Tokio Blues (34 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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Hatsumi sonrió y me miró a los ojos.

—Es lo más bonito que me han dicho durante este último año. Has hecho que me sienta feliz.

—Quiero que seas feliz. —Me ruboricé—. Pero es extraño. Una persona como tú, que podría ser feliz con cualquiera, ¿por qué se empeña en salir con alguien como Nagasawa?

—Quizá fue inevitable. Ni siquiera yo puedo hacer nada. Nagasawa diría que es responsabilidad mía.

—Sin duda. —Le di la razón.

—Watanabe, yo no soy muy inteligente. Soy una chica más bien tonta y chapada a la antigua. No me interesan ni los sistemas ni las responsabilidades. Me bastaría con casarme, que el hombre que amo me tomara entre sus brazos todas las noches, tener hijos. Lo único que deseo es esto.

—Él busca algo completamente distinto.

—Pero las personas cambian, ¿no crees? —me preguntó Hatsumi.

—¿Te refieres a cuando se enfrentan a una sociedad que las vapulea y no les queda más remedio que madurar a golpes?

—Al estar un tiempo separados, quizá cambien sus sentimientos hacia mí.

—Esto es lo que le sucedería a una persona normal —dije—. Pero él es distinto. Tiene una voluntad mucho más fuerte de lo que podamos imaginar, y además cada día que pasa se refuerza en su postura. Nagasawa se crece ante las dificultades. Es una persona capaz de comer una babosa antes que volver la espalda. Hatsumi, ¿qué esperas de alguien así?

—No puedo sino esperarle. —Hatsumi apoyó la mejilla en la palma de la mano.

—¿Tanto le quieres?

—Sí —respondió de inmediato.

—¡Vaya! —Suspiré y bebí el resto de la cerveza—. Debe de ser magnífico estar tan seguro de que amas a alguien.

—No soy más que una mujer tonta y chapada a la antigua —repitió Hatsumi—. ¿Quieres más cerveza?

—No, gracias. Debo irme. Gracias por el vendaje y la cerveza.

Mientras me levantaba y me ponía los zapatos junto a la puerta, sonó el teléfono. Hatsumi me miró, miró hacia el teléfono, volvió a mirarme a mí.

—Buenas noches. —Me despedí.

Abrí la puerta y salí. Cuando me disponía a cerrarla sin hacer ruido, vi de refilón a Hatsumi con el auricular en la mano. Ésta es la última imagen que conservo de ella.

Llegué a la residencia a las once y media. Fui directamente a la habitación de Nagasawa y llamé a la puerta. Al décimo golpe, me acordé de que era un sábado por la noche.

Los sábados por la noche Nagasawa, con el pretexto de alojarse en casa de unos parientes, pedía un permiso de pernoctación.

Entonces me dirigí a mi cuarto, me quité la corbata, colgué la chaqueta y los pantalones de una percha, me puse el pijama, me lavé los dientes. Pensé con resignación que el día siguiente sería domingo. Me dio la impresión de que cada cuatro días llegaba el domingo. Al cabo de dos domingos cumpliría veinte años. Me tumbé en la cama contemplando el calendario colgado de la pared, sumido en la tristeza.

El domingo por la mañana me senté a la mesa y escribí a Naoko, como de costumbre. Redacté una larga carta mientras tomaba una gran taza de café y escuchaba un viejo disco de Miles Davis. Al otro lado de la ventana caía una lluvia fina, el interior de la habitación estaba frío como un acuario. El jersey de lana grueso que acababa de sacar de la caja donde guardaba la ropa olía a naftalina. En el extremo superior del cristal de la ventana había posada una mosca gorda, completamente inmóvil. La bandera del sol naciente colgaba, porque no soplaba el viento, lacia y enrollada al asta como los bajos de la toga de un senador. Un perro color fuego y de aspecto apocado que se había colado en el jardín andaba olisqueando las flores de los parterres. ¿Qué pretendía aquel perro olisqueando las flores en un día de lluvia? No logré adivinarlo.

Escribía sentado a la mesa y, cuando la mano derecha, que sostenía la pluma, empezaba a dolerme, dejaba vagar la mirada en el patio bajo la lluvia.

A Naoko le conté que me había hecho un corte profundo en la palma de la mano mientras estaba trabajando en la tienda de discos. También le expliqué que el sábado por la noche Nagasawa, Hatsumi y yo habíamos ido a celebrar que Nagasawa había aprobado el examen del Ministerio de Asuntos Exteriores. Le describí el restaurante y la comida que nos habían servido. Le conté que la comida era muy buena, pero a media cena empezó a haber muy mal ambiente. Al abordar que Hatsumi y yo habíamos ido al billar, no sabía si comentar algo sobre Kizuki. Al final, decidí que sí. Me pareció que debía hacerlo.

«Recuerdo claramente el último golpe de bola que Kizuki dio el día en que se mató. Era un golpe muy difícil, y yo no creía que fuera a lograrlo. Pero, tal vez por casualidad, el golpe fue perfecto y sobre el fieltro verde las bolas blancas y rojas fueron chocando unas con otras suavemente, casi sin hacer ruido, y aquella tirada le dio a Kizuki los puntos necesarios para la victoria. Fue un golpe tan hermoso, tan impresionante que, aún hoy, puedo recordarlo a la perfección. Desde entonces, dos años y medio atrás, no había vuelto a jugar al billar.

»Sin embargo, la noche en que jugué al billar con Hatsumi no fue hasta el final de la primera partida cuando me acordé de Kizuki, y eso me produjo una gran conmoción. Porque, tras la muerte de mi amigo, yo siempre había pensado que, en el futuro, cada vez que jugara al billar me acordaría de él. No obstante no pensé en Kizuki hasta terminar la primera partida, tras comprar una Pepsi en una máquina expendedora del local y beberla. Si me acordé de él fue porque en el billar adónde íbamos los dos también había una máquina expendedora de Pepsi y solíamos jugar apostándonos el importe de la bebida.

»Me sentí culpable por no haberme acordado antes de él. Tuve la sensación de que lo había abandonado. Pero aquella noche, cuando volví a la habitación, pensé lo siguiente: han transcurrido dos años y medio. Y él sigue teniendo diecisiete años. Pero esto no significa que sus recuerdos hayan palidecido. Todo lo que conllevó su muerte sigue vivo en mi interior, y parte de ello está más vivo hoy que el día de su muerte. Lo que quiero decir es que pronto cumpliré veinte años. La mayoría de las cosas que compartimos Kizuki y yo entre los dieciséis y los diecisiete años se han desvanecido y, por más que me lamente, no volverán jamás. Lamento no poder explicarme mejor, pero creo que tú sabrás comprender lo que trato de decir. Tal vez eres la única persona capaz de comprenderlo.

»Pienso en ti más que nunca. Hoy está lloviendo. Los domingos de lluvia me siento confuso. Si llueve no puedo lavar la ropa y, en consecuencia, no puedo planchar. Tampoco puedo pasear, ni tumbarme en la terraza. Lo único que puedo hacer es sentarme a la mesa y escuchar una vez tras otra el CD de
Kind of Blue
mientras miro distraídamente el patio bajo la lluvia. Tal como te escribí hace unos días, los domingos no me doy cuerda. Quizá por eso esta carta es tan larga… Dejo de escribir. Voy a almorzar.

»Adiós.»

9

El lunes Midori no apareció en clase. Me pregunté qué podía haberle ocurrido. Habían transcurrido diez días desde la última vez que habíamos hablado por teléfono. Pensé en llamarla a su casa, pero recordé que me había dicho que sería ella quien se pondría en contacto conmigo, de modo que abandoné la idea.

El jueves vi a Nagasawa en el comedor. Se acercó a mí con la bandeja en la mano, se sentó a mi lado y se disculpó por la escena del sábado.

—No tiene importancia. Al contrario, gracias a ti por la cena —le dije—. En todo caso, fue una celebración un poco extraña.

—Y que lo digas —concedió.

Durante un rato comimos en silencio.

—Ya he hecho las paces con Hatsumi —informó.

—Era de esperar —comenté.

—Tengo la sensación de que también fui desagradable contigo.

—¿Qué te pasa hoy que estás tan crítico contigo mismo? ¿Te encuentras mal?

—Es posible. —Hizo dos o tres gestos afirmativos con la cabeza—. Por cierto, Hatsumi me ha dicho que le aconsejaste que se separara de mí.

—Lógico, ¿no te parece?

—Sí, tal vez.

—Ella es muy buena persona. —Tomé un sorbo de
misoshiru.

—Ya lo sé. —Nagasawa suspiró—. Demasiado buena para mí.

Cuando sonó el timbre que me anunciaba que tenía una llamada telefónica, yo dormía tan profundamente como si estuviese muerto. Me encontraba en pleno sueño. Así que no comprendí nada de lo que estaba pasando. Me sentía como si, durante el sueño, mi cabeza hubiera estado en remojo y mi cerebro se hubiese hinchado. Miré el reloj. Eran las seis y cuarto, ¿de la mañana o de la tarde? Tampoco logré recordar en qué día del mes ni en qué día de la semana estábamos. Eché una ojeada al exterior, vi que la bandera no pendía del asta. Deduje que debían de ser las seis y cuarto de la tarde. Al menos la ceremonia de izamiento de la bandera tenía alguna utilidad.

—Watanabe, ¿estás libre ahora? —preguntó Midori.

—¿Qué día de la semana es hoy?

—Viernes.

—¿Por la tarde?

—Claro. ¡Mira que eres raro! Son las seis y dieciocho minutos.

«De la tarde. Lo suponía», pensé. ¡Ahora lo entendía! Me había tumbado en la cama con la intención de leer y me había quedado dormido. «Viernes…», me dije poniendo mi cabeza en funcionamiento. Sí, el viernes por la noche no trabajaba.

—Estoy libre. ¿Dónde estás?

—En la estación de Ueno. Ahora mismo salgo para Shinjuku. ¿Quieres que nos veamos?

Fijamos el lugar y la hora antes de colgar.

Cuando llegué al bar DUG, Midori me esperaba sentada a un extremo de la barra, tomando una copa. Llevaba una gabardina blanca, muy arrugada, sobre un fino jersey de color amarillo y unos vaqueros. En la muñeca lucía dos brazaletes.

—¿Qué estás tomando? —le pregunté.

—Un Tom Collins —contestó Midori.

Después de pedir un whisky con soda, me fijé en la gran maleta de piel que descansaba a sus pies.

—He estado de viaje. Acabo de volver ahora mismo —dijo.

—¿Y adónde has ido?

—A Nara y a Aomori.

—¿De una vez? —exclamé sorprendido.

—¡No! Puede que sea excéntrica, pero no se me ocurriría ir, de una vez, a Nara y a Aomori
[25]
. Han sido dos viajes distintos. En Nara he estado con mi novio. A Aomori he ido sola.

Bebí un trago de whisky con soda, le encendí con una cerilla el cigarrillo Marlboro que sostenía entre los labios.

—¿El funeral fue muy duro?

—No. Ya estamos acostumbradas. Basta con ponerse el kimono negro y estarse sentadita con cara de buena chica. Los demás se encargaron de todo. Mi tío, los vecinos… Trajeron el sake, encargaron el
sushi,
nos consolaron, lloraron, se quejaron, recordaron a mi padre. Fue muy cómodo. En comparación con cuidar al enfermo un día sí y otro también, es como ir de picnic. Mi hermana y yo estábamos tan cansadas que no nos salían las lágrimas. Ni llorar podíamos. Y, en éstas, la gente empezó a murmurar: «Fíjate lo frías que son, que no derraman una lágrima…». A nosotras nadie nos hace llorar a voluntad. De haberlo querido, hubiéramos podido fingir, pero nosotras jamás haríamos una cosa así. Todos esperaban que lloráramos. Pues razón de más para no hacerlo. En esto nos parecemos mucho. Aunque nuestros caracteres son muy distintos.

Midori llamó al camarero haciendo tintinear los brazaletes y pidió otro Tom Collins y una ración de pistachos.

—Cuando terminó el funeral y todos volvieron a sus casas, mi hermana y yo estuvimos bebiendo sake hasta el amanecer. Bebimos tres litros y medio. Y despachamos contra todas esas lenguas viperinas: ése era un idiota; aquél, un miserable; el otro, un perro sarnoso; aquel otro, un cerdo. Y un hipócrita. Y un ladrón. Dijimos todo lo que se nos pasó por la cabeza.

—Me lo imagino.

—Nos emborrachamos, nos metimos en la cama y dormimos como marmotas. Muy, muy bien. Aunque sonara el teléfono, ni caso. Al despertarnos, encargamos
sushi
y, mientras comíamos, estuvimos hablando. Hemos decidido cerrar la tienda durante un tiempo y hacer lo que nos apetezca. Nos merecemos un pequeño descanso. Mi hermana ha pasado unos días con su novio, y yo he ido dos días a Nara con el mío a follar como locos. —Midori calló de pronto y se rascó la oreja—. ¡Perdona! ¡Vaya lengua!

—No te preocupes. Y entonces os fuisteis a Nara.

—Sí, Nara siempre me ha gustado.

—¿Y follaste como una loca?

—No lo hice ni una sola vez. —Soltó un profundo suspiro—. En cuanto llegué al hotel y abrí la maleta, me vino la regla.

No pude reprimir una carcajada.

—No tiene gracia. Se me adelantó más de una semana. Fue para echarse a llorar. Quizá fue por el estrés. Mi novio se puso furioso. Él siempre se enfada enseguida. Pero ¿qué podía hacer yo? No quería que me viniese la regla. Además, cuando la tengo me encuentro mal. Los dos primeros días no tengo ganas de hacer nada. En días así es preferible no verme.

—¡Buena idea! Pero ¿cómo puedo saber que estás en esos días del mes? —pregunté.

—Los dos o tres primeros días de regla me pondré un sombrero rojo. Así te enterarás. —Midori se rió—. Si cuando me encuentres por la calle ves que llevo un sombrero rojo, tú haz como si no me vieras.

—Todas las mujeres deberían hacer eso —comenté—. Entonces, ¿qué hiciste en Nara?

—Jugué con los ciervos, di una vuelta y volví. ¡Ya me dirás! ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Me peleé con mi novio y no hemos vuelto a vernos. Después regresé a Tokio, estuve un par de días vagando por la ciudad y luego me entraron ganas de hacer un viajecito sola y me fui a Aomori. Pasé dos noches en casa de un amigo en Hirosaki y después recorrí Shimokita y Tappi. Es muy bonito. Una vez escribí las leyendas de unos mapas de esa zona. ¿Y tú? ¿Has estado en Aomori?

Le dije que no.

—Te sorprenderá saber que mientras viajaba sola estuve pensando todo el tiempo en ti. —Tomó un sorbo de su Tom Collins y comió un pistacho—. Deseaba que estuvieras a mi lado.

—¿Y eso?

—¿«Y eso»? —Midori me observó como si observara el vacío—. ¿Qué quieres decir?

—¿Por qué pensaste en mí?

—Tal vez porque me gustas. Está muy claro. La única razón que puede haber es ésta. ¿Crees que hay alguien en este mundo al que le apetezca estar con una persona que no le guste?

—Pero tú tienes novio y no deberías pensar en mí. —Bebí un sorbo de mi whisky con soda.

—O sea que, como tengo novio, ¿no puedo pensar en ti?

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