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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

Toda la Historia del Mundo (2 page)

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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El estudio de la prehistoria moviliza a miles de sabios e investigadores. Aquí no pretendemos entrar en detalles —paleolítico inferior, medio o superior, mesolítico, etcétera—, sino incitar a la reflexión sobre lo esencial. Por ejemplo, ¿desde cuándo existe el hombre?

Sobre esta cuestión se enfrentan dos escuelas.

Los especialistas en animales nos responden que el hombre apareció hace dos o tres millones de años, a partir de grandes primates hoy desaparecidos, mucho más evolucionados que los chimpancés actuales, capaces de mantenerse en pie y de fabricar útiles.

Pero la postura bípeda, que favorece la acción porque libera las manos, no es lo propio del ser humano, al contrario de lo que afirma el cómic
Rahan,
que define a los hombres como «aquellos que caminan con los pies». Los gorilas también pueden mantenerse en pie. Fabricar útiles tampoco es un signo absolutamente humano. Los chimpancés saben servirse de instrumentos. Por ejemplo, para comer los huevos de un nido de termitas, introducen en él una caña hueca que luego absorben. De este modo, los numerosos esqueletos reconstruidos a partir de osamentas esparcidas que datan de hace un millón de años, como la famosa «Lucy», sólo demuestran que en aquella época existían grandes primates superiores, y no que esos seres ya fueran humanos.

La otra escuela, la de los antropólogos, piensa en general que la aparición del hombre es mucho más reciente, tal vez se remonte a doscientos o trescientos mil años. Evidentemente, nosotros estamos muy próximos a los grandes simios, e incluso a todos los mamíferos. Este es el motivo por el que amamos a los perros, cuyas emociones son semejantes a las nuestras. Un perro siente afecto, celos, tiene un instinto jerárquico y territorial, igual que nosotros y que el conjunto de los mamíferos.

Pero lo propio del ser humano no es la emoción, ni mantenerse en pie, ni la fabricación de útiles. Lo propio del ser humano es el lenguaje.

Los animales carecen de lenguaje, disponen de gritos. Aunque a veces muy complejos, son gritos o señales previstos por el código genético de sus especies. También los animales cambian únicamente por mutación genética, y una mutación genética positiva sólo será seleccionada después de miles de años...

Un perro viejo o un caballo viejo han aprendido mucho durante sus vidas, pero cuando mueren su experiencia desaparece con ellos, puesto que no han podido comunicarla.

La invención del lenguaje es lo propio del hombre. Por medio del lenguaje, el hombre viejo puede comunicar a los más jóvenes lo que ha aprendido. Nosotros consideramos que más allá de la transmisión, la relación maestro-discípulo es la que ha constituido la humanidad. Sin ella, nos convertiríamos en animales; de ahí el peligro de las delirantes ideologías que cuestionan esta relación.

Gracias al lenguaje, las mutaciones de la humanidad ya no son «genéticas», sino «culturales». Ya no necesitan miles de años, sólo años. Gracias al lenguaje, la especie humana se ha extendido por la Tierra y se ha transformado con una rapidez desconocida hasta entonces. La especie humana ya no es exclusivamente «natural»; es «cultural». Cierto es que las mutaciones genéticas siguen con su lento ritmo. Así, desde hace doscientos mil años, los colores de la piel han cambiado. En países muy soleados como los de África o el sur de la India, la selección natural ha favorecido la supervivencia de los mutantes de melanina (piel negra), mientras que las pieles blancas se han visto favorecidas en los países nórdicos, en donde la oscura se ha debilitado. Pero estas mutaciones son superficiales hasta tal punto que, cuando se descubre un esqueleto, es imposible deducir cuál era el
color
de su piel. Se han encontrado cráneos alargados, «dolicocéfalos», o cabezas redondeadas, «braquicéfalas», pero esto no se relaciona en absoluto con el color de la piel. Los primeros hombres probablemente fueron «café con leche», a lo que tienden a volver sus descendientes debido a los flujos migratorios: «United Colors of Benetton».

Una mutación genética más interesante es la que ha convertido a la mujer en la más hermosa de las hembras mamíferas. Por lo general, entre los mamíferos, los machos son más bellos que las hembras. Así sucede con el león y con el ciervo. Entre los hombres es a la inversa. ¿Por qué?

Porque la selección natural tenía que resolver un problema contradictorio. La hembra humana necesitaba una pelvis más estrecha que la de las hembras tetrápodas para poder correr con los pies y, así, escapar de los depredadores. Pero también era necesario que tuviera una pelvis lo suficientemente ancha como para ser capaz de dar a luz. Es sabido que, en arquitectura, las obras maestras son, a menudo, el producto de la solución de exigencias contradictorias. Así pasó con la arquitectura femenina, cuyas extraordinarias curvas en forma de guitarra son el resultado de dos necesidades opuestas de nuestra especie: correr rápido y dar a luz.

Pero si las mutaciones genéticas continuaron a ritmo lento, lo propio de la humanidad fue la mutación cultural a ritmo acelerado por el lenguaje.

¿Cómo puede imaginarse la aparición del lenguaje y, por lo tanto, de la humanidad? Sabemos que se produjo en África oriental hace unos centenares de miles de años.

También sabemos que el clima de nuestro planeta cambia con el curso de los años. Se producen cambios regulares: el ciclo de los períodos glaciares e interglaciares, que abarca más o menos ciento veinte mil años. Durante los períodos glaciares, la Tierra es más fría, los glaciares cubren el medio oeste americano y descienden por Europa hasta Bélgica. No existe el Sahara. El nivel del mar es más bajo y se puede pasar a pie desde Asia hasta América (por el estrecho de Bering) y desde Francia hasta Inglaterra (por el paso de Calais).

Actualmente, vivimos en un período más cálido, «interglaciar». (Dentro de los períodos interglaciares también se dan cambios climáticos, pero más moderados; recordaremos esto.)

El último período glaciar terminó hace trece o catorce mil años. Tal vez el surgimiento de la humanidad fue debido a un acontecimiento climático brutal ocurrido hace varios centenares de miles de años.

Imaginemos una canícula o una sequía que dura veinte años. Los bosques se queman y desaparecen. Los primates, animales de los bosques, recolectores de frutos, se encuentran de repente en la sabana. En los árboles, consumían frutos u hojas, y, de manera excepcional, cuando una ardilla les caía en las manos, carne. Se puede pensar que en la sabana la mayoría de ellos murió de hambre o se replegó hacia los bosques ecuatoriales. Pero un grupo supo inventar la caza. Es verdad que muchos mamíferos son cazadores, pero los primates son recolectores; la caza no aparece en su código genético. Entonces se pusieron de pie para ver por encima de la hierba, algo de lo que ya eran capaces aunque apenas lo practicaban en los árboles. Luego, intentaron capturar las piezas con trampas, enormes agujeros que cavaban en el suelo, o desniveles naturales (la Roche de Solutré). Débiles y desnudos, se vieron obligados a organizarse, a enviar exploradores para abatir la caza (técnicas que luego utilizarían en sus campañas todos los grandes capitanes). Para transmitir las órdenes desde lejos, necesitaron emplear sonidos que no formaban parte de su herencia fonética. Había nacido el lenguaje. Anteriormente tenían la capacidad de hablar, pero no la utilizaban. Nuestros actuales chimpancés tienen capacidad de lenguaje. Como no tienen cuerdas vocales no pueden hablar, pero hay investigadores que han logrado enseñarles el lenguaje de los sordomudos.

De este modo, en algún lugar del África oriental, hace doscientos o trescientos mil años, uno o varios grupos de primates inventaron el lenguaje.

E inmediatamente su universo cambió.

La invención del lenguaje fue una cuestión práctica: se trataba de transmitir órdenes orales no previstas por el código genético, y destinadas a la ejecución de acciones de caza precisas.

Pero, al mismo tiempo, el lenguaje creó una neurosis: la del futuro.

Los animales no tienen ninguna noción de futuro. Disponen de la memoria del pasado, pero ninguna preocupación por el futuro. Cuando el animal tiene el suficiente alimento y afecto, es perfectamente feliz dentro de un eterno presente. No imagina que pueda morir. No se angustia ni se esconde salvo que se sienta amenazado
hic et nunc
, aquí y ahora, por los depredadores, el hambre o la enfermedad.

Tras la invención del lenguaje simbólico, los primates que caminaban con los pies se transformaron en hombres angustiados; la neurosis humana es original.

Por la noche, rememorando juntos la jornada de caza, se dieron cuenta de que uno de los cazadores había desaparecido: el león lo había matado, estaba muerto.

Al imaginar por medio de palabras la caza del día siguiente, comprendieron que corrían el riesgo de morir. También existía la enfermedad, la vejez. De pronto se abrieron horizontes metafísicos y angustiosos ante estos «animales desnaturalizados» (como reza el título de un bonito libro de Vercors).

¿Qué es el hombre? Un ser que sabe que va a morir y que necesita contarse historias. Contarse historias para soportar esa idea insoportable de la finitud, para conjurar la necesidad ineludible de la muerte.

Contarse historias para acercarse a sus semejantes, para reconfortarse con sus palabras, para formar con | ellos una humanidad.

Capaz de prever el futuro, de organizado, el prima-v te humano escapa, al mismo tiempo, de la ley genética. Va a poder hacer cosas que los animales no hacen, para lo bueno y para lo malo.

Para lo malo: los animales, incluso los mamíferos más evolucionados, no son ni buenos ni malos, puesto que actúan según lo que su «programa genético» les impone. Hay muchos combates entre jefes con el fin de establecer la jerarquía, pero éstos sólo acaban en muerte de manera accidental, basta con un gesto de sumisión para apaciguar al vencedor.

No hay asesinos en el mundo animal: el lobo que se come al cordero no comete un asesinato, el lobo no es un lobo para el lobo.

De modo contrario, en el recuerdo original de todas las religiones, afirma René Girard en su libro
Des choses cachées depuis le commencement du monde
[Las cosas ocultas desde el comienzo del mundo], existe el asesino, el «pecado original», el que mata a su hermano (Caín), el que mata a su padre (Edipo). El hombre puede transgredir la ley genética y asesinar a su hermano. «El hombre es un lobo para el hombre», constata el proverbio latino.

La violación es, de igual manera, casi desconocida entre los mamíferos. Un bonito documental de Frederic Rossif,
La Fête sauvage
[La fiesta salvaje], sobre las costumbres del león nos muestra a la leona en celo provocando al macho, simulando ceder, marchándose y sucumbiendo sólo cuando, después de varios días, le viene en gana. En los humanos, los instintos genéticos —jerarquía, territorio, sexualidad— son poderosos. Muchas de las rivalidades de oficina hacen pensar irremediablemente en los combates entre machos. Los soñadores que niegan el patriotismo olvidan que el hombre es un animal territorial; y aunque la sexualidad humana pueda sublimarse en el amor, conserva el formidable poder del deseo genético. Pero el hombre puede transgredir su programa genético. Por ello, los grupos humanos tienen una absoluta necesidad de establecer leyes morales o religiosas con el fin de suplir las carencias de las leyes genéticas.

El hombre es ese ser que ha duplicado su código genético con un código cultural.

Pero el lenguaje también permite al hombre lo mejor.

Al escapar de la lentitud milenaria de las mutaciones genéticas, va a poder cambiar con una increíble rapidez y adaptarse a todo. Eso sí, con la condición de transmitir lo adquirido a través de la educación.

El hombre prehistórico ya es un ser histórico que relata el pasado para construir su futuro. Lo hemos subrayado: destruir la transmisión del maestro al discípulo sería destruir la humanidad.

Ya no existe la «naturaleza» humana; desde la prehistoria hay una «cultura» humana siempre amenazada por el olvido. Transmitir su saber es, en definitiva, lo único que distingue al hombre del animal.

El lenguaje ha proporcionado al hombre una formidable capacidad de adaptación.

Todos los animales son prisioneros de su hábitat, de su «biotopo»; el hombre, no. El ser humano, al haber nacido en África oriental, en un clima demasiado cálido, no tiene pelo, es un «mono desnudo». Y, sin embargo, va a ocupar la Tierra entera, casi hasta ambos polos.

Esto no significa que el hombre cambie de clima, no, sino que lleva consigo su clima e inventa ropa y refugios. Hasta hace poco tiempo, los esquimales eran todavía hombres prehistóricos (puesto que la prehistoria ha durado en algunos rincones de la Tierra hasta mediados del siglo XX). Pues bien, en el Ártico habían logrado vivir de manera ecuatorial inventado técnicas tan ingeniosas que se han convertido en nombres comunes en todas las lenguas: los iglús, que protegen del frío utilizando el frío; los anoraks; los kayaks insumergibles.

Así, el hombre es el único animal con posibilidades de lo mejor y de lo peor: de lo peor porque es la única especie capaz de asesinar y de autodestruirse; de lo mejor porque también es la única capaz de adaptarse a todo, de inventar todo.

Puede elaborarse una especie de historia de la prehistoria.

En primer lugar, aunque hubo varios grupos de primates que se humanizaron, en la actualidad no quedan más que descendientes de uno solo de esos grupos, el de los
sapiens sapiens.
Respecto a los demás, principalmente uno de ellos se multiplicó bastante, ya que se han encontrado restos fósiles hasta en Europa: se trata del
sapiens Neanderthalensis.

El hombre de Neandertal era de apariencia más simiesca. Por ejemplo, estaba dotado de una cresta ósea encima de los ojos que le hacía parecerse a los actuales gorilas. Sin embargo, tenía el cerebro más grande que el nuestro. Conocía el arte, la religión. Enterraba a sus muertos siguiendo complicados ritos.

Señalemos de paso que los objetos de arte y las tumbas son pruebas indiscutibles de humanidad. Pero las tumbas más antiguas que hemos descubierto datan de unos cuarenta o cincuenta mil años atrás; en cuanto a las pinturas rupestres, son todavía más recientes. Esto no tiene nada de sorprendente: estadísticamente, los orígenes siempre escapan al arqueólogo, quien tiene más posibilidades de encontrar objetos cuando éstos ya son numerosos.

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