Pero no agonizaba. Sólo dormía profundamente. Al aplicar el oído a su rostro, pude oír su respiración. Más tranquilo, empecé a charlar con la esposa del hombre de la cama contigua. Parecía tomarme por el novio de Midori; me estuvo hablando de ella todo el rato.
—Es muy buena chica —dijo—. Se desvive por su padre, es amable, cariñosa, atenta, fuerte y, además, guapa. Tienes que cuidar de ella. No dejes que se te escape. Hay muy pocas chicas como ella.
—La cuidaré. —Le seguí la corriente.
—Yo tengo una hija de veintiún años y un hijo de diecisiete que nunca se acercan al hospital. Cuando tienen tiempo libre, practican surf, tienen citas, salen por ahí… Es terrible. Sólo sirven para desplumarte. Y luego desaparecen.
A la una y media dijo que tenía que ir de compras y salió. Los dos enfermos dormían profundamente. El sol de la tarde inundaba la habitación y yo sentí que iba a dormirme de un momento a otro, sentado en aquella silla. Sobre la mesa de al lado de la ventana, unos crisantemos blancos y amarillos metidos en un jarrón anunciaban al mundo que estábamos en otoño. El olor dulzón del pescado hervido del almuerzo, que el padre de Midori había dejado intacto, flotaba por la habitación. Las enfermeras seguían recorriendo el pasillo con un seco ruido de pasos, hablando entre ellas con voz clara y grave. De vez en cuando se acercaban a la habitación y, al ver a los dos pacientes profundamente dormidos, me dirigían una sonrisa y desaparecían. Deseé tener algo para leer, pero en la habitación no había nada: ni libros, ni revistas, ni periódicos. Únicamente un calendario colgado de la pared.
Pensé en Naoko, en el cuerpo desnudo de Naoko con el pasador del pelo puesto. Imaginé la curva de su cintura y la sombra de su vello púbico. ¿Por qué se había desnudado delante de mí? ¿Estaba sonámbula? ¿O no había sido más que una fantasía? Con el paso del tiempo, conforme iba alejándome de aquel pequeño mundo, dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían sido reales. Si pensaba que habían ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad; pero si pensaba que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser una ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos. El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.
El padre de Midori se despertó de repente y empezó a toser, así que tuve que interrumpir mis pensamientos en este punto. Le quité las flemas con un pañuelo de papel, le enjugué el sudor de la frente con una toalla.
—¿Quiere un poco de agua?
Al preguntárselo, hizo un gesto afirmativo de unos cuatro milímetros. Le di a beber el agua a pequeños sorbos de una pequeña botella de cristal. Los resecos labios le temblaron y la nuez se le movió espasmódicamente. Bebió toda el agua tibia que había en la botella.
—¿Quiere más agua? —le pregunté.
Me pareció que se disponía a decir algo y acerqué el oído.
—No —susurró con una voz aún más débil que la de antes.
—¿Quiere comer algo? ¿Tiene hambre? —insistí.
El padre esbozó un débil gesto afirmativo. Tal como había hecho Midori, giré la manivela, alcé la cama y le hice comer, a cucharadas alternas, la gelatina de verduras y el pescado hervido. Tardó una eternidad en comerse la mitad y volvió la cabeza ligeramente hacia un lado indicando que ya no quería más. Fue un gesto casi imperceptible. Al parecer, si la movía, la cabeza le dolía. Cuando le pregunté si quería fruta, me dijo:
—No.
Le sequé las comisuras de los labios con una toalla, volví a poner la cama en posición horizontal y saqué los platos al pasillo.
—¿Estaba bueno?
—Malo —respondió.
—Sí, la verdad es que no tenía muy buena pinta. —Me reí.
El padre de Midori no contestó nada y clavó en mí los ojos. Pensé que estaba dudando entre abrirlos o cerrarlos. «¿Sabe quién soy?», me pregunté de repente. Por alguna razón, parecía encontrarse más cómodo a mi lado que cuando estaba con Midori. O quizá me confundía con otra persona. De todos modos, se lo agradecía.
—Fuera hace un día espléndido —dije cruzando las piernas, sentado en la silla—. Estamos en otoño, es domingo, hace un día espléndido, vayas adónde vayas todo está lleno de gente. En días así lo mejor que se puede hacer es quedarse quieto en una habitación, tranquilo, tal como estamos ahora. Sin cansarse. Cuando uno va a esos sitios atestados de gente, lo único que consigue es cansarse, el aire está contaminado. Normalmente los domingos hago la colada. Por la mañana lavo y tiendo la ropa en la azotea de la residencia, y al atardecer la recojo y la plancho. No me molesta planchar. Me gusta que una prenda arrugada quede lisa. De hecho, soy bastante bueno con la plancha. Al principio no lo era, claro. Hacía pliegues por todas partes. Pero al cabo de un mes terminé acostumbrándome. Así que el domingo es el día de lavar y de planchar. Pero hoy no he podido. Es una lástima. Es el día idóneo para hacer la colada.
»No pasa nada. Mañana me levantaré temprano y lo haré. No se preocupe. En realidad, los domingos no tengo nada mejor que hacer.
»Mañana, después de lavar y tender la ropa, iré a la clase de las diez. Voy con Midori. Se llama Historia del Teatro II y ahora estamos estudiando a Eurípides. ¿Sabe quién es Eurípides? Un griego de la Antigüedad, uno de los tres grandes autores de la tragedia griega junto con Esquilo y Sófocles. Al parecer, se supone que murió devorado por los perros en Macedonia, pero hay quien disiente. En fin, éste es Eurípides. Yo prefiero a Sófocles, pero supongo que es cuestión de gustos. Así que no tengo nada que decir al respecto.
»La característica de su obra radica en que hay diferentes cosas que se van complicando las unas con las otras hasta que cualquier movimiento se hace imposible. Salen muchos personajes, cada uno con sus propias circunstancias, razones y quejas, todos persiguiendo, a su modo, la justicia y la felicidad. Por ello, todos acaban encontrándose en un callejón sin salida. Lógico, ¿no le parece? Es imposible que prevalezca la idea de justicia, que todos alcancen la felicidad. Y se produce el inevitable caos. ¿Entonces qué cree usted que sucede? En realidad, algo muy simple. Al final aparece un dios. Y controla el tráfico. Tú vas para allá, tú te quedas aquí. Tú te juntas con aquél, tú te quedas aquí un rato quieto. Todo se resuelve. A esto se le llama
deus ex machina.
En las obras de Eurípides suele aparecer casi siempre un
deus ex machina,
y sobre este punto la crítica está dividida.
»¡Sería tan cómodo que existiera un
deus ex machina
en el mundo real! ¿No le parece? Cuando alguien pensara: “¿Y ahora qué hago? ¡Estoy atrapado!”, un dios bajaría deslizándose desde lo alto y lo resolvería todo. Nada podría ser más fácil. En fin, esto es Historia del Teatro II. Éstas son las cosas que estudiamos en la universidad.
Mientras charlaba, el padre de Midori me miraba con ojos turbios, sin decir nada. Por su mirada, era imposible discernir si entendía poco o mucho de lo que le estaba contando.
—¡En fin! —exclamé.
Después de hablar me sentí hambriento. Apenas había desayunado, y no había comido más que media ración del almuerzo. Lamenté no haber comido bien al mediodía, pero el arrepentimiento no solucionaba nada. Registré el armario buscando algo, pero sólo había una lata de
nori,
pastillas de la tos Vicks y salsa de soja. En la bolsa de papel yacían los pepinos y los pomelos.
—Tengo hambre. ¿Le importa que coma los pepinos? —le pregunté.
El padre de Midori no dijo nada. Lavé los tres pepinos en el baño. Luego puse salsa de soja en un plato, envolví los pepinos con
nori,
los mojé en la salsa de soja y me dispuse a comerlos.
—Están muy buenos, ¿sabe? —comenté—. Ligeros, frescos, con olor a vida. Unos buenos pepinos, sí señor. Mucho mejor que un kiwi.
En cuanto terminé el primer pepino, le hinqué el diente al segundo. El curioso crujido que se escucha al mascar un pepino resonaba en la habitación. Al terminar el segundo, por fin descansé. Calenté agua en un hornillo de gas del pasillo y me preparé una taza de té.
—¿Le apetece agua o un zumo? —le pregunté.
—Pepino —contestó él.
Sonreí.
—Muy bien. ¿Con
nori
?
Un leve gesto afirmativo. Volví a alzar la cama, con un cuchillo de la fruta corté el pepino a trozos, los envolví en
nori,
los mojé en salsa de soja, los pinché con un mondadientes y se los acerqué a la boca. Sin alterar la expresión, el padre de Midori los masticó y se los tragó.
—Está bueno, ¿verdad? —le pregunté.
—Bueno —dijo.
—Es importante que uno encuentre buena la comida. Es una prueba de que está vivo.
Acabó comiendo todo el pepino. Después estaba sediento y volví a darle agua de la botella. Al rato, me indicó que quería orinar, así que saqué el orinal de debajo de la cama y le puse la punta del pene en la boca del orinal. Fui al baño, tiré la orina, lavé el orinal con agua. Volví a la habitación y bebí el resto de té.
—¿Cómo se encuentra? —le pregunté.
—Un poco… cabeza…
—¿Le duele la cabeza?
Él hizo una mueca en señal afirmativa.
—Tenga paciencia. Acaban de operarle. Claro que a mí no me han operado nunca y no sé muy bien qué se siente.
—Billete —dijo.
—¿Billete? ¿Qué billete?
—Midori. Billete.
Enmudecí al no entender de qué me estaba hablando. Él también guardó silencio durante unos instantes. Luego añadió:
—Por favor.
O eso me pareció oír. Tenía los ojos abiertos como platos y me miraba fijamente. Parecía querer comunicarme algo, pero yo no tenía ni la más remota idea de qué podía ser.
—Ueno —dijo—. Midori.
—¿La estación de Ueno?
Él asintió haciendo acopio de todas sus fuerzas.
—Billete. Midori. Por favor. Estación de Ueno —resumí.
Sin embargo, el sentido se me escapaba. Me dije que quizás estuviera delirando, pero su mirada era mucho más lúcida que antes. Alzó el brazo en el que no tenía clavada la aguja del gota a gota y lo alargó hacia mí. Para él, esto debió de representar un esfuerzo enorme porque se le quedó la mano temblando, crispada, en el aire. Me levanté y le sujeté aquella mano vacilante. Él repitió, presionando mi mano sin fuerza:
—Por favor.
Le dije que no se preocupara, que me encargaría del billete y de Midori. Entonces él bajó la mano y cerró los ojos, exhausto. El hombre se durmió, respirando entrecortadamente. Tras comprobar que no estaba muerto, salí fuera, calenté un poco de agua y bebí otra taza de té. Reconozco que sentí simpatía por aquel hombre moribundo.
La esposa del paciente de la cama contigua volvió enseguida. Me preguntó si todo había ido bien. Le respondí que sí. Su marido continuaba sumido en un sueño apacible.
Midori regresó pasadas las tres.
—He estado paseando por el parque —dijo—. Tal como tú me habías dicho, sin hablar con nadie, dejando que se me vaciara la cabeza.
—¿Y cómo te ha sentado?
—Me siento mucho mejor. Gracias por todo. Aún estoy cansada, pero me noto el cuerpo mucho más ligero. Debía de estar más cansada de lo que suponía.
Dado que el padre estaba profundamente dormido y allí no teníamos nada especial que hacer, compramos dos cafés en la máquina expendedora y los bebimos en la sala de la televisión. Informé a Midori de todo lo ocurrido durante su esencia: el padre había estado durmiendo profundamente; al despertarse, había comido la mitad de los restos del almuerzo y, al verme mordisqueando los pepinos, le había apetecido comerse uno entero; luego había orinado y había vuelto a dormirse.
—Watanabe, eres un chico extraordinario. —Midori estaba admirada—. Con lo que nos cuesta a todos que pruebe algo…, y tú logras que coma un pepino. Es increíble.
—No sé, creo que fue porque vio que yo los comía muy a gusto —dije.
—O porque tienes un gran talento para tranquilizar a los demás.
—¡Qué dices! —Empecé a reírme—. Conozco a mucha gente que te diría lo contrario.
—¿Qué te ha parecido mi padre?
—Me gusta. No sé muy bien qué contarle, pero me da la impresión de que es una buena persona.
—¿Ha estado tranquilo?
—Mucho.
—La semana pasada fue horrible. —Midori sacudió la cabeza—. Enloqueció, se puso violento. Me tiraba los vasos y me decía: «¡Imbécil! ¡Muérete!». En esta enfermedad, a veces ocurre. No sé por qué, pero, en un momento determinado, se ponen de mal humor. A mi madre también le pasó. ¿Sabes qué me decía ella? «Tú no eres hija mía. Te odio.» Al escucharla, yo lo veía todo negro. Por lo visto, es típico de esta enfermedad. Algo presiona una parte del cerebro, irrita al enfermo y lo incita a hablar de este modo. Lo sé perfectamente. Pero aun así hiere. Estoy aquí, haciendo todo lo que humanamente puedo, y me dicen estas cosas. Me siento fatal.
—Sí, ya te entiendo —comenté.
Pensé en las palabras incomprensibles que había pronunciado el padre de Midori.
—¿«Billete»? ¿«Estación de Ueno»? —repitió Midori—. ¿Qué debe de querer decir con eso?
—Y luego ha dicho: «Por favor», «Midori».
—¿Quizá te pide que me cuides?
—O quiere que vayas a Ueno a comprarle un billete —sugerí—. De todas formas, el orden de las palabras era confuso, no se entendía bien el significado. ¿Te dice algo la estación de Ueno?
—¿La estación de Ueno? —Midori reflexionó—. Lo único que me recuerda son las dos veces que me escapé de casa. En tercero y en quinto de primaria. En ambas ocasiones subí al tren en Ueno y me fui a Fukushima. Tomé dinero de la caja registradora de la tienda. Me enfadé por algo y me marché. En Fukushima vivía una tía mía que me gustaba mucho. Y allí me fui. Mi padre me llevó de regreso a casa. Vino a buscarme a Fukushima. Volvimos a Ueno en tren comiendo
bentô
. En estas dos ocasiones mi padre me contó muchas cosas, a ratos perdidos. Sobre el gran terremoto de Kantô
[24]
, sobre la guerra, sobre la época en que nací. Cosas de las que no hablaba normalmente. Pensándolo bien, ésas fueron las únicas veces en que mi padre y yo hablamos largo y tendido. Mi padre, durante el gran terremoto de Kantô, pese a estar en el centro de Tokio, no se enteró de nada.
—¡No me digas! —exclamé atónito.
—Como lo oyes. Me dijo que había enganchado un remolque a la bicicleta, estaba circulando por Koishikawa y no notó nada. Cuando volvió a casa se encontró con que habían caído todas las tejas y la familia estaba agarrada a las columnas, temblando. Y entonces mi padre, sin entender nada, preguntó: «¿Qué estáis haciendo?». Éstos son los recuerdos que tiene mi padre del gran terremoto de Kantô. —Midori soltó una carcajada—. Los recuerdos de mi padre siempre son así. Nada dramáticos. Todos vistos de una manera peculiar. Escuchando sus historias, da la impresión de que en Japón no ha sucedido nada relevante durante los últimos cincuenta o sesenta años. Nada. Absolutamente nada. Ya se trate de la revuelta de los jóvenes oficiales en febrero de 1936 o de la Guerra del Pacífico, él diría: «Ahora que lo mencionas, sí, creo que ocurrió algo de eso». Es curioso, ¿no te parece?