejando sitio a Maia. Al mismo tiempo extendió un brazo protector.

—No te acerques demasiado…

En ese momento, Maia dejó de escuchar. Dejó de oír nada. Un silencioso clamor de vértigo se apoderó de ella cuando se detuvo a contemplar un súbito precipicio.

El desnivel en sí no la habría sorprendido. Los acantilados que rodeaban la isla eran igual de abruptos, y aún más altos. Pero no poseían la textura de la profunda hondonada que tenía delante y que había sido tallada con violencia en el centro mismo del pico. La superficie de la cavidad era suave y cristalina, como si la roca hubiera fluido hasta congelarse bruscamente en su sitio, como miel al enfriarse.

.¿Qué sucedió? ¿Fue un volcán? ¿Seguirá aún activo?

El material era oscuramente translúcido, y le recordaba el antiguo hielo del Glaciar Firme, allá en las remotas tierras del norte. Aquí y allá le pareció percibir contornos abultados, como si la roca, detrás de la capa fundida, estuviera ordenada por capas de estratos, subdividida en segmentos, catacumbas, rasgos geológicos paralelos del pasado remoto del planeta.

Su mente se entretuvo con aquellas observaciones superficiales mientras el resto se tambaleaba.

—Ah… ah… —comentó sucintamente.

—Exactamente lo que yo dije al verlo por primera vez —asintió Brod, solemne—. Es impresionante.

Maia no estaba segura de por qué ni Brod ni ella comentaron el descubrimiento a las demás. Tal vez el consenso se produjo por ser los dos miembros más jóvenes y menos influyentes, ambos recientemente expulsados por aquellas personas a las que consideraban su «famili».. De todas formas, parecía dudoso que ninguna de las marineras pudiera arrojar luz sobre los orígenes de aquel sorprendente cráter. Las mujeres parecían intimidadas por el bosque, y evitaban internarse en él más allá de lo estrictamente necesario para cortar madera.

Naroin se internaba algo durante sus partidas de caza, pero no dio ningún signo de haber visto nada extraño. O bien la contramaestre tenía una vista pésima, cosa que parecía improbable, o también ella sabía cómo poner cara de póquer.

Desde la última vez que habló con Naroin, Maia había empezado a albergar oscuros y recelosos pensamientos.

Incluso su refugio en el casto y adornado mundo de las abstracciones del juego se llenó de inquietud. Era difícil prestar atención a las pautas mentales de puntos cambiantes cuando no dejaba de recordar que Renna languidecía en alguna de aquellas islas dispersas, quizás en una que era visible desde los acantilados del sur. Y también estaba la larga y aplazada conversación que tenía que mantener con Leie.

Los días se sucedían. Por medio de trampas y cazando pequeñas piezas que complementaran el suministro de comida deshidratada, Naroin alivió parte de la tensión que siguió a la votación de la almadía. Ese proyecto surgió y se atascó, luego se puso de nuevo en marcha, superando cada dificultad encontrada. Varias sólidas plataformas de troncos cortados yacían ahora secándose al sol, sus cortezas bien amarradas y tensándose hora tras hora. Maia había empezado a preguntarse si Inanna, Lullin y las otras sabían, al fin y al cabo, lo que estaban haciendo.

Charl, una marinera fornida y algo hirsuta del lejano noroeste, consiguió usar un largo palo para agarrar el cable que colgaba bajo el montacargas cerrado. Creyendo en la advertencia de las piratas de que había trampas explosivas, las vars consiguieron pasar delicadamente el grueso cable por un rudo aparejo de diseño propio. En teoría, ahora podían bajar las cosas hasta la mitad del camino antes de tener que usar cuerdas hechas con enredaderas. Era una hazaña inteligente e impresionante.

Pero la habilidad del grupo de fugitivas no parecía impresionar a Naroin. A pesar de sus dudas, Maia intentó ayudar. Cuando Inanna le pidió que preparara una burda guía para navegar, Maia lo intentó lo mejor que pudo. En realidad, sólo tenían que conseguir salir del angosto archipiélago y luego dirigirse hacia el norte. Las corrientes principales no eran las perfectas en aquella estación. Pero los vientos eran buenos, así que si conseguían mantener bien hinchada la vela hecha de mantas, y tenían buena mano con el timón, debería ser posible alcanzar el Continente del Aterrizaje en menos de dos semanas. Maia pasó una tarde repasando para las otras, con la ayuda de Brod, cómo avistar de noche ciertas estrellas, y cómo juzgar el ángulo del sol durante el día. Las mujeres prestaron toda su atención, sabiendo que la propia Maia no tenía intención de abandonar la cadena de islas. No mientras Leie y Renna estuvieran a escasos kilómetros de distancia.

Había otra cosa más que Maia podía hacer para ayudar.

Brod se la encontró un día recorriendo el último de una larga serie de circuitos de la isla, lanzando trocitos de madera al agua en momentos diferentes y viendo cómo flotaban. El muchacho comprendió lo que hacía inmediatamente.

—¡Ya sé! Tendrán que conocer las corrientes, sobre todo las de cerca de los arrecifes, para no chocar contra ellos.

—Eso es —respondió Maia—. El montacargas no está situado en el mejor lugar para botar una embarcación tan frágil. Supongo que escogieron el lugar por su altura conveniente. Tendrán que elegir el momento adecuado, o acabarán nadando entre un montón de trozos de madera.

Era una imagen aterradora. Brod sonrió seriamente.

—Tendría que haber calculado eso primero. —Había un claro tono de resignación en su voz—. Supongo que te das cuenta de que no soy un gran marino.

—Pero eres oficial.

—Alférez, vaya cosa. —Se encogió de hombros—. Buenas notas en las pruebas y la influencia familiar. Soy malísimo en todo lo que sea práctico, desde hacer nudos hasta pescar.

Maia imaginó que debía de resultarle difícil decir aquello. Para un muchacho, no ser bueno en las artes marineras era casi como no ser hombre. No había muchas otras oportunidades de empleo para un varón, aunque tuviera una educación tan buena como la de Brod.

Permanecieron sentados juntos al borde del acantilado, contemplando y midiendo el movimiento de los trozos de madera de abajo. Entre medidas, Maia jugaba con el sextante, trazando ángulos entre varias de las islas situadas al suroeste.

—La verdad es que me gustaba estar en la Casa Starkland —le confesó Brod en un momento, y luego se apresuró a asegurar—: No soy ningún niño de mamá. Es que era un lugar muy feliz. Las madres y hermanas eran… son gente agradable. Las echo de menos. —Se rió con cierta brusquedad—. Famoso problema para las vars de mi clan.

—Ojalá Lamatia hubiera sido así.

—No. —Él miró a través del mar hacia ninguna parte en especial—. Por lo que me has dicho, mantenían una distancia honorable. Hay ventajas en eso.

Observando sus ojos tristes, Maia fue capaz de creerlo. En la naturaleza humana es fuerte la tendencia de experimentar amor hacia los hijos de tu vientre, aunque sólo sean medio tuyos. Maia sabía de clanes en Puerto Sanger que tenían fuertes lazos con sus hijas del verano, y a los que les resultaba difícil dejarlas marchar. En tales casos, la partida era auxiliada por la natural urgencia adolescente de dejar un puerto secundario. Imaginó que la combinación de un hogar amoroso con haber crecido en una ciudad excitante hacía mucho más difícil olvidar y perdonar.

Eso no impidió que sintiera un ramalazo de envidia.
.No me habría importado saborear un poco su problema
.

—Pero eso no es lo que más me molesta —continuó Brod—. Sé que tengo que superarlo, y lo haré. Al menos Starkland celebra reuniones de vez en cuando. Muchos clanes no lo hacen. Es curioso lo que acabas echando de menos. Ojalá nunca hubiera tenido que renunciar a esa biblioteca.

—¿La de la Casa Starkland? Pero también hay bibliotecas en los santuarios.

Él asintió.

—Tendrías que ver algunas de ellas. Kilómetros de estanterías repletas de volúmenes impresos, con tapas de cuero, letras doradas. Increíble. Y sin embargo, podrías meter toda la biblioteca de Faro Trentinger en sólo cinco cajas de datos de las que tienen en la Universidad de Enheduanna. La Vieja Red aún funciona allí, ¿sabes? —Brod sacudió la cabeza—. Starkland tenía una conexión. Somos una familia de bibliotecarias. Yo era bueno en ello.

Madre Cil dijo que yo había nacido en la estación equivocada. Si fuera una clónica plena, habría enorgullecido al clan.

Maia suspiró en simpatía con la historia. También ella tenía unos talentos inadecuados para el rumbo que debía tomar su vida. Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos hablara. Se trasladaron a otro lugar, y lanzaron una rama a la espumosa agua y contaron latidos para cronometrar cuánto tardaba en alejarse.

—¿Sabes guardar un secreto? —dijo Brod un poco después. Maia se volvió y le miró a los claros ojos.

—Supongo, pero…

—Hay otro motivo por el que me dejaron en tierra… el capitán y los tripulantes, quiero decir.

—¿Sí?

Miró a derecha e izquierda, y luego se inclinó hacia ella.

—Yo… me mareo. Casi todo el tiempo. Ni siquiera llegué a ver nada de la gran pelea cuando fuisteis capturadas, porque estaba doblado en la popa todo el tiempo. Supongo que no es buena cosa para un tipo que se supone que es un oficial.

Ella miró al chico, calculando lo que le había costado decirle aquello. Con todo, no pudo evitarlo. Maia luchó por contenerse, por mantener la cara seria, pero al final tuvo que cubrirse la boca con una mano y sofocar una carcajada.

Brod sacudió la cabeza. Frunció los labios con fuerza, pero al final no pudo impedir abrir la boca. Bufó. Maia se meció adelante y atrás, sujetándose los costados, y luego estalló en una carcajada. Un segundo después, el joven respondió con una risa que se componía de cortos alaridos entre inhalaciones que más parecían sollozos.

Al día siguiente, un enorme escuadrón de zoors pasó al norte; eran como parasoles de alegres colores, o globos aplastados que hubieran escapado de una fiesta de gigantes. La luz de la mañana se refractaba en sus bulbosas y transparentes bolsas de gas y en sus oscilantes tentáculos, proyectando sombras multicolores sobre las claras aguas. La formación cubría de parte a parte el horizonte.

Maia, con Brod y varias mujeres más, observaba desde el precipicio recordando la última vez que había visto grandes flotadores como aquéllos, aunque nunca hubiese visto tantos. Fue desde la estrecha ventana de su celda, en Valle largo, cuando creía que Leie estaba muerta, cuando todavía no conocía a Renna y le parecía estar completamente sola en el mundo. Según todos los indicios, debería sentirse menos desolada ahora. Leie estaba viva, y había jurado volver a recogerla. Maia se preocupaba por Renna constantemente, pero no era probable que las saqueadoras le hicieran daño, y todavía era posible rescatarlo. Incluso tenía amigas, más o menos, en Naroin y Brod.

.¿Entonces por qué me siento peor que nunca?

Sabía que la tristeza es relativa, y que el dolor actual es casi siempre peor que su recuerdo. Aquel cautiverio más suave no aliviaba su amargura al pensar en el comportamiento de Leie, ni su preocupación por Renna o su sensación de indefensión.

—¡Mirad! —exclamó Brod, señalando al oeste, hacia la fuente de la migración zoor. Las mujeres se protegieron los ojos con la mano y, una a una, se quedaron boquiabiertas.

Allí, en mitad de la armada flotante, surgiendo del resplandor, pasaron tres imponentes gigantes cilíndricos, deslizándose plácidamente como ballenas entre medusas.

—Pontoos —jadeó Maia. Las bestias en forma de puro medían cientos de metros, y se parecían más al hermoso zep’lin que adornaba la cubierta de su sextante que a los zoors que las rodeaban o incluso a los pequeños dirigibles que ahora se utilizaban para repartir el correo. Sus flancos titilaban con facetas como escamas iridiscentes, y arrastraban largos y finos apéndices que, a intervalos, sumergían en las olas para coger cosas comestibles o absorber agua que descomponer, con la luz del sol, en hidrógeno y oxígeno.

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