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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (29 page)

BOOK: Tokio Blues
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—¿Qué tal, papá? ¿Estás bien? —Midori saludó a su padre susurrándole al oído. Su manera de hablar era la misma que si estuviera probando un micrófono—. ¿Cómo te encuentras hoy?

El padre movió los labios con dificultad. Dijo:

—Mal.

Más que hablar, expulsaba el aire seco que tenía en el fondo de la garganta en forma de palabras.

—Cabeza —añadió.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó Midori.

—Sí —respondió el padre.

Por lo visto, no podía articular palabras de más de cuatro sílabas.

—¡Qué vamos a hacerle! —exclamó Midori—. Acaban de operarte, así que es normal que te duela. ¡Pobrecito! Aguanta un poco más. Por cierto, este chico se llama Watanabe. Es amigo mío.

—Mucho gusto —le saludé.

El padre abrió y cerró los labios.

—Siéntate aquí.

Midori me señaló una silla de plástico que estaba a los pies de la cama. La obedecí. Le dio a su padre un poco de agua de la botella y le preguntó si le apetecía algo de fruta o de gelatina de frutas.

—No —respondió el padre.

Pero cuando Midori le advirtió que tenía que comer algo, él le dijo:

—He comido.

A la cabecera de la cama había una mesa y, encima de la mesa, una botella, un vaso, un plato y un reloj pequeño. De una bolsa que había debajo, Midori sacó un pijama limpio, ropa interior y otras cosas, que ordenó y metió dentro de una taquilla que había junto a la puerta. En la bolsa asomaba la comida del paciente: dos pomelos, gelatina de fruta y tres pepinos.

—¿Pepinos? —exclamó Midori con estupor—. ¿Por qué ha metido pepinos? No sé qué tiene mi hermana en la cabeza, mira que le dije por teléfono lo que tenía que comprar exactamente… Y no le hablé de pepinos.

—¿No se habrá confundido con los kiwis
[23]
? —aventuré.

Midori hizo chasquear los dedos.

—Sí, seguro que le pedí kiwis. Pero si hubiera pensado un poco, lo habría comprendido. ¿Cómo va un enfermo a mordisquear un pepino crudo? Papá, ¿quieres un pepino?

—No —terció el padre.

Midori se sentó a la cabecera de la cama y le contó a su padre algunos pormenores de su vida cotidiana. Al parecer, la televisión se veía mal y habían tenido que hacerla reparar; su tía de Takaido iría a visitarlo en breve; el señor Miyawaki, el farmacéutico, se había caído de la bicicleta, y cosas por el estilo. El padre se limitaba a ir diciendo «Ya» por toda respuesta.

—¿Quieres comer algo, papá?

—No —respondió él.

—Watanabe, ¿te apetece un pomelo?

—No.

Al poco, Midori me propuso acompañarla a la sala de la televisión. Allí nos sentamos en un sofá y ella fumó un cigarrillo. Había tres pacientes en pijama fumando mientras veían un debate político.

—Aquel tío de las muletas no me quita los ojos de las piernas desde hace un rato. El que lleva gafas y pijama azul —dijo Midori divertida.

—Claro. Llevas una falda tan corta que te mira, todos te miran.

—¿Qué tiene de malo? Al fin y al cabo, aquí todos se aburren y no les hace ningún daño ver de vez en cuando las piernas de una chica. Quizá con la excitación se curen más rápido.

—¡Ojalá no les pase lo contrario! —comenté.

Midori se quedó un rato contemplando cómo ascendía el humo de su cigarrillo.

—Mi padre no es una mala persona. A veces dice cosas horribles, y yo me enfado con él, pero en el fondo es una persona honesta, y adoraba a mi madre. Además, a su manera, ha tenido una vida intensa. No tiene carácter, ni vale para los negocios, nunca ha sido muy popular, pero, en comparación con esos tíos astutos que van amañando las cosas como les da la gana, él es un hombre de lo más decente. Mi padre, una vez dice algo, no se echa atrás y, como a mí me ocurre lo mismo, siempre nos hemos peleado mucho. Pero no es una mala persona.

Midori me tomó la mano, como si hubiera recogido algo del suelo, y la posó en su regazo. Media mano me quedó encima de la falda, y la otra media, sobre sus muslos. Se quedó mirándome.

—Watanabe, me sabe mal tratándose de un hospital, pero ¿te importa quedarte un rato más conmigo?

—Hasta las cinco no hay problema. Me quedaré hasta entonces. Estar contigo es divertido. No tengo nada que hacer.

—¿Y qué sueles hacer los domingos?

—Lavo y plancho.

—No tienes ganas de hablarme de tu chica, ¿verdad? De la chica con la que sales.

—No. No me apetece demasiado. Es complicado y no me veo capaz de explicártelo.

—Está bien. No me lo cuentes si no quieres —dijo Midori—. Pero ¿puedo decirte lo que me estoy imaginando?

—Adelante. Debe de ser interesante. Te escucho.

—Que ella es una mujer casada.

—Ya.

—Una mujer de unos treinta y dos o treinta y tres años, guapa, casada con un hombre rico, que viste abrigos de pieles, zapatos Charles Jourdan y ropa interior de seda y, además, le gusta el sexo. Te hace cosas muy lascivas. Los días laborables, por la tarde, os devoráis el cuerpo el uno al otro. Pero los domingos, como su marido está en casa, no os podéis citar. ¿Acierto?

—Una teoría de lo más interesante —reconocí.

—Seguro que te obliga a atarla, a taparle los ojos y a lamerla por todas partes. Y luego te pide que le introduzcas cosas extrañas, se contorsiona como una acróbata y tú le haces fotos con una Polaroid.

—Parece divertido.

—Le encanta el sexo, hace de todo. Y no deja de pensar en esto, día tras día. ¡Porque no tiene otra cosa que hacer! «Cuando venga Watanabe, lo haremos así y asá.» Y en la cama se derrite de deseo, lo hace en distintas posiciones, tiene tres orgasmos cada vez. Y entonces te dice lo siguiente: «¿No crees que tengo un cuerpo perfecto? Las chicas jóvenes ya no podrán satisfacerte jamás. ¿Puede una chica joven hacerte esto? ¿Qué? ¿Cómo te sientes? ¡Pero espera! ¡No acabes todavía!».

—Creo que ves demasiadas películas porno —le dije riéndome.

—Quizá tengas razón. Me encantan. ¿Qué te parece si un día de éstos vemos una?

—Cuando tengas un día libre.

—¿De verdad? Me hace mucha ilusión. Vayamos a ver una de sadomaso. De esas en que los tíos pegan con látigo y las chicas hacen pipí delante de todo el mundo. Ésas son mis favoritas.

—Como quieras.

—Watanabe, ¿sabes lo que más me gusta de las películas porno?

—No.

—Pues que cuando empieza una escena de sexo se oye cómo alrededor en la sala todo el mundo traga saliva. ¡Glups! —comentó Midori—. Me encanta ese ¡glups! ¡Es muy gracioso!

De nuevo en la habitación, Midori volvió a contarle cosas a su padre, y él la escuchó en silencio, intercalando algún «Ah» o «Ya» como respuesta. Sobre las once llegó la esposa del hombre que yacía en la cama contigua, quien le cambió el pijama y le peló algo de fruta. Era una mujer de cara redonda y expresión afable, y Midori y ella charlaron un rato, luego vino la enfermera con una botella de gota a gota nueva y se fue tras intercambiar unas palabras con Midori y la mujer. Mientras, yo, sin nada que hacer, estuve recorriendo la habitación con ojos distraídos y mirando los cables eléctricos del exterior. De vez en cuando, un gorrión se posaba sobre los cables. Midori le hablaba a su padre, le enjugaba el sudor, le limpiaba las flemas, charlaba con la mujer o con la enfermera, me dirigía la palabra a mí, vigilaba el gota a gota.

El médico hacía su ronda a las once y media, y Midori y yo salimos a esperarlo en el pasillo. Cuando salió de la habitación, Midori le preguntó:

—Doctor, ¿cómo está mi padre?

—Acabamos de operarle. Ha tomado muchos analgésicos. Está exhausto —informó el médico—. Hasta dentro de dos o tres días no se verá el resultado de la operación. Ni siquiera yo sé nada todavía. Si ha ido bien, perfecto. Si no, ya tomaremos alguna determinación en su momento.

—No volverán a abrirle la cabeza, ¿verdad?

—Aún no puedo decirte nada. ¡Vaya minifalda llevas hoy!

—Bonita, ¿verdad?

—¿Cómo te lo montas para subir las escaleras con eso? —preguntó el doctor.

—No hago nada. Lo dejo todo bien a la vista —dijo Midori y, a sus espaldas, la enfermera soltó una risita.

—Un día de éstos deberías ingresar en el hospital y te abriremos la cabeza para ver qué tienes dentro. —El médico estaba estupefacto—. Y, en este hospital, hazme el favor de subir y bajar en ascensor. No quiero que se incremente el número de enfermos. Demasiado trabajo tengo ya.

Poco después de acabar la ronda de visitas, llegó la hora del almuerzo. Las enfermeras depositaron la comida en carritos y fueron distribuyéndola de habitación en habitación. El almuerzo del padre de Midori consistía en potaje, fruta, pescado hervido sin espinas y una especie de gelatina de verduras trituradas. Midori hizo que su padre se recostara boca arriba y levantó la cama haciendo girar la manivela que había a los pies de ésta, luego le dio la sopa con una cuchara. Tras tomar cinco o seis cucharadas, el padre dijo:

—Basta.

—Tendrías que comer, aunque sólo fuera un poco —le advirtió Midori.

El padre añadió:

—Luego.

—¿Qué voy a hacer contigo? Si no comes, no tendrás fuerzas. ¿Y el pipí? ¿Todavía no?

—No —dijo el padre.

—Watanabe, ¿quieres que comamos algo en la cafetería? —me preguntó Midori.

Acepté a pesar de que, en realidad, no me apetecía tomar nada. El comedor estaba atestado de médicos, enfermeras y visitas. Mientras comían, todos hablaban a coro —probablemente de enfermedades—, y el eco de las voces resonaba como dentro de un túnel en aquel subterráneo vacío, sin ventana alguna, donde se alineaban las mesas y las sillas. De vez en cuando, una llamada por megafonía a médicos o a enfermeras dominaba este eco. Mientras yo guardaba la mesa, Midori trajo dos raciones en una bandeja de aluminio. Croquetas de crema, ensalada de patata, col troceada,
nimono,
arroz y
misoshiru:
todo servido en recipientes de plástico de color blanco, iguales que los de la comida de los enfermos. Comí la mitad y dejé el resto. Midori, que tenía apetito, terminó su plato.

—Watanabe, no tienes mucho apetito, ¿verdad? —comentó Midori bebiendo té verde caliente.

—No, no mucho.

—Es culpa del hospital. —Midori miró a su alrededor—. Os pasa a todos los que no estáis acostumbrados. El olor, el ruido, el aire cargado, la cara de los enfermos, la tensión, la decepción, el sufrimiento, la fatiga. Es debido a eso. Todas estas cosas bloquean el estómago y a uno le hacen perder el apetito. Pronto te acostumbrarás. Uno no puede cuidar a un enfermo a menos que coma bien. Yo eso lo sé porque he cuidado a cuatro personas: a mi abuelo, a mi abuela, a mi madre y a mi padre. Es muy posible que ocurra algo y no pueda tomar la siguiente comida. Así que uno debe comer lo que le pida el cuerpo.

—Ya te entiendo —intervine.

—Cuando vienen de visita mis familiares y comemos aquí juntos, todos dejan la mitad del plato. Como tú. Y cuando ven que yo lo como todo, ¿sabes qué me dicen? «Oh, Midori. ¡Qué suerte tienes de estar tan bien! Yo me siento tan conmovida que no puedo comer.» ¡Pero quien cuida al enfermo soy yo! No es broma. Los demás se limitan a venir de vez en cuando a compadecerse. Y yo soy quien le quita la mierda, le saca las flemas y le enjuga el cuerpo. Si la compasión bastara para limpiar la mierda, yo me compadecería cincuenta veces más que cualquiera de ellos. Sin embargo, cuando termino la comida todos me miran reprochándome: «¡Qué suerte tienes de estar tan bien!». Quizá todos me toman por una burra de carga. Ya son mayorcitos, ¿no crees? ¿Por qué no entienden todavía de qué va el mundo? Hablar es muy fácil. Lo importante es limpiar la mierda o no hacerlo. Yo también me siento herida en ocasiones. Y también me quedo sin fuerzas. A mí también me entran ganas de ponerme a llorar. Imagínate. Pese a no tener ninguna esperanza de curación, los médicos le abren la cabeza y se la remueven, una y otra vez, y siempre empeora y va perdiendo poco a poco facultades, y yo soy testigo de ello y no puedo ayudarle en nada. ¡Esto no hay quien lo soporte! Además, ves cómo tus ahorros van fundiéndose. No sé si podré seguir yendo a la universidad los tres años y medio que me quedan, y mi hermana mayor, tal como están las cosas, no podrá casarse.

—¿Cuántos días por semana vienes? —le pregunté.

—Cuatro —contestó Midori—. Aquí en principio ofrecen una atención completa, pero en realidad las enfermeras no dan abasto. Hacen todo lo que pueden. Pero hay poco personal y tienen que encargarse de demasiadas cosas. Así que, quieras o no, la familia tiene que ocuparse hasta cierto punto. Mi hermana debe encargarse de la tienda y yo tengo que encontrar tiempo entre clase y clase. Con todo, ella viene tres días por semana, y yo, cuatro. Empleamos cualquier momento libre para una cita. Ya ves. Un programa de lo más apretado.

—Si estás tan ocupada, ¿por qué quedas conmigo?

—Porque me gusta estar contigo. —Midori jugueteaba con la taza de plástico.

—Vete a pasear durante las próximas dos horas —le dije—. Mientras, cuidaré a tu padre.

—¿Por qué?

—Porque es mejor que te alejes del hospital y descanses un rato. No hables con nadie, deja que se te vacíe la cabeza.

Midori se lo pensó un momento, pero finalmente aceptó.

—Tal vez tengas razón. Pero ¿sabes cómo cuidarlo?

—Te he visto hacerlo. Y, más o menos, ya sé de qué va. Vigilar el gota a gota, darle agua, secarle el sudor, limpiarle las flemas. El orinal está debajo de la cama, cuando tenga hambre debo darle el resto del almuerzo… Si tengo alguna duda, se lo pregunto a la enfermera.

—Con eso basta. —Midori esbozó una sonrisa—. A veces empieza a perder la razón y dice cosas raras. Cosas que no se sabe a qué vienen. Tú, si las dice, no hagas caso.

—No te preocupes por nada.

Al volver a la habitación, Midori le dijo a su padre que tenía que salir un momento y que mientras tanto lo cuidaría otra persona. Al padre no pareció importarle. O quizá no había entendido nada de lo que Midori le comentó. Yacía tendido boca arriba con la vista clavada en el techo. De no ser porque parpadeaba, uno lo tomaría por muerto. Sus ojos estaban inyectados en sangre, como si hubiera bebido, y cuando respiraba hondo las aletas de la nariz se le dilataban. Aparte de esto, permanecía completamente inmóvil, y no hizo ademán de responder a Midori. Yo era incapaz de imaginar qué pensamientos y qué sensaciones debía de haber en el fondo de aquella conciencia borrosa. Pensé que tendría que hablarle, pero no sabía qué podía decirle, ni tampoco cómo hacerlo, así que opté por permanecer callado. Poco después él cerró los ojos y se durmió. Me senté en una silla junto a la cabecera de la cama, me quedé observando cómo le temblaban las aletas de la nariz, recé para que no se muriera. Pensé en lo extraño que sería que expirara estando yo a su lado. En definitiva, acababa de conocerlo, el único vínculo entre él y yo era Midori, y la única relación que yo tenía con Midori era que ambos asistíamos a clase de Historia del Teatro II.

BOOK: Tokio Blues
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