Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
La galera es un excelente navío, pero no puede alejarse del litoral. No a causa de las tempestades, sino porque el número de remeros —obligatoriamente muy alto— y su desgaste físico exigen mucha agua. Por lo tanto, todas las noches hay que llevar el navío hasta la costa para que los remeros puedan beber. Son necesarios muchos remeros y es imposible transportar suficiente agua.
La época de los cretenses también se llama «edad de Bronce». Sólo después del año 1000 a.C, las armas se construirán en hierro y acero.
Egipto fue quien civilizó a Creta. Si un navío sale del Delta por la mañana, llega a Creta por la noche. Y, por su parte, Creta será la que civilice a Grecia, muy próxima, en el norte.
Los cretenses practicaban el comercio marítimo entre las dos orillas del Mediterráneo. Y, puesto que el comercio produce riqueza de manera más rápida que la agricultura, pronto se hicieron muy ricos. Adaptaron la formidable arquitectura egipcia a una proporción humana. Construyeron para sus reyes magníficos palacios; el más famoso sigue siendo el del rey Minos, en Cnosos. Los griegos lo llamaron «el laberinto» porque se perdían en él. Creta se convirtió en una civilización extremadamente refinada, con ricas pinturas en vivos colores, ornadas de bellísimas mujeres (entre ellas, una era tan elegante que los arqueólogos la llamaron la «parisiense»).
Un hacha doble, el
labrys
, era el emblema del rey Minos. Los romanos recogerán este símbolo, que aún figura en el pasaporte de algunos países.
El palacio de Cnosos era fabuloso, con sus cortesanos, sus frescos y sus juegos. El comercio internacional de la época intercambiaba joyas egipcias, vasijas de Rodas, Perfumes, estaño, marfil, púrpura, esclavos y, también, modas. Hay que señalar que los cretenses inventaron las corridas de toros. Y que los toreros eran mujeres. El simbolismo está claro: allí, el genio femenino subyuga a la fuerza del macho.
Pero estos refinados comerciantes serán, en el primer milenio antes de nuestra era, conquistados y dominados por los dos pueblos a los que habían civilizado: los griegos y los fenicios. Quizá también sufrieran mucho por la formidable erupción volcánica de la isla de Santorini.
Los griegos ocupaban el mar Egeo, y los fenicios el Líbano. Tiro era el gran puerto fenicio; en cuanto a los puertos griegos, eran numerosísimos. Estos dos pueblos marinos eran competidores y no pertenecían al mismo universo cultural. Los griegos hablaban una lengua europea («indoeuropea», dicen los lingüistas, porque el indi pertenece a la misma familia), los fenicios una lengua semítica (de donde nació el árabe).
A los fenicios —mejores comerciantes que los griegos porque únicamente se dedicaban al comercio— debemos una invención capital: el alfabeto.
La escritura egipcia o china eran extremadamente incómodas para los comerciantes: contenían demasiados ideogramas (decenas de miles). Para gestionar mejor sus negocios, los fenicios dejaron de utilizar aquellos miles de dibujos que les ofrecían los jeroglíficos, y los sustituyeron por una veintena de signos abstractos, sin ningún significado propio. El principio de una escritura alfabética era muy antiguo, los textos de Ugarit, del siglo XIV a.C, dan testimonio de ello, pero es cierto que son los fenicios los que extienden su uso —más propicio para el comercio—, puesto que las letras unidas pueden servir a todas las lenguas imaginables.
El alfabeto supuso un extraordinario progreso intelectual. La lectura alfabética exige más esfuerzo que la comprensión de los dibujos jeroglíficos. En efecto, al contrario que los ideogramas, las letras no representan nada; por lo tanto es más difícil aprender a leerlas. Pero cuando se sabe leer, qué maravilloso instrumento es la lectura. Hay que lamentar la tendencia actual a utilizar imágenes en lugar de leer. Hoy en día, en un cuadro de mandos, ya no se escribe «apretar»; se dibuja un símbolo.
Y, sin embargo, el poder real siempre pertenecerá a quienes saben leer, no a los que sólo miran imágenes —a pesar de los ordenadores—. Los franceses, por ejemplo (y sucede lo mismo con los ingleses y los demás), leen y escriben mucho peor que sus abuelos, y sobre todo menos frecuentemente.
Con la excepción de chinos y japoneses, hoy todos los pueblos del mundo han adoptado el alfabeto, ya sea latino, cirílico, griego, árabe, etcétera.
En el Mediterráneo, fenicios y griegos no se van a enfrentar en una guerra, sino que se repartirán las zonas de influencia.
Tanto unos como otros fundaron colonias. No en el sentido moderno del término: para ellos la cuestión era crear fundaciones, «enjambrarse» como las abejas.
En una ciudad, cuando la población se hacía demasiado numerosa, doscientas o trescientas familias partían hacia otros litorales con el objetivo de fundar una nueva ciudad, hija de la primera, pero independiente. No lo sentían como un exilio porque en el Mediterráneo por todas partes surgen los mismos paisajes, ya sea en el Líbano o en la Costa Azul. Desde el momento en que llevaban consigo sus armas y sus leyes, no se sentían desterrados en absoluto.
Las colonias griegas se situaron principalmente en la costa norte: por supuesto, en el mar Egeo (su patria de origen), pero también en el mar del Norte (Crimea se parece a Grecia), en el Adriático, en Italia, en el sur de Francia y en la mitad oriental de Sicilia. Niza en griego significa «Victoria». Marsella también es una fundación helénica: cuando los deportistas leen en
L’Équipe
la expresión «ciudad focense» a propósito del Olympic de Marsella, esto recuerda que Marsella fue fundada por una ciudad del mar Egeo situada en Asia Menor y llamada Focea. «Nápoles» viene de
Neapolis
, «ciudad nueva». Siracusa fue en Sicilia una brillante capital helénica.
En la costa sur, los griegos sólo se instalaron en Cirenaica (igual que Crimea, es una cadena montañosa que va de este a oeste deteniendo los malos vientos del interior). Allí fundaron cinco ciudades cuyas ruinas permanecen admirables: Cirene, Apolonia, Ptolemaida, Arsinoé y Berenice (la actual Benghazi).
Sin embargo, las colonias fenicias, aparte de Cirenaica y del oeste de Sicilia, se fundaron en la costa sur del Mediterráneo. En 800 a.C, Tiro fundó en Túnez la ciudad de Cartago, que se haría mucho más poderosa que ella misma. También allí, los nombres (la toponimia) recuerdan el pasado, en este caso libanes y semita: Gabes y Cádiz son palabras fenicias; Cartagena quiere decir «Nueva Cartago», etcétera.
A pesar de los impedimentos técnicos de las galeras, estos grandes navegantes se alejaron intrépidamente del Mediterráneo. Los griegos, tras haber pasado las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar), remontaron las costas oceánicas hacia el norte, hasta las islas británicas y el mar Báltico. Los fenicios, por su parte, descendieron el mar Rojo hacia el sur, hasta la India. Incluso recorrieron África por cuenta del emperador Necao II, hacia el 600 a.C. Partiendo de Egipto, las galeras fenicias navegaron hacia el mediodía con la costa a su derecha. Todas las noches, los marineros conducían sus navíos hasta la orilla para hacerse con agua y comerciar con las tribus indígenas. Tras meses de navegación se dieron cuenta con sorpresa de que, aun siguiendo la costa a la derecha, el sol, que desde el inicio del viaje se levantaba por la izquierda, ahora lo hacía por la derecha. Comprendieron que habían dado la vuelta a África y que remontaban hacia el norte. En efecto, no tardaron en franquear el estrecho de Gibraltar.
Así se abrieron las costas marítimas al hombre de aquella época y también los viajes de largo recorrido —África, la India, el Báltico—, aunque continuaba siendo imposible alejarse de la costa. Las primeras cartas marítimas datan de aquellos tiempos. Los hombres de entonces tenían ya una idea más o menos completa del antiguo mundo: Europa, Asia, África.
Los griegos, a diferencia de los fenicios, no fueron sólo comerciantes. En política, inventaron y experimentaron en sus ciudades todas las formas imaginables de gobierno: democracia (de demos, pueblo, y
kratos
, poder), monarquía (de monos, uno, y
arkhé
, mando), plutocracia (
plutos
, riqueza), oligarquía (de
oligoi
, poco numeroso), etcétera.
En realidad, no todas las ciudades griegas fueron comerciantes. Atenas, la gran urbe del Egeo, fue una democracia marítima; pero, en el corazón montañoso del Peloponeso, la ciudad de Esparta, su rival, fue una oligarquía militar y continental —un auténtico territorio de guerreros en medio de unos vecinos subyugados, los
hilota
—. Sin embargo, la decena de ciudades griegas del Mediterráneo hablaban la misma lengua, adoraban a los mismos dioses (Zeus, Afrodita, etcétera) y tenían santuarios comunes, como Delfos. También compartieron una historia común, micénica primero, helénica después. Y una literatura fundadora: la
Ilíada
y la
Odisea
homéricas.
Cada cuatro años, las ciudades enviaban a sus representantes a Olimpia para disputar los juegos pacíficos. Evidentemente, se trata de los Juegos Olímpicos, concurso deportivo pero también de elocuencia, de poesía, de filosofía. Los griegos incluso contaban el tiempo en función de estas reuniones olímpicas: «en tiempos de la tercera olimpiada, en tiempos de la quinta olimpiada...».
La influencia histórica de la civilización helénica fue tan grande que, en la actualidad, en la mayoría de las lenguas europeas, las palabras cultas son griegas: «helio-terapia» procede de
therapeia
, cuidado, y
helios
, sol; «talasoterapia», de
thalassa
, mar; «galaxia», de
gala
, leche (nuestra galaxia surge en la noche como un lechoso reguero de estrellas); «hipnótico», de
hypnos
, sueño.
Sencillamente, la lengua griega es el alfa y el omega (primera y última letras del alfabeto griego) de nuestras actuales lenguas.
También son los griegos quienes inventaron la geometría y formularon los teoremas (otra vez una palabra griega) cuyos nombres conocen todos los lectores: el de Pitágoras, Euclides o Arquímedes, que fueron grandes sabios helenos. Y descubrieron la cifra pi (una letra griega) para calcular la circunferencia del círculo.
Resulta imposible evocar el mundo mediterráneo de aquella época sin hablar de un pequeño pueblo que tuvo una extrema importancia ideológica: el pueblo judío o «hebreo».
Los judíos no eran marinos, sino de origen beduino, por eso eran nómadas que se movían entre Egipto y Mesopotamia. Su historia empezó con la salida de Egipto, el Éxodo (la Pascua), y estuvo marcada, ya lo hemos visto, por un cruel exilio en Mesopotamia, «a orillas de los ríos de Babilonia».
Por fin se hicieron campesinos en Palestina, precisamente en la frontera de las influencias del Nilo y del Éufrates. Allí fundaron, alrededor de la ciudad santa de Jerusalén, un pequeño Estado que el rey babilonio Nabucodonosor destruyó en 588 a.C, y que sólo sería restaurado en 1948. Los campesinos hebreos continuaron viviendo en Palestina, bajo diversos protectorados. En la decena de libros santos agrupados en la Biblia aparecen influencias mesopotámicas, egipcias, fenicias (Tiro estaba muy próxima) y griegas. Los judíos inventaron el monoteísmo: un único Dios.
Esa idea de un Dios único ya había sido evocada en numerosas ocasiones, en particular por el faraón egipcio Akenaton (1374-1354 a.C), pero sin éxito duradero.
Son los judíos quienes consiguen imponer el Dios único, afirmar que las estrellas o el mar no son Dios, abandonar a los ídolos.
De aquí se van a derivar numerosas consecuencias ideológicas.
La naturaleza ya no es divina, ha sido creada, y el hombre está llamado a dominarla. Son las primeras palabras de la Biblia, en el libro del Génesis.
El tiempo ya no es cíclico. La historia nene un sentido -el de la salvación— El mundo creado está incompleto, pero al final se realizará. Esto es lo que se conoce como mesianismo, cuyas implicaciones son enormes.
El futuro puede ser mejor que el pasado. El tiempo ya no es una rueda, es una flecha que va hacia algún lugar. El cambio deja de ser una maldición; al contrario, los profetas (aquellos que hablan en nombre de Dios) lo piden en sus plegarias. De este modo aparece en la historia de los hombres la idea de progreso.
El judaísmo impone igualmente la idea de persona: si Dios es «Uno», el hombre también es alguien. El individuo ya no es despreciable, la injusticia deja de ser aceptable. Por otra parte, el Dios judío, Yahvé, es un Dios bueno y no una divinidad lunática como los dioses paganos. Ama a su pueblo y a todos los seres, como un amante ama a una mujer. Leamos lo que el profeta Isaías pone en boca de Dios: «Por un breve instante, sentí cólera contra ti. Pero es imposible olvidar a la mujer de tu juventud. Entonces, conmovido por una inmensa ternura, me volví hacia ti».
Leamos el
Cantar de los Cantares
, libro bíblico que, en el origen, describe los amores carnales de un hombre y una mujer: «Los brazos de mi amante son cilindros de oro, su sexo una masa de marfil», dice la mujer, y el hombre responde: «Los senos de mi bienamada son como racimos de palmeras, subiré a la palmera para coger los racimos. Ábreme tu puerta, hermana, compañera». A lo que la amante replica: «Mi amante avanza la mano por el postigo de la puerta y hace que mis entrañas tiemblen. Hijas de Jerusalén, decidle que muero de amor».
Este texto erótico sirve para que los creyentes entiendan la intensidad del amor de Dios. Acaba con esta sublime afirmación: «El amor es más fuerte que la muerte. Las grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos sumergirlo».
Mientras que los comerciantes griegos y fenicios surcaban los mares, los creyentes de Palestina habían cambiado la representación religiosa del mundo.
H
ACIA EL SIGLO
VI a.C, el hombre dominaba la Tierra en Egipto, Mesopotamia, la India y China, además de las costas marítimas de Eurasia.
En esta fecha, asistimos a la primera tentativa de globalización. Los hititas de Anatolia habían intentado conquistar Oriente Próximo. El faraón los había vencido en Qades, en 1299. Sin embargo, los persas lo conseguirán. Los persas serán el instrumento de este universalismo.
Estos eran unos nómadas indoeuropeos (el persa está emparentado al mismo tiempo con el griego y el sánscrito), herederos de los escitas, un pueblo de las grandes estepas.