Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
Hay cuatro períodos de poder: el Imperio Antiguo, hacia 2800 a.C; el Imperio Medio, hacia 2000 a.C; el Imperio Nuevo, hacia 1500 a.C, y la dinastía «Saita»
[1]
, hacia el siglo VII a.C.
La historia del Egipto independiente acaba con la conquista persa en 525 a.C. (y no vuelve a empezar hasta 1950, con Nasser). Esos períodos de poder se ven entrecortados por tres largas épocas de anarquía.
El primer faraón del Imperio Antiguo se llamaba Menes y la capital se situaba en Menfis (no lejos de la actual, El Cairo). Durante el Imperio Antiguo fue cuando se construyeron las pirámides y las tumbas de los faraones Keops, Kefrén y Micerinos. Ante ellas puede entenderse la extraordinaria revolución técnica que significó la revolución agrícola. En el momento en que hay un Estado, una administración y un ejército, pueden construirse pirámides para mayor gloria de los reyes. Los excedentes agrícolas permiten mantener a los escribas, soldados, artesanos y a todos los individuos que ya no son campesinos. Surge la ciudad, puesto que el rey necesita una administración y palacios.
Egipto alcanzó su apogeo durante el Imperio Nuevo e instaló la capital en Tebas, al sur del país. Se ha podido estudiar de cerca el cuerpo del faraón Ramsés II, que reinó entre 1301 y 1235 a.C, y que murió a los noventa años. En efecto, los egipcios embalsamaban los cuerpos de las personas notables, y la momia del rey viajó a Francia para que la examinaran minuciosamente. La avanzada edad de Ramsés II nos permite contradecir una idea extendida, según la cual las expectativas de la vida humana habrían aumentado. En realidad, esas expectativas apenas han cambiado: «Vivimos hasta los setenta años, los más vigorosos llegan hasta los ochenta», dice la Biblia. Sencillamente, por entonces, los viejos eran pocos (había un número más elevado entre los dirigentes que entre los campesinos; los primeros bebían agua limpia y se cansaban físicamente menos que los segundos).
La última dinastía independiente de Egipto estableció su capital en Sais, junto al Delta.
Todo el mundo conoce la prodigiosa arquitectura egipcia, de la que pueden admirarse las ruinas ciclópeas de Luxor y Karnak. Pero se ignora que los dirigentes egipcios vivían rodeados de un lujo muy moderno.
Tras Egipto, el Estado surgió en Mesopotamia: primero en el sur, en Sumeria, hacia 2600 a.C; luego en el medio Éufrates, con el antiguo Imperio babilónico, en donde reinó hacia 1730 el rey Hamurabi, famoso por haber legado un código de leyes sobre unas tablillas; más tarde, en el alto Tigris, que dominaron desde la capital, Nínive (cerca de la actual Mosul), las dinastías militares y conquistadoras de reyes asirios, con nombres que suenan como declaraciones de guerra (Teglat-Falazar; Sargón, de 669 a 630 a.C; Asurbanipal); y, por fin, de nuevo en el sur, el último Imperio mesopotámico con la prodigiosa ciudad de Babilonia (cercada de la actual Bagdad, pero junto al Éufrates) y el gran rey Nabucodonosor, maldito en la Biblia por haber expulsado a los judíos de Palestina (587 a.C).
«A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión; habíamos colgado nuestras harpas en los álamos de alrededor», dice el Salmo.
También los estados mesopotámicos conocieron una maravillosa arquitectura. Irak es menos rico en monumentos que Egipto sólo porque los mesopotámicos no construían con piedras, como hacían los egipcios, sino con ladrillos, y éstos se conservan mal. Pero basta con entrar en el Louvre y admirar los dragones alados que allí se exponen para convencerse de la fuerza del arte asirio.
Los estados egipcio y mesopotámico, que se tocan en Palestina, mantuvieron intensas relaciones, de paz y, a menudo, de guerra. Eran rivales y aún lo son. En aquellos tiempos se trataba de dos potencias mundiales.
Remontando hacia el este, y quince siglos más tarde, nos encontramos alrededor del río Indo los reinos arios. ¿Por qué quince siglos más tarde? Porque en la región del Indo, aunque es desértica, también llueve. La presión geográfica, por lo tanto, es menos fuerte.
Los estados arios son famosos principalmente por sus tradiciones religiosas. La religión de la India es el brahmanismo. La religión, en el momento del paso a la agricultura, no experimentó la formidable revolución técnica que trajo consigo el nacimiento de los estados. Siguió siendo animista.
El hombre, desde el origen, se pensó como una conciencia, «un ojo abierto al mundo». Así pues, imaginó toda cosa «consciente» y un espíritu divino por todas partes. Influidos por el judeo-cristianismo, los hombres modernos tienden a pensar que la religión es por naturaleza monoteísta. Esto es falso. La religión natural de los hombres es politeísta, el monoteísmo es mucho más reciente. Y el politeísmo no ha desaparecido: la India sigue siendo politeísta.
Si queremos entender las religiones de la Antigüedad, no hay más que mirar a la India actual. La verdad del animismo es que lo divino está en todas partes, verdad que se impone de manera extrema en los indios.
Todavía más al este y hacia la misma época, alrededor del río Amarillo, aparecieron los estados chinos.
Por lo tanto, en el 1000 a.C. nacieron cuatro civilizaciones: Egipto, Mesopotamia, la India y China, agrupando cada una de ellas a una decena de millones de habitantes. Las cuatro permanecen en contacto: muy estrecho, como hemos visto, entre Egipto y Mesopotamia; más lejano, la India y China —separadas por inmensos espacios y que nunca se enzarzaron en guerras—, pero entre todas había un contacto comercial intenso.
Entre estos cuatro centros, la ruta de las caravanas y la ruta de la seda, unen por vía terrestre, a través del gran desierto continental, a Egipto, la India y China.
Los estados chinos, sin embargo, se enfrentaron entre ellos en cruentas guerras. Por eso se les conoce bajo el nombre genérico de «los reinos combatientes». No se unificarán hasta mucho más tarde, en 220 a.C, con el primer emperador Tsin Che Huang Ti, que reinará de 246 a 216 a.C. y quien dará su nombre al país: China es el país de Tsin.
Tras él, en 202 a.C, un aventurero, Lieu Pang, fundó la primera dinastía china, la Han.
La historia de China es comparable a la de Egipto: períodos de fuerza y unidad —el Imperio de los Han de 200 a.C. a 200 d.C; el Imperio Tang, alrededor del año 1000 de nuestra era; el Imperio Song en la Edad Media; el Imperio Mongol en 1206; el Imperio Ming, época de apogeo chino, del siglo XIV al XVI; el Imperio Manchú, de 1644 hasta principios del siglo XX—, distanciados por períodos de división y anarquía. Con una diferencia: China está mucho más expuesta que Egipto a asaltos de los guerreros del otro lado de la Gran Muralla, que continúan en la prehistoria. A menudo, los nómadas la invaden y saquean todo.
Pero China posee un enorme poder de absorción. El guerrero nómada, sentado en el trono por la fuerza de la espada, no tarda en asumir por completo la cultura china, hasta que se inicia una nueva invasión. Los grandes soberanos mongoles (Kubilai, nieto de Gengis Khan, descrito por Marco Polo) o los manchúes (cuyo arquetipo fue la última emperatriz china, llamada Tseu Hi, muerta en 1908) eran originariamente nómadas. Pero ¿cómo imaginar a alguien más chino que Tseu Hi?
La humanidad tal y como la conocemos ha nacido. Nosotros estamos muy próximos a ese mundo agrícola de los primeros estados. China, la India, Oriente Próximo siguen estando en el centro de la actualidad. Sin embargo, nuestras ideas no son las mismas.
Hay que dejar claro (es una de las lecciones de la Historia) que las ideas son las que hacen avanzar a los hombres. La economía es importante, el marxismo lo ha subrayado, y está claro que es la necesidad de gestionar el agua y los graneros lo que provocó el nacimiento del Estado; pero, al contrario de lo que pensaba Marx, no es el motor supremo del ser humano. El fondo del hombre es metafísico, como hemos señalado al describir su surgimiento en la prehistoria. Aunque las ideas neolíticas tienen sus consecuencias.
El progreso no existe en el seno de esas civilizaciones. Ellas representan en sí mismas un inmenso progreso, pero, una vez realizada la revolución agrícola, ya no desean cambiar. Allí el tiempo se concibe como una rueda que gira, como un eterno retorno. La esvástica, o cruz gamada, es un símbolo indio (Hitler arrebató ese logo a los brahmanes): es la rueda del tiempo que gira eternamente alrededor de sí misma. Para el indio, que respeta la tradición, el cambio es una especie de pecado.
Aquellas gentes, mesopotámicos, chinos, indios, egipcios, inventaron muchas cosas —el cero, la pólvora, la brújula—, pero nunca imaginaron utilizar sus inventos como palanca para transformar el mundo; éste es el motivo de la extraordinaria inmovilidad de esas civilizaciones que se transformarán por influencias externas: Egipto, Mesopotamia y la India. Para «el Imperio del Medio», China, aislada, la influencia de las invasiones bárbaras será demasiado débil y siempre absorbida, hasta la llegada de los europeos.
Tampoco existe la revolución —al menos la revolución individual—. Hay que entender que el escándalo ante la injusticia es una idea judeo-cristiana. Todos los animismos son fatalistas. Aún en la actualidad, un brahmán que se cruza con un mendigo moribundo a un lado del camino no siente la necesidad de socorrerlo, piensa que ese hombre, en una vida anterior, debió de cometer muchas malas acciones. Una parte de la miseria que prevalece en esas sociedades procede de ese modo de soportar la injusticia. Según palabras de Edgar Morin, «allí lo intolerable es intolerablemente tolerado».
Los dioses antiguos no son ni buenos ni malos. Son lunáticos y conviene apaciguarlos ofreciéndoles regalos; metales preciosos, sacrificios de animales y, en ocasiones, sacrificios humanos.
Grosso modo, la moral se resume en la obediencia 41 la autoridad. El más importante filósofo chino, Confucio (555-479 a.C), cuya doctrina impregnó profundamente la sociedad china, predica el respeto a las tradiciones y la conformidad social. El místico chino Lao Tse (570-490 a.C.) aconseja a la persona juiciosa la no intervención. De los Vedas, las escrituras sagradas brahmánicas, una especie de
Ilíada
, apenas pueden extraerse consignas morales. Entonces aparece en la India el príncipe Sidarta Gautama (560/480 a.C), llamado Buda. Se trata de la primera revolución de la que haya constancia. Su padre, un príncipe muy rico, no quería que su hijo tuviera conocimiento de las tragedias de la existencia. Así pues, el joven vivía rodeado de belleza en el palacio real. Pero un día se fugó, salió de incógnito del palacio con un criado y se paseó por la ciudad. Allí se cruzó con un cuerpo que llevaban a la pira crematoria. Le preguntó a su criado qué era eso, y aquél le respondió: «Príncipe, a eso se le llama muerte». También se topó con muchos pordioseros y comprendió lo que su padre le había escondido: que el mundo es trágico, que la muerte y la opresión existen.
Su reacción fue abandonar el palacio de su padre y retirarse para dedicarse a la oración y a la contemplación. Esta revolución no da lugar a una transformación de la sociedad, es una renuncia individual, una huida. Buda es el arquetipo del monje, del solitario contemplativo. En cierto modo, el suicidio es el ideal budista. Todo el mundo conoce las imágenes de los bonzos que se inmolan con fuego.
Buda será objeto de una gran veneración y vivirá hasta muy viejo porque no amenazaba el orden social (no será lo mismo que, más tarde, fueron Sócrates para los griegos o Jesús para los judíos). Pero, como el budismo amenazaba al brahmanismo tradicional, lo expulsaron de la India. Sin embargo, durante un tiempo hubo reyes budistas, entre otros, el famoso y sabio Asoka (273-237 a.C). Expulsada de la India, esta religión domina el sureste asiático. En la actualidad, a algunos intelectuales «
hippie-progres
» les tienta el budismo precisamente porque, como Buda, piensan que el mundo es malo y que resulta imposible cambiarlo. El budismo es una religión de desencanto. De esta manera, en el primer milenio antes de nuestra era, el mundo ya estaba bien dibujado.
E
GIPCIOS
, mesopotámicos, indios y chinos temían el mar, un medio muy ajeno a los campesinos. Ya hemos dicho que se comunicaban de oasis en oasis, a través del gran desierto continental, por medio de caravanas de camellos con dos jorobas (el camello de Bactria; el dromedario africano sólo tiene una joroba). Practicaban únicamente la navegación fluvial, descendiendo el Nilo, el Tigris, el Éufrates, el Indo y el río Amarillo.
China y la India están abiertas a los mayores océanos del planeta; en cambio, entre los asirios y Egipto se encuentra el Mediterráneo, que penetra profundamente en las estepas.
El Mediterráneo es un universo al que el gran historiador Fernand Braudel consagró su obra. Su clima, muy particular, es el resultado del contacto entre el Sahara y las lluvias oceánicas que llegan del oeste. En verano, el anticiclón sahariano cubre este mar: clima seco y suave. En invierno, el anticiclón retrocede y deja pasar al Mediterráneo las perturbaciones atlánticas; llueve y nieva sobre las montañas. Por lo tanto, sólo hay dos estaciones, ambas crudas pero luminosas. Igualmente sólo hay dos paisajes: la laguna y la montaña —lagunas en el extremo del Adriático, del golfo de Sirte y en Camarga; montañas en Liguria, Grecia, Líbano, etcétera—. En estos dos paisajes resulta fácil encontrar puertos naturales.
El Mediterráneo era y sigue siendo el centro del mundo. Incluso hoy en día, una potencia no es hegemónica si no domina este mar. Los Estados Unidos, muy alejados de él, más allá del océano, se ven obligados a llegar hasta allí, ahora que quieren dirigir el mundo. También es un magnífico mar, el mar por excelencia,
Thalassa
.
Al norte de la costa egipcia se encuentra una gran isla llamada Creta. Los cretenses iniciaron la navegación marítima mucho antes que los «pueblos del mar» que devastaron Egipto en 1200. Los cretenses inventaron un navío que dominó el mar hasta el Renacimiento: la galera. Un barco rígido, construido en forma de arco, capaz de afrontar las olas y movido por remos. En aquella época, era imposible pensar que se pudiera ir en contra del viento. La galera sólo utilizaba la vela cuando el viento era a favor; en el resto de los casos, utilizaba la fuerza física de los remeros.
Los cretenses eran tan inteligentes como nosotros, pero para pensar en remontar el viento, hace falta tener una concepción de la «mecánica de las fuerzas» —concepción que permite utilizar una fuerza contra sí misma— que sólo se alcanzará en el Renacimiento. Comprobamos que la verdad «científica» es «histórica».