—A partir de ahora te hartarás de ver mundos distintos.
—¿Cuál crees que es la mayor ventaja de ser rico?
—No lo sé.
—Poder decir que no tienes dinero. Por ejemplo, yo iba y le proponía hacer algo a una compañera de clase. Entonces ella me decía: «No puedo. No tengo dinero». Yo, en cambio, hubiera sido incapaz de decir lo mismo. Si yo decía «No tengo dinero», era porque no lo tenía. ¡Patético! Igual que una chica guapa puede decir: «Hoy me veo tan horrorosa que no me apetece salir». Eso mismo, en boca de una chica fea, da risa. Éste fue mi mundo durante seis años, hasta el año pasado.
—Ya lo olvidarás —dije.
—Quiero olvidarlo pronto. Cuando entré en la universidad, me quité un peso de encima. Ver a gente normal por todas partes.
Durante un momento curvó los labios en una sonrisa y se acarició el pelo con la palma de la mano.
—¿Trabajas? —le pregunté.
—Sí. Escribo las leyendas de los mapas. Cuando compras un mapa, te dan un folleto con información sobre las ciudades, la población, los lugares… Qué rutas turísticas hay, qué leyendas, qué pájaros, qué flores. Pues yo escribo los textos. Es muy sencillo. Los hago en un santiamén. Voy a la biblioteca de Hibiya, consulto varios libros y en un día escribo un folleto. Y si descubres el truco, te dan tanto trabajo como quieras.
—¿Qué truco?
—Escribir lo que otra persona no pondría. Así el encargado de la empresa que edita los mapas piensa: «¡Esta chica escribe muy bien!». Los tengo impresionados. Y me dan mucho trabajo. No hace falta que escriba nada del otro mundo. Basta con redactar algo decente. Por ejemplo: «Al construir una presa, una aldea quedó sumergida bajo las aguas, pero las aves migratorias aún la recuerdan y, al llegar la estación, podrán ver los pájaros sobrevolando el embalse». Les encanta este tipo de anécdotas. Son visuales, emotivas. A los chicos que trabajan a tiempo parcial no se les ocurren estas cosas. Gano bastante dinero con los textos.
—Sí, pero tienes que buscar todas esas anécdotas y no debe de ser fácil.
—Tienes razón —dijo Midori ladeando la cabeza—. Pero si las buscas, las encuentras. Y, si no las encuentras, siempre puedes inventarte algo. Algo inofensivo, claro.
—Ya veo. —Estaba admirado.
—¡Así es!
Midori quería que le explicara cosas de mi residencia, así que le conté las consabidas historias del izamiento de la bandera y de la gimnasia radiofónica de Tropa-de-Asalto. También ella se rió a carcajadas al oír las anécdotas de Tropa-de-Asalto. Al parecer, mi antiguo compañero ponía de buen humor a cualquier persona. Midori comentó que la residencia debía de ser muy cómica y que quería verla. Le dije que ahí no había nada interesante.
—Sólo cientos de estudiantes metidos en habitaciones sucias bebiendo y masturbándose.
—¿Tú también te incluyes?
—No hay ningún hombre que no lo haga —comenté—. Al igual que las chicas tienen las regla, los hombres se masturban. Todos. Cualquiera.
—¿También los que tienen novia? Es decir, los que tienen pareja con quien acostarse.
—No tiene nada que ver. El chico de Keiô de la habitación de al lado se masturba antes de acudir a una cita. Dice que así se relaja.
—No sé mucho al respecto. He estudiado siempre en una escuela de niñas.
—Eso no lo explican en los suplementos de las revistas femeninas, ¿verdad?
—¡Claro que no! —Midori se rió—. Por cierto, Watanabe, ¿tienes algo que hacer este domingo? ¿Estás libre?
—Lo estoy todos los domingos. Pero a las seis de la tarde tengo que ir a trabajar.
—¿Por qué no vienes a mi casa? A la librería Kobayashi. Aunque la tienda está cerrada, hago guardia hasta el anochecer. Espero una llamada importante. ¿Te apetece comer en mi casa? Cocinaré para ti.
—Sí. Gracias.
Midori rasgó una hoja del cuaderno y me dibujó un detallado mapa. Luego sacó un bolígrafo rojo y trazó una enorme «X» en el lugar donde se hallaba su casa.
—La encontrarás aunque no quieras. Hay un gran letrero que dice «Librería Kobayashi». ¿Podrás venir a las doce? Tendré la comida preparada.
Le di las gracias y me metí el mapa en el bolsillo. Le dije que debía volver a la universidad porque a las dos tenía clase de alemán. Midori tenía que ir a un sitio y tomó el tren en Yotsuya.
El domingo me levanté a las nueve de la mañana, me afeité, hice la colada y tendí la ropa en la azotea. Hacía un día espléndido. Se percibían los primeros efluvios del otoño. Un enjambre de libélulas rojas revoloteaba en el patio y los niños del barrio las perseguían con un cazamariposas en la mano. No hacía ni pizca de viento y la bandera colgaba, lacia, del asta. Me puse una camisa bien planchada, salí del dormitorio y me dirigí a pie a la estación del tranvía. El domingo por la mañana no se veía un alma por aquel barrio de estudiantes, desierto y con la mayoría de tiendas cerradas. Los ruidos de la ciudad resonaban con una claridad inusitada. Una chica que calzaba unos zuecos cruzó la calle con un repiqueteo de madera sobre el asfalto; junto a la cochera del tranvía unos cuatro o cinco niños tiraban piedras a unas latas vacías alineadas. Había una floristería abierta donde compré unos narcisos. Era un poco extraño comprar narcisos en otoño, pero a mí siempre me han gustado los narcisos.
Aquel domingo por la mañana sólo había tres ancianas en el tranvía. Cuando subí, las tres me miraron de arriba abajo y luego miraron las flores que llevaba en la mano. Una de las ancianas me sonrió. Le devolví la sonrisa. Me senté en el último asiento, contemplé los viejos edificios que iban sucediéndose, uno tras otro, a ras de la ventanilla. El tranvía casi rozaba los edificios al pasar. En el tendedero de una casa vi diez macetas de tomates y, a su lado, un gato negro y grande dormitando al sol. Más allá, un niño hacía pompas de jabón. Se oía una canción de Ayumi Ishida. Incluso podía olerse el curry. El tranvía se abría paso entre la intimidad de las callejuelas. A lo largo del trayecto, subieron algunos pasajeros, pero las tres ancianas continuaron absortas en su conversación, incansables, con las cabezas muy juntas.
Me apeé cerca de la estación de Ôtsuka y, siguiendo el plano que Midori me había dibujado, caminé por una avenida poco concurrida. Los comercios situados a ambos lados no parecían muy prósperos y los interiores se adivinaban oscuros. Los letreros estaban medio borrados. A juzgar por la antigüedad y el estilo de los edificios, aquella zona no había sido bombardeada durante la guerra. Y la hilera de casas había quedado tal como estaba. Por supuesto, algunas casas habían sido reconstruidas, otras, ampliadas o restauradas, pero ésas eran precisamente las que más ruinosas se veían. La atmósfera del barrio hacía suponer que la mayoría de la gente, harta de la contaminación, del ruido y de los alquileres altos, se había mudado a los suburbios, y que sólo quedaban los apartamentos baratos, las viviendas cedidas por la compañía, las tiendas de difícil traslado y algunas personas tercas que se aferraban al lugar donde habían vivido siempre. El humo de los tubos de escape de los coches lo cubría todo de una pátina de suciedad, como si fuera una bruma. Cuando, tras andar unos diez minutos, giré en una gasolinera, encontré una pequeña calle comercial y, justo en el medio, vi un letrero que decía LIBRERÍA KOBAYASHI. Ciertamente, no era una tienda grande, pero tampoco tan pequeña como se desprendía del relato de Midori. Era la típica librería de barrio. Se parecía mucho a la librería a la que yo, de pequeño, corría a comprar mis tebeos el día en que salían a la venta. De pie frente a ella, sentí nostalgia. En cualquier barrio había una librería como aquélla.
La tienda tenía la puerta metálica bajada donde se leía el rótulo: SEMANARIO
BUNSHUN.
TODOS LOS JUEVES A LA VENTA. Faltaban quince minutos para las doce. Dado que no me apetecía matar el tiempo andando por la calle con los narcisos en la mano, pulsé el timbre que estaba al lado de la puerta metálica, retrocedí dos o tres pasos y esperé. Quince segundos después, aún no me habían respondido. Estaba dudando si volver a llamar al timbre cuando, sobre mi cabeza, una ventana se abrió con estrépito. Alcé la mirada y vi que Midori se asomaba secándose las manos.
—¡Sube la puerta y entra! —me gritó.
—¡Llego pronto! ¿Te importa? —le grité en respuesta.
—En absoluto. Sube al primer piso. Ahora no puedo dejar lo que estoy haciendo. —Y cerró la ventana.
Levanté un metro la puerta haciendo un ruido espantoso, me escurrí hacia el interior y volví a bajarla. La tienda estaba oscura como boca de lobo. Tropecé con un paquete de revistas para devolver depositado en el suelo y a punto estuve de caer, pero, al final, logré cruzar la librería. Me quité los zapatos a tientas y subí. El interior de la casa estaba sumido en la penumbra. En la entrada había un sencillo recibidor con un tresillo. La estancia no era muy amplia y, por la ventana, entraba una luz mortecina que recordaba una película polaca antigua. A mano izquierda, vi una especie de almacén; también se vislumbraba la puerta del lavabo. Subí con infinitas precauciones una escalera empinada que quedaba a la derecha y llegué al primer piso. Éste era mucho más luminoso que la planta baja, lo que me hizo lanzar un suspiro de alivio.
—¡Eh! ¡Por aquí! —se oyó en algún lugar la voz de Midori.
En lo alto de las escaleras, a la derecha, estaba el comedor y, al fondo, la cocina. La casa, aunque vieja, parecía haber sido reformada recientemente y tanto el fregadero como los grifos y los armarios de la cocina eran nuevos y relucientes. Midori preparaba la comida. Se la oía remover algo en la cazuela y el olor a pescado asado inundaba la cocina.
—En la nevera hay cerveza. Siéntate ahí y tómate una —dijo Midori mirándome.
Saqué una lata de cerveza del frigorífico, me senté a la mesa y me la bebí. Estaba tan fría que me pregunté si llevaría medio año dentro de la nevera. Sobre la mesa había un pequeño cenicero de color blanco, un periódico y una salsera con salsa de soja, papel de notas y un bolígrafo; en el papel había anotado un número de teléfono y unas cifras que parecían la cuenta de la compra.
—Termino en diez minutos. ¿Te importa esperarme ahí sentado?
—No —dije.
—Ve abriendo el apetito. Hay mucha comida.
Entre sorbo y sorbo de cerveza fría, observé a Midori, de espaldas, que cocinaba con esmero. Movía su cuerpo con agilidad y destreza mientras realizaba cuatro tareas a la vez. Viéndola, uno pensaba que estaba probando lo que se cocía en la cazuela, que picaba algo sobre la tabla de cortar o sacaba algo del frigorífico y lo servía en un plato, o que estaba lavando un cacharro que ya no necesitaba. De espaldas, recordaba a un percusionista indio. De esos que, mientras están haciendo sonar unas campanillas, aporrean una tabla y golpean unos huesos de búfalo de agua. Todos sus movimientos eran rápidos y precisos, el equilibrio perfecto. La contemplé con admiración.
—Si puedo ayudarte en algo, dímelo.
—Tranquilo. Estoy acostumbrada a hacerlo sola. —Midori me miró de soslayo y esbozó una sonrisa.
Vestía unos vaqueros ceñidos y una camiseta azul marino con una gran manzana, el logotipo de Apple Records, impresa detrás. De espaldas, Midori tenía unas caderas muy estrechas. De tan frágiles que parecían, hacían pensar que se había saltado una etapa del crecimiento, la de cuando se desarrollan las caderas. Eso le daba un aspecto mucho más andrógino que la mayoría de las chicas cuando llevan vaqueros ceñidos. La luz clara que entraba por la ventana de encima del fregadero, ribeteaba vagamente su silueta.
—No tenías que haber preparado semejante banquete —le dije.
—No es ningún banquete. —Midori se volvió—. Ayer estuve ocupada y no pude comprar gran cosa. He tenido que apañarme con lo que había en la nevera. Así que no te preocupes. Además, la hospitalidad es una tradición familiar. En mi casa nos gusta agasajar a la gente. Lo llevamos en la sangre. Es una especie de enfermedad. No somos especialmente amables, tampoco somos especialmente populares, pero cuando tenemos invitados nos desvivimos por ellos. Para bien o para mal, todos compartimos esta característica. Mi padre, a pesar de que no bebe alcohol, tiene la casa llena de botellas. ¿Y para qué crees que las compra? Para obsequiar a los invitados. Bebe tanta cerveza como quieras. No hagas cumplidos.
—Gracias —dije.
De repente, recordé que había olvidado los narcisos en la planta baja. Al quitarme los zapatos los había dejado en el suelo y allí se habían quedado. Volví a bajar, recogí los narcisos blancos, que yacían en la penumbra, y volví a la cocina. Midori sacó de la alacena un vaso largo y estrecho y los metió dentro.
—Me encantan los narcisos —dijo—. Una vez, cuando estudiaba secundaria, canté
Siete narcisos
en la fiesta de la cultura de la escuela. ¿La conoces?
—Por supuesto.
—Hace tiempo estuve en un grupo de música folk. Tocaba la guitarra.
Sirvió la comida en los platos mientras cantaba
Siete narcisos.
La comida rebasó con mucho mis expectativas. Caballa a la vinagreta, una gruesa tortilla japonesa,
sawara
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macerada, berenjena cocida, sopa de hierbas acuáticas, arroz con setas, rábano cortado fino curado en salmuera y abundantes semillas de sésamo esparcidas por encima. Y todo ello condimentado al estilo de la región de Kansai.
—¡Está buenísimo! —exclamé admirado.
—Watanabe, dime la verdad. ¿Te esperabas que cocinara tan bien? Lo digo por mi aspecto.
—Pues no —reconocí.
—Tú eres de Kansai, así que debe de gustarte esta comida.
—¿Lo has hecho con un sabor más ligero por mí?
—¡No, hombre, no! ¡Vaya trabajo! Yo siempre cocino así.
—¡Ah! Entonces tu padre o tu madre son de Kansai…
—No, mi padre es de aquí, de toda la vida, y mi madre procede de Fukushima. No tengo familia en Kansai. Todos son de Tokio o del norte de Kantô.
—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué cocinas al estilo de Kansai? ¿Te ha enseñado alguien?
—Es un poco largo de explicar —dijo mientras comía la tortilla—. Mi madre odiaba las tareas domésticas. Apenas cocinaba. Además, ya sabes que tenemos una tienda. Así que: «Hoy estoy ocupada, haré traer comida hecha». O bien: «Conque compremos unas croquetas en la carnicería…». Y eso un día tras otro. De niña, yo lo odiaba a muerte. No podía soportarlo. Ella hacía curry para tres días y siempre comíamos lo mismo. Un día, cuando estaba en tercero de secundaria, decidí que yo misma cocinaría, y lo haría bien. Fui a la librería Kinokuniya de Shinjuku, me compré el libro más grande y bonito que encontré y me lo aprendí de cabo a rabo: cómo elegir una tabla de cortar, cómo afilar un cuchillo, cómo abrir el pescado, cómo rallar bonito seco, todo. Y como el autor del libro era de Kansai, aprendí a cocinar al estilo de Kansai.