Así terminó el curso escolar y llegó la primavera. Suspendí algunas asignaturas. Mis notas fueron mediocres. Muchas C y D, alguna B. Naoko pasó a segundo sin suspender ninguna asignatura. Habíamos completado el ciclo de las cuatro estaciones.
A mediados de abril Naoko cumplió veinte años. Puesto que yo había nacido en noviembre, ella era siete meses mayor. No acababa de hacerme a la idea de que ella cumpliera veinte años. Me daba la impresión de que lo normal sería que, tanto ella como yo, viviéramos eternamente entre los dieciocho y diecinueve años. Después de los dieciocho, cumplir diecinueve; después de los diecinueve, cumplir otra vez dieciocho. Eso sí tendría sentido. Pero ella había cumplido veinte años. Y yo en otoño también los cumpliría. Sólo un muerto podía quedarse en los diecisiete años para siempre.
El día de su cumpleaños llovió. Después de las clases compré un pastel, subí al tren y me dirigí a su casa. «Hoy cumples veinte años y hay que celebrarlo», le dije. A mí me hubiera gustado que ella hiciera lo mismo. Debe de ser muy triste celebrar que cumples veinte años solo. El tren estaba lleno y traqueteaba, de modo que cuando llegué a su casa el pastel parecía las ruinas del Coliseo romano. Con todo, tras poner las veinte velitas que tenía preparadas, encenderlas, correr las cortinas y apagar la luz, aquello pareció un cumpleaños. Naoko abrió una botella de vino. Bebimos, comimos pastel, tomamos una cena sencilla.
—No sé por qué pero me parece estúpido cumplir veinte años —dijo Naoko—. No estoy preparada. Me siento rarísima. Parece que alguien está empujándome por detrás.
—Yo aún tengo siete meses para ir haciéndome a la idea. —Me reí.
—¡Qué suerte! Todavía tienes diecinueve años. —Naoko sintió envidia.
Durante la comida le conté que Tropa-de-Asalto se había comprado un jersey nuevo. Antes sólo tenía uno (el azul marino del uniforme del instituto). El nuevo era rojo y negro, muy bonito, con un motivo de ciervos. El jersey era precioso, pero cuando Tropa-de-Asalto lo llevaba puesto, despertaba la hilaridad general. Él no podía entender de qué se reían.
—Wat-watanabe, ¿qué te-tengo de ra-raro? —me preguntó sentándose a mi lado en el comedor—. ¿Llevo algo pegado en la cara?
—Ni llevas nada pegado, ni pasa nada raro. —Intenté mantener la compostura—. Por cierto, bonito jersey.
—Gracias. —Sonrió muy contento.
A Naoko le divirtió esta historia.
—Quiero conocerlo. Aunque sea una vez.
—No puede ser. Seguro que te partirías de risa —dije.
—¿Tú crees?
—Apostaría por ello. Incluso a mí, que vivo con él todos los días, a veces me cuesta aguantarme.
Después de comer, recogimos los platos de la mesa y nos sentamos en el suelo para escuchar música mientras bebíamos el resto del vino. En el tiempo de tomarme una copa, ella se bebió dos.
Aquel día Naoko habló mucho, algo poco frecuente en ella. Me habló de su infancia, de su escuela, de su familia. Cada relato era largo y detallado como una miniatura. Escuchándola, me quedé admirado de su portentosa memoria. De pronto, empezó a llamarme la atención algo en su manera de hablar. Algo extraño, poco natural, forzado. Cada uno de los episodios era, en sí mismo, creíble y lógico, pero me sorprendió la manera de ligarlos. En un momento determinado, la historia A derivaba hacia la historia B, que ya estaba contenida en la historia A; poco después, pasaba de la historia B a la historia C, implícita en la anterior, y así de manera indefinida. Sin un final previsible. Al principio asentía, pero pronto dejé de hacerlo. Puse un disco y, cuando éste acabó, levanté la aguja y pinché otro. Cuando los hube escuchado todos, volví a empezar por el primero. Naoko sólo tenía seis discos, el primero del ciclo era
Sargeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band,
y el último,
Waltz for Debbie,
de Bill Evans. Al otro lado de la ventana seguía lloviendo. El tiempo discurría despacio, y Naoko continuaba hablando sola. Aquella extraña forma de contar las cosas se debía a que al hablar sorteaba ciertos puntos. Uno, por supuesto, era Kizuki, pero no era el único. Relataba con extrema minuciosidad algo intrascendente al tiempo que eludía otros temas. No obstante, por primera vez la veía charlar con entusiasmo. Dejé que se expresara.
Cuando dieron las once empecé a sentirme intranquilo. Naoko llevaba ya más de cuatro horas hablando sin parar. Además, me preocupaban el último tren y la hora de cierre de la residencia. Esperé el momento adecuado para interrumpirla:
—Tendría que irme ya. Voy a perder el último tren. —Consulté el reloj.
Al parecer, mis palabras no llegaron a sus oídos. O, si llegaron, no las entendió. Enmudeció unos instantes y luego siguió hablando. Me conformé, volví a sentarme y bebí el vino que quedaba en la segunda botella. Así las cosas, lo mejor sería dejarla hablar cuanto quisiera. Y decidí olvidarme del último tren, de la hora de cierre del portal y de todo lo demás.
Pero Naoko no siguió hablando mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado cuenta, se detuvo. La última sílaba quedó suspendida en el aire, como desgajada. Para ser precisos, no dejó de hablar. Sus palabras se habían esfumado de repente. Intentó continuar, pero ya no quedaba nada. Algo se había perdido. O quizás era yo quien lo había echado a perder. Tal vez mis palabras habían llegado finalmente a sus oídos, al fin las había comprendido y había perdido las ganas de seguir charlando. Me clavó una mirada perdida con la boca entreabierta. Parecía una máquina que hubiese dejado de funcionar al desenchufarla. Sus ojos estaban cubiertos por un velo opaco.
—Me sabe mal haberte interrumpido —le dije—, pero es tarde y…
Las lágrimas afloraron a sus ojos, resbalaron por sus mejillas, cayeron en grandes goterones sobre la funda del disco. En cuanto vertió la primera lágrima, el llanto fue imparable. Lloraba encorvada hacia delante, con las manos apoyadas en el suelo, como si estuviera vomitando. Era la primera vez que veía a alguien sollozar con tanta desesperación. Alargué la mano, la posé en su hombro. Éste se agitaba sacudido por pequeñas convulsiones. En un gesto casi reflejo, la atraje hacia mí. Continuó llorando en silencio, temblando entre mis brazos. Se me humedeció la camisa, que quedó empapada de sus lágrimas y de su aliento cálido. Los diez dedos de Naoko recorrían mi espalda como si buscaran algo. Mientras sostenía su cuerpo con la mano izquierda, le acariciaba el pelo liso y suave con la derecha. Me mantuve en esta posición mucho rato esperando a que su llanto cesara. Pero ella no dejó de llorar.
Aquella noche me acosté con Naoko. No sé si fue lo correcto. Ni siquiera hoy, veinte años después, podría decirlo. Tal vez jamás lo sepa. Pero entonces era lo único que podía hacer. Ella estaba en un terrible estado de nerviosismo y confusión; deseaba que yo la tranquilizase. Apagué la luz de la habitación, la desnudé despacio, con ternura; luego me quité la ropa. La abracé. Aquella noche de lluvia tibia no sentimos el frío. En la oscuridad, exploramos nuestros cuerpos sin palabras. La besé, envolví con suavidad sus senos con mis manos. Naoko asió mi pene erecto. Su vagina, húmeda y cálida, me esperaba. Sin embargo, cuando la penetré sintió mucho dolor. Le pregunté si era la primera vez, y ella asintió. Me quedé desconcertado. Creía que ella y Kizuki se acostaban. Introduje el pene hasta lo más hondo, lo dejé inmóvil y la abracé durante mucho tiempo. Cuando vi que se tranquilizaba, empecé a moverlo despacio y, mucho después, eyaculé. Al rato, Naoko me abrazó muy fuerte y gritó. Era el orgasmo más triste que había oído nunca.
Cuando todo hubo terminado, le pregunté por qué no se había acostado con Kizuki. No debí preguntarlo. Naoko apartó los brazos de mi cuerpo y volvió a llorar en silencio. Saqué el futón del armario empotrado y la acosté. Luego me fumé un cigarrillo mientras contemplaba la lluvia de abril que caía al otro lado de la ventana.
A la mañana siguiente había escampado. Naoko dormía dándome la espalda. O quizá no había dormido en toda la noche. Despierta o dormida, sus labios habían perdido todas las palabras, su cuerpo estaba tan rígido que parecía congelado. Le dirigí varias veces la palabra, pero no obtuve respuesta. No se movió siquiera. Me quedé mucho tiempo con la vista clavada en su hombro desnudo; al final, desistí y me incorporé en la cama.
En el suelo quedaban los restos de la noche anterior: fundas de disco, copas, botellas de vino, un cenicero. Sobre la mesa, medio pastel de cumpleaños hecho migas. Como si el tiempo se hubiese detenido de repente. Recogí las cosas esparcidas por el suelo y bebí dos vasos de agua del grifo.
Encima del pupitre yacía un diccionario y una tabla de verbos franceses. De la pared de encima del pupitre colgaba un calendario. Sólo cifras, sin fotografías ni dibujo alguno. El calendario estaba inmaculado. Ni una nota, nada.
Recogí mi ropa del suelo y me vestí. La pechera de la camisa todavía estaba húmeda y fría. Acerqué el rostro; olía a Naoko. En el bloc de encima del pupitre escribí: «Cuando te tranquilices, me gustaría hablar contigo con calma. Llámame pronto. Feliz cumpleaños». Contemplé una vez más el hombro de Naoko, salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado.
Una semana después aún no me había llamado. En casa de Naoko no se podía dejar ningún recado en el contestador, así que el domingo por la mañana me acerqué a Kokubunji. Ella no estaba y la placa con su nombre había sido arrancada de la puerta. Las ventanas y contraventanas estaban cerradas. Al preguntar por ella al portero, me dijo que se había mudado tres días antes. Y que no sabía adónde.
Volví a la residencia y le escribí una larga carta a su casa de Kôbe. Pensé que, estuviera dónde estuviese, sus padres se la remitirían.
Le expresé mis sentimientos.
«Hay muchas cosas que no entiendo todavía, pero estoy tratando de comprenderlas. Necesito tiempo. No tengo la más remota idea de dónde estaré llegado ese momento. Por eso no puedo decirte palabras bonitas prometiéndote o pidiéndote nada. Todavía nos conocemos poco. Pero, si me das tiempo, haré lo imposible para que podamos conocernos mejor. Quiero volver a verte y hablar contigo. Cuando perdí a Kizuki, perdí a la única persona con quien podía sincerarme. Supongo que a ti te sucedió lo mismo. Es probable que tú y yo nos necesitemos más el uno al otro de lo que suponíamos. Y que, debido a esto, nuestra relación haya dado un rodeo, que, en cierto sentido, se haya torcido. Quizá no tendría que haber hecho lo que hice. Pero no podía actuar de otro modo. Y la intimidad y el cariño que sentí hacia ti en aquel momento no los había experimentado nunca antes. Quiero una respuesta. La necesito.»
Esto decía mi carta. No obtuve respuesta.
Algo se hundió en mi interior y, sin nada que pudiera rellenar ese vacío, quedó un gran hueco en mi corazón. Mi cuerpo mostraba una ligereza anormal y una resonancia hueca. Empecé a ir a la universidad con mayor frecuencia. Las clases eran aburridas y apenas hablaba con mis compañeros, pero no tenía otra cosa que hacer. Me sentaba solo en un extremo de la primera fila y atendía a las lecciones, no cruzaba palabra con nadie, comía solo. Dejé de fumar.
A finales de mayo la universidad declaró una huelga. La llamaban «desarticulación de la universidad». Yo pensaba: «Ya ves. Desarticuladla si es eso lo que queréis. Desmontadla a piezas, aplastadla bajo vuestros pies, reducidla a polvo. No me importa lo más mínimo. Me quedaré más fresco que una rosa. Es más. Si es preciso, os echaré una mano. ¡Adelante!».
Dado que la universidad permanecía cerrada y las clases habían sido suspendidas, empecé un trabajo de media jornada en una empresa de transportes. Me sentaba en el camión en el asiento del copiloto y cargaba y descargaba trastos. El trabajo era más duro de lo que esperaba. Al principio me dolían todos los huesos y a duras penas podía levantarme por las mañanas. Pero me pagaban bien y, mientras estaba ocupado y me mantenía activo, olvidaba el vacío que sentía en mi interior. Trabajaba durante el día en la empresa de transportes y, tres noches por semana, en la tienda de discos. Las noches que libraba, leía en mi habitación y bebía whisky. Tropa-de-Asalto no probaba el alcohol y no soportaba su olor. Cuando me vio tumbado en la cama bebiendo whisky, se quejó diciendo que con aquella peste no podía estudiar. Que bebiera fuera.
—Vete tú —le espeté.
—Pe-pero en el dor-dormitorio no se puede tomar alcohol. Son las nor-normas.
—Vete tú —le repetí.
No insistió. Me había puesto de malhumor, así que subí a la azotea y me tomé allí mi vaso de whisky.
En junio volví a escribirle una larga carta a Naoko, que le envié a Kôbe. El contenido era similar al de la primera. Añadí que era muy duro estar esperando su respuesta y que sólo quería saber si la había herido. Al echarla al buzón, sentí cómo el hueco que había en mi corazón se agrandaba un poco más.
En junio salí un par de veces con Nagasawa y me acosté con otras chicas. Fue muy sencillo en ambas ocasiones. Una de las dos chicas, ya en la cama del hotel, cuando me disponía a desnudarla, ofreció una resistencia salvaje, pero cuando, harto del asunto, me puse a leer un libro en la cama, pegó inmediatamente su cuerpo contra el mío. La otra chica, después de hacer el amor, quiso saberlo todo sobre mí. Con cuántas mujeres me había acostado en mi vida, de dónde era, a qué universidad iba, qué tipo de música me gustaba, si había leído alguna novela de Osamu Dazai, a qué país del extranjero preferiría viajar, si sus senos me parecían más grandes que los de las demás chicas… Me hizo toda clase de preguntas. Le respondí como pude y me dormí. Al despertarme, me dijo que quería desayunar conmigo. Entramos en una cafetería y tomamos el menú: unos huevos malos, unas tostadas infames y un café peor todavía. Durante el desayuno ella siguió interrogándome. En qué trabajaba mi padre, si había sacado buenas notas en el instituto, en qué mes había nacido, si había comido ranas alguna vez, etcétera. Empezó a dolerme la cabeza, así que, después del desayuno, le dije que tenía que irme a trabajar.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó con semblante triste.
—Seguro que nos encontramos por ahí cualquier día —le respondí, y me fui.
«¿Qué coño estás haciendo?», me dije asqueado al quedarme solo. No tendría que actuar de ese modo. Pero no podía evitarlo. Mi cuerpo tenía un hambre y una sed terribles y necesitaba acostarme con chicas. Cuando estaba con ellas pensaba todo el tiempo en Naoko. En la blancura de su cuerpo emergiendo en la oscuridad, en sus suspiros, en el ruido de la lluvia. Y cuanto más pensaba en ella, más hambriento, más sediento me sentía. En la azotea, bebiendo whisky, pensaba: «¿Adónde quieres llegar?».