Tormenta de Espadas (158 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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La mano enorme de la mujer asió con fuerza a
Guardajuramentos
.

—Así será. Encontraré a la niña y la pondré a salvo. Lo haré por su madre. Y por vos.

Hizo una reverencia rígida, se dio la vuelta y se marchó.

Jaime quedó a solas junto a la mesa, mientras las sombras empezaban a reptar por la habitación. Cuando se puso el sol, encendió una vela y abrió el Libro Blanco por la página que le correspondía a él. En un cajón encontró pluma y tinta. Bajo la última línea que había anotado Ser Barristan, empezó a escribir con la mano torpe de un niño de seis años al que el maestre empezara a enseñar las letras.

Derrotado en el Bosque Susurrante por el Joven Lobo, Robb Stark, durante la Guerra de los Cinco Reyes. Cautivo en Aguasdulces, consiguió la libertad a cambio de una promesa incumplida. Capturado de nuevo por los Compañeros Audaces y mutilado por orden de su capitán, Vargo Hoat, perdiendo la mano de la espada por obra de Zollo el Gordo. Devuelto a Desembarco del Rey por Brienne, la Doncella de Tarth.

Cuando terminó aún quedaban por llenar más de tres cuartos de la página, entre el león de oro en el escudo rojo de la parte superior y el escudo blanco vacío de la inferior. Ser Gerold Hightower había empezado su historia y Ser Barristan Selmy la había continuado, pero el resto la tendría que escribir el propio Jaime Lannister. En adelante podría escribir lo que eligiera.

Lo que eligiera...

JON (10)

Soplaba un vendaval desde el este con tanta fuerza que la pesada jaula se bamboleaba cada vez que una ráfaga la apresaba entre sus dientes. Aullaba a lo largo del Muro, arañaba el hielo y hacía que la capa de Jon azotara los barrotes metálicos. El cielo era de un gris pizarra, el sol apenas una leve mancha brillante tras las nubes. Al otro lado del campo de batalla se divisaba el brillo de miles de hogueras, pero sus luces parecían pequeñas e impotentes contra aquel fondo de oscuridad y frío inmensos.

«Va a ser un día lúgubre.» Jon Nieve se aferró a los barrotes con las manos enguantadas y se sujetó con fuerza mientras el viento martillaba la jaula una vez más. Cuando miró hacia abajo, más allá de sus pies, el terreno se perdía en las sombras como si lo bajaran a una sima sin fondo. «Bueno, en realidad la muerte es algo así como una sima sin fondo —pensó—, y cuando termine este día, mi nombre quedará envuelto en sombras para siempre.»

Los hombres decían que los hijos bastardos nacían de la lujuria y las mentiras, y su naturaleza era impredecible y traicionera. En otros tiempos, Jon había querido demostrar que se equivocaban, enseñar a su señor padre que podía ser un hijo tan bueno y fiel como Robb.

«Lo he estropeado todo.» Robb se había convertido en un rey heroico, y si algún recuerdo quedaba de Jon sería como cambiacapas, como alguien que había roto sus votos, como un asesino. Se alegraba de que Lord Eddard no estuviera vivo para ver su vergüenza.

«Debí quedarme en aquella caverna con Ygritte. Si hay otra vida después de ésta, espero poder decírselo. Me arañará el rostro como lo hizo el águila y me maldecirá por cobarde, pero aun así se lo diré.» Flexionó la mano con la que empuñaba la espada, como le había enseñado el maestre Aemon. El hábito se había convertido en parte de sí mismo y necesitaba tener los dedos flexibles para contar aunque fuera con una mínima posibilidad de matar a Mance Rayder.

Lo habían sacado aquella mañana tras cuatro días en el hielo, encerrado en una celda de metro y medio por metro y medio por metro y medio, demasiado baja para ponerse de pie, demasiado estrecha para acostarse. Los mayordomos habían descubierto mucho tiempo atrás que los alimentos y la carne se conservaban mejor en las despensas heladas talladas en la base del Muro... pero los prisioneros, no.

—Vas a morir ahí adentro, Lord Nieve —le había dicho Ser Alliser antes de cerrar la pesada puerta de madera, y Jon lo había creído.

Pero aquella mañana lo habían sacado. Lo llevaron entumecido y tembloroso a la Torre del Rey para comparecer una vez más ante Janos Slynt y su papada.

—Ese viejo maestre dice que no puedo ahorcarte —declaró Slynt—. Le ha escrito a Cotter Pyke y hasta tuvo el descaro de mostrarme la carta. Dice que no eres un cambiacapas.

—Aemon ha vivido demasiado, mi señor —le aseguró Ser Alliser—. Ha perdido los sesos, igual que la vista.

—Sí —dijo Slynt—. Un ciego con una cadena al cuello. ¿Quién se cree que es?

«Aemon Targaryen —pensó Jon—, hijo de un rey, hermano de un rey, un hombre que pudo ser rey...» Pero no dijo nada.

—De todos modos —dijo Slynt—, no permitiré que se diga que Janos Slynt ahorcó a un hombre injustamente. Ni hablar. He decidido darte una última oportunidad de demostrar que eres tan leal como dices, Lord Nieve. Una última oportunidad para cumplir con tu deber, ¡eso es! —Se puso de pie—. Mance Rayder quiere parlamentar con nosotros. Sabe que ahora que ha llegado Janos Slynt no tiene la menor posibilidad de vencer, así que ese Rey-más-allá-del-Muro quiere discutir. Pero es un cobarde y no quiere venir aquí. Sin duda sabe que lo colgaría. ¡Lo colgaría por los pies desde la cima del Muro, con una cuerda de sesenta metros de largo! Pero no vendrá. Exige que le mandemos un emisario.

—Vamos a mandarte a ti, Lord Nieve —sonrió Ser Alliser.

—¿A mí? —La voz de Jon no mostraba emoción alguna—. ¿Por qué a mí?

—Tú cabalgaste con esos salvajes —dijo Thorne—. Mance Rayder te conoce. Será más proclive a confiar en ti.

—Todo lo contrario. —Estaba tan equivocado que Jon casi se echó a reír—. Mance sospechó de mí desde el principio. Si me presento en su campamento, vestido otra vez con una túnica negra y hablando en nombre de la Guardia de la Noche, sabrá que lo he traicionado.

—Ha pedido un enviado y se lo vamos a mandar —dijo Slynt—. Si eres demasiado cobarde para enfrentarte a ese rey cambiacapas podemos llevarte de vuelta a tu celda de hielo. Y esta vez sin las pieles.

—No será necesario, mi señor —dijo Ser Alliser—. Lord Nieve hará lo que le pedimos. Quiere demostrarnos que no es un cambiacapas. Quiere probar que es un miembro leal de la Guardia de la Noche.

Thorne era con mucho el más inteligente de los dos, supo Jon; todo aquel plan llevaba su huella. Estaba atrapado.

—Iré —dijo con voz cortante, seca.

—Mi señor —le recordó Janos Slynt—. Te dirigirás a mí...

—Iré, mi señor. Pero estáis cometiendo un error, mi señor. Estás enviando al hombre menos adecuado, mi señor. En cuanto me vea Mance se enfurecerá. Mi señor tendría más posibilidades de llegar a un acuerdo si enviara a...

—¿Un acuerdo? —Ser Alliser dejó escapar una risita.

—Janos Slynt no llega a acuerdos con salvajes sin ley, Lord Nieve. No, ni hablar.

—No te enviamos para hablar con Mance Rayder —explicó Ser Alliser—. Te enviamos a que lo mates.

El viento silbó entre los barrotes y Jon Nieve se estremeció. La pierna le dolía muchísimo, la cabeza también. No estaba en condiciones de matar ni a un gatito, pero ésa era su misión.

«Era una trampa mortal.» El maestre Aemon insistía en la inocencia de Jon y Lord Janos no se había atrevido a dejarlo morir en el hielo. Aquel plan era mejor. «Nuestro honor no significa más que nuestras vidas, siempre que el reino esté a salvo», había dicho Qhorin Mediamano en los Colmillos Helados. Debía recordarlo. Si asesinaba a Mance, o si lo intentaba y fallaba, el pueblo libre lo mataría. Aunque quisiera ni siquiera le quedaba la posibilidad de desertar: para Mance era un mentiroso y un traidor más allá de toda duda.

Cuando la jaula se detuvo con una sacudida, Jon saltó al suelo y dio unos golpecitos en la empuñadura de
Garra
para liberar en su vaina la espada bastarda. La puerta estaba unos pocos metros a su izquierda, bloqueada aún por las ruinas destrozadas de la tortuga dentro de la cual se pudría el cuerpo de un mamut. También había otros cadáveres dispersos entre toneles rotos, brea endurecida y zonas de hierba quemada, todo a la sombra del Muro. Jon no tenía el menor deseo de permanecer allí. Echó a andar en dirección al campamento de los salvajes, dejando atrás el cadáver de un gigante muerto a quien una piedra le había aplastado la cabeza. Un cuervo arrancaba trozos de sesos de la calavera rota. Cuando pasó por su lado el pájaro lo miró.


Nieve
—le graznó—.
Nieve, nieve.
—Extendió las alas y echó a volar.

Apenas había comenzado a andar cuando un jinete solitario emergió del campamento de los salvajes y se encaminó hacia él. Se preguntó si Mance salía a parlamentar en tierra de nadie.

«Así me resultaría más fácil. Aunque no hay manera de que me resulte fácil.» Pero a medida que se acortaba la distancia entre ellos, Jon fue viendo que el jinete era bajo y corpulento, con los brazos robustos llenos de brazaletes dorados y una barba blanca que le cubría parte del ancho pecho.

—¡Ja! —rugió Tormund cuando estuvieron a la misma altura—. Jon Nieve, el cuervo. Temía no volver a verte.

—Nunca pensé que temieras nada, Tormund.

Aquello hizo sonreír al salvaje.

—Bien dicho, chaval. Veo que tu capa vuelve a ser negra. A Mance no le va a gustar. Si has venido a cambiar de bando otra vez será mejor que te subas a vuestro Muro a toda prisa.

—Me envían a parlamentar con el Rey-más-allá-del-Muro.

—¿A parlamentar? —Tormund se echó a reír—. Vaya palabrita. ¡Ja! Mance quiere hablar, cierto. Pero no creo que quiera hablar contigo.

—Soy el que han enviado.

—Ya lo veo. En fin, vamos. ¿Quieres montar?

—Puedo ir andando.

—Nos has dado duro aquí. —Tormund volvió su caballo hacia el campamento de los salvajes—. Hay que reconoceros el mérito a tus hermanos y a ti. Doscientos hombres muertos y una docena de gigantes. El propio Mag entró por esa puerta vuestra y no regresó.

—Murió por la espada de un valiente llamado Donal Noye.

—¿Sí? ¿Era un gran señor ese Donal Noye? ¿Uno de vuestros brillantes caballeros con ropa interior de acero?

—Era un herrero y sólo tenía un brazo.

—¿Un herrero manco acabó con Mag el Poderoso? Debe de haber sido un combate digno de ver. Seguro que Mance le compondrá una balada. —Tormund cogió el odre que llevaba en la montura y sacó el tapón de corcho—. Esto nos hará entrar en calor. Por Donal Noye y Mag el Poderoso. —Bebió un trago y se la pasó a Jon.

—Por Donal Noye y Mag el Poderoso.

La bota estaba llena de un aguamiel tan fuerte que a Jon le lagrimearon los ojos y unos tentáculos de fuego le bajaron serpenteando por dentro del pecho. Tras la celda de hielo y el frío descenso en la jaula la sensación de calor era muy grata.

Tormund cogió el odre, bebió otro trago y se secó los labios.

—El Magnar de Thenn nos juró que abriría la puerta y que todo lo que tendríamos que hacer era entrar cantando. Iba a derribar todo el Muro.

—Derribó una parte —dijo Jon—. Sobre su cabeza.

—¡Ja! —dijo Tormund—. Bueno, Styr nunca valió gran cosa. Cuando un hombre no tiene barba ni pelo ni orejas no hay manera de agarrarlo si uno se pelea con él. —Mantuvo su caballo al paso para que Jon pudiera cojear a su lado—. ¿Qué te ha pasado en la pierna?

—Una flecha. Creo que de Ygritte.

—Ésa sí que es una mujer de verdad. Un día besa y al siguiente acribilla a flechas.

—Está muerta.

—¿Sí? —Tormund movió la cabeza, apenado—. Una lástima. Si hubiera tenido diez años menos, yo mismo la habría secuestrado. Qué pelo. Bueno, los fuegos más calientes arden más deprisa. —Levantó la bota de hidromiel—. ¡Por Ygritte, besada por el fuego! —Bebió un trago largo.

—Por Ygritte, besada por el fuego —repitió Jon cuando Tormund volvió a pasarle la bota. Su trago fue más largo todavía.

—¿La mataste tú?

—No, mi hermano.

Jon no había averiguado cuál y tenía la esperanza de no saberlo nunca.

—Cuervos de mierda. —El tono de Tormund era áspero pero extrañamente tierno—. Ese canalla de Lanzalarga me secuestró a la hija. Munda, mi manzanita de otoño. La sacó de mi tienda delante de las narices de sus cuatro hermanos. Toregg se la pasó durmiendo, el muy patán, y Torwynd... Bueno, lo llaman Torwynd el Manso, eso lo dice todo, ¿no? Pero los más jóvenes se pelearon con él.

—¿Y Munda? —preguntó Jon.

—Ella es sangre de mi sangre —dijo Tormund con orgullo—. Le partió un labio y le arrancó la mitad de una oreja, y tiene tantos arañazos en la espalda que no puede ni ponerse la capa. La verdad es que el muchacho le gusta mucho. ¿Y por qué no? No pelea con lanza, ¿sabes? En su vida. ¿De dónde crees que salió ese nombre? ¡Ja!

Pese a estar donde estaba y pese a las circunstancias, Jon no pudo contener la risa. Ygritte le había tenido mucho cariño a Ryk Lanzalarga. Esperaba que fuera feliz con Munda, la hija de Tormund. Alguien tenía que ser feliz en alguna parte.

«No sabes nada, Jon Nieve», le habría dicho Ygritte.

«Sé que voy a morir —pensó él—. Al menos, eso lo sé.»

«Todos los hombres mueren. —Casi podía oírla—. Y las mujeres también, y todo animal que vuela, nada o corre. Lo que importa no es cuándo se muere, sino cómo, Jon Nieve.»

«Para ti es fácil decirlo —le respondió en su pensamiento—. Tuviste una muerte de valiente, en combate, cuando atacabas el castillo de un enemigo. Yo moriré como un cambiacapas y un asesino.»

Tampoco sería rápida su muerte, a no ser que le llegara con el filo de la espada de Mance.

Pronto estuvieron entre las tiendas. Era el habitual campamento salvaje, un revoltijo descontrolado de hogueras para cocinar y agujeros para orinar, con niños y cabras que vagaban a su antojo, ovejas balando entre los árboles y pieles de caballos colgadas a secar. Carecía de planificación, de orden y de defensas. Pero había hombres, mujeres y animales por doquier.

Muchos no les prestaron atención, pero por cada uno que se concentraba en sus asuntos había diez que se detenían a mirar: niños agachados junto al fuego, viejas con carros tirados por perros, habitantes de las cavernas con los rostros pintarrajeados, jinetes con garras, serpientes y cabezas cortadas pintadas en sus escudos... todos se volvían para echar un vistazo. Jon también vio a mujeres del acero con largas cabelleras agitadas por el viento que suspiraba entre los pinos y les llevaba su aroma.

Allí no había colinas dignas de tal nombre pero la tienda de pieles blancas de Mance Rayder se alzaba en un punto elevado sobre terreno pedregoso, en el mismo límite de los árboles. El Rey-más-allá-del-Muro lo esperaba fuera; su capa negra y roja hecha jirones aleteaba al viento. Jon vio que Harma Cabeza de Perro estaba con él, de vuelta de sus ataques y maniobras de distracción a lo largo del Muro. También estaba allí Varamyr Seispieles junto a su gatosombra y dos flacos lobos grises.

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