Authors: John Varley
El indicador de presión estaba casi en el punto que necesitábamos cuando oí un ruido parecido al que hace una bisagra oxidada al girar... y el contenedor se colapso sobre sí mismo con un crujido metálico atronador, como si lo hubiésemos dejado caer desde lo alto de una grúa.
—La leche —resopló Dak. Alicia y Kelly bajaron corriendo las escaleras de la oficina y todos nos reunimos alrededor de lo que una vez había sido un contenedor rectangular, y que ahora parecía una enorme caja de Velveeta. Si alguien salta sobre una lata de Coca-Cola vacía, dudo que la deje tan plana como se había quedado aquel contenedor.
Sentí que me abandonaba hasta el último resquicio de confianza. ¿Es que estábamos locos?
—Bueno —se rió Alicia—, como habéis dicho, es mejor que los errores se cometan aquí, en la Tierra, porque en el espacio no podemos permitírnoslos.
No me molesté en señalar que había montones de errores que se podían cometer en la Tierra y que podían costamos la vida.
—Tenemos que sacar esto de aquí —dije—. Como lo vea mi madre, le da un ataque al corazón.
Alquilamos un remolcador, nos llevamos el retorcido pedazo de chatarra y lo vendimos, lo que fue no estuvo mal, porque Kelly lo había pagado al mismo precio. Aquel mismo día dimos un paso más y compramos el primer tanque. Se me puso la piel de gallina al ver cómo sacaba la grúa el vagón de nuestro apartadero y lo introducía en el almacén.
¡Iba a ocurrir de verdad!
Cortamos los ejes de las ruedas, los levantamos con la grúa y los depositamos sobre una cuna que habíamos fabricado juntando maderos usados y madera contrachapada (de nuevo el gusto por la frugalidad de Kelly). Estaba empezando a comprender cómo había conseguido su familia hacerse rica y conservar su fortuna. Lo cierto es, no obstante, que nunca escatimó en gastos cuando lo único que garantizaba nuestra seguridad era lo mejor y lo más nuevo.
El peso del vagón vacío estaba grabado en unos de sus costados: PESO NETO 36.000 kg. A su lado, la capacidad: 85.000 kg. Más de dos veces y medio el peso neto. Debía de ser muy resistente, pensé.
Llevamos los ejes a una balanza industrial, los pesamos, y sustrajimos el resultado a las treinta y seis toneladas. El resultado final fueron veinte toneladas. Siete tanques totalizarían 140 toneladas. A esto habría que añadirle el peso de la estructura que construiríamos para conectar los motores con el cuerpo principal de la nave, así como sus patas, y todo lo que contuviera, incluido el congelador Sears y seis personas. Calculamos que no superaría las doscientas toneladas en total.
El peso no suponía un problema, pues no llevaríamos combustible y contaríamos con capacidad de impulso virtualmente ilimitada durante un espacio de tiempo virtualmente ilimitado. Si Werner von Braun hubiera podido vernos, pensé, levantando mucho más peso que su Saturno 5 con la mera ayuda de unas pelotas de baloncesto de plata... ¡Se habría quedado boquiabierto!
Le pusimos al vagón una escotilla redonda de grosor extra, jalonada por sellos de silicona de los que utilizan los aviones, la cerramos a cal y canto y encendimos la bomba. Cuando la bomba empezó a succionar el aire, ninguno de nosotros se encontraba cerca. Tardó un buen rato en extraerlo del todo, y yo lo pasé esperando a que se oyera ese primer y revelador crujido metálico.
No se produjo. El vagón soportó un diferencial de presión de más de un kilo por centímetro cuadrado, aplicado desde el exterior. No había duda de que contendría fácilmente una atmósfera interior contra el vacío del espacio.
—Estamos en marcha —dijo Dak, mientras yo abría la válvula de alivio y, con un siseo, empezaba a entrar aire en el tanque—. ¿Has hablado con Hal y Spanky hoy?
—Mamá lo ha hecho. Dice que los esperemos hacia mañana al mediodía. Travis ha llamado todos los días, desde lugares tan dispares como el norte de Maine y el desierto de Mojave.
—Ya podría llegar esta noche —dijo—. Mañana vamos a tener un día duro, tratando de venderle este trasto.
—Se lo venderemos —le dije.
Travis me cogió la cabeza con las dos manos y me besó en la frente. Mientras yo seguía demasiado aturdido como para hablar, se volvió hacia los demás, con un brazo alrededor de mis hombros.
—Si hubiera premio Nobel de ingeniería, habría que dárselo a estos chicos — anunció. Me soltó y se dirigió hacia Dak, quien retrocedió cautelosamente.
—La idea fue de Manny —dijo—. A mí no hace falta que me beses.
—Genio. Un golpe de puro genio —dijo Travis.
Nos encontrábamos en la habitación que estábamos utilizando para nuestras reuniones, convertidas en un ritual nocturno en el que todos podíamos poner al día a los demás sobre lo que habíamos estado haciendo y decidir qué era lo más urgente para el día siguiente. Se encontraba al otro lado de la oficina de Kelly y Alicia, separado de esta por un corto pasillo. Era una más de la media docena de habitaciones que había en el piso superior del almacén, la mayoría de las cuales estaban vacías. Esta tenía una mesa de reunión de grandes dimensiones, unos pocos escritorios y algunas mesas más pequeñas, apoyados en la pared del fondo y todos ellos cubiertos de rayones. Sobre una de las mesas había una gran máquina de café expreso, de metal, un regalo que nos había traído la madre de Kelly el día que se había dejado caer por allí para comprobar cómo iba «el asunto de las películas». Yo albergaba la sospecha de que, con aquella máquina, nos lo había arruinado para siempre. Sería duro volver al café barato, después de habernos acostumbrado a tomar un par de tazas de aquel expreso todas las mañanas, antes de empezar a trabajar.
Anticipándonos al regreso de Jubal, habíamos comprado varias cajas de Krispy Kremes. Al ritmo que las estábamos consumiendo, tal vez pudiéramos pensar en poner una franquicia si el asunto de Marte no salía bien.
Habíamos ido a El Despegue para darles la bienvenida cuando llegaran, pero Kelly y yo nos quedamos dormidos y no despertamos hasta que la tía María empezó a aporrear la puerta y a gritar:
—¡Ya están aquí, Manolito!
Nos vestimos rápidamente y bajamos para recibir los abrazos de Jubal y Travis. Me ardían las tripas porque aquella tarde tenía que presentarle mi idea a Travis, y a partir de ahí, en función de su reacción, el proyecto seguiría adelante o se estrellaría y se consumiría. Ni siquiera me atrevía a reconocer lo mucho que había terminado por significar para mí.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, habíamos aparcado nuestros vehículos y estábamos todos de camino al almacén, todos salvo la tía María, que tenía turno en el vestíbulo mientras Eve, la chica que habíamos contratado con dinero del que realmente no podíamos prescindir, limpiaba las habitaciones.
Travis había realizado un examen completo del almacén nada más llegar allí. Mientras tanto, los cuatro sufríamos de un agitado nerviosismo, que nos contagiábamos unos a otros al caminar, mientras tratábamos de anticiparnos a las preguntas que podía hacernos.
Que me aspen, pero en aquel momento no hubiera podido decir si nos estaba dando una auténtica oportunidad. Todos nos habíamos percatado durante las dos semanas de su ausencia de que, afrontémoslo, lo único que tenía que hacer era decir en cualquier momento, "No es seguro" y sería el fin del proyecto. ¿Estaba decidido a terminar con él? ¿Se estaba burlando de nosotros —y lo que es más importante, burlando y engañando a su brillante pero dependiente primo—, y en realidad nunca había tenido la intención de dar su aprobación? ¿Íbamos a recibir un análisis justo? Y, en caso contrario, ¿llegaríamos a saberlo alguna vez?
Su furgoneta hubiera merecido algunas carcajadas. La habían llevado a sitios en los que el Zumbón de Travis hubiera sido mucho más apropiado. Tenía una abolladura en el lado derecho, consecuencia, según parecía, de un camino lleno de barro en las Cataratas de Oregon y el impacto contra un árbol situado junto al arcén. Tenía arañazos de maleza. Y tierra. Tierra a montones, de la que solo las ventanas estaban libres.
—Teníamos prisa —nos explicó Travis—. No había tiempo para lavar el coche.
El interior también era revelador. Los asientos y el suelo de la parte delantera estaban limpios, pero lo que había en la parte trasera podría haber proporcionado a unos estudiantes de arqueología material suficiente para trabajar un par de semanas. Aparentemente, la instrucción militar de Travis no le permitía tolerar desperdicios en sus proximidades inmediatas, pero una vez que los arrojaba por encima de su hombro, al asiento de atrás, habían desaparecido, al menos por lo que a él se refería. Había cajas y envoltorios de todas las compañías más importantes de comida rápida.
—Los Krispy Kremes son difíciles de encontrar en Yanquilandia. —Jubal parecía escandalizado.
También había latas de refresco y tazas de papel a montones. Advertí que los ojos de Alicia escudriñaban la basura, y eran unos ojos que hubieran podido encontrar una de Bud en medio de un centenar de latas de refresco, a cien metros de distancia. No encontró una sola cerveza. Lo cual supuso un enorme alivio para mí, porque la única vez que mamá y yo habíamos hablado del tema mientras estaban fuera, había sido cuando ella había sacado a colación el tema de los hábitos de Travis.
—Si ese hombre toma un solo trago —me había dicho—, si prueba una sola gota de licor, Manuel, retiro mi consentimiento. Luego puedes irte o puedes quedarte, harás lo que quieras, pero será sin mi permiso.
—Mamá, si el tío prueba el alcohol, no tendrás que retirar tu permiso —le había respondido yo—. Seré yo el que se vaya si bebe. —Y desde entonces había estado preguntándome si era verdad.
Ahora, la tosca maqueta de nuestra nave espacial se encontraba en medio de la mesa de reuniones. Tenía un aspecto considerablemente mejor que la primera vez que la habíamos montado.
Dentro de lo que sería el puente habíamos puesto una bombilla para iluminar las ventanas. Sobre él habíamos montado varias antenas de radio y una gran parabólica. Habíamos construido una estructura de puntales de plástico para sustentarla, hecha con piezas sobrantes de maquetas de aviones y coches, como se hacía antes en Hollywood. Las tres patas de aterrizaje provenían nada menos que de una maqueta del Modulo de Excursión Lunar del viejo Apolo. Los grandes muelles que necesitábamos los habíamos sacado de un pequeño Zumbón de juguete, manejado por radiocontrol. Las pequeñas luces de vuelo, rojas, verdes e intermitentes, le daban una apariencia más animada.
Debajo de él había tres jaulas globulares construidas para alojar burbujas de casi dos metros de diámetro, representadas ahora por ornamentos navideños. No sabíamos qué aspecto tendría realmente esa sección. Eso estaba completamente en manos de Jubal.
Finalmente lo habíamos llevado a pintar de color rojo cereza. Había una bandera americana en un lado y las palabras TRUENO ROJO, en mayúsculas, en el otro.
De hecho, habíamos gastado más dinero en aquella presentación del que yo consideraba necesario, y así se lo había dicho a Kelly.
—Nunca escatimes en laca y brillantina —repuso ella—. Yo nunca trataría de vender un coche sucio. En el concesionario tengo gente que, en cuando deja de llover, tiene que encargarse de limpiar todos los coches con una gamuza, para que, al secarse, la lluvia no les deje marca.
—Estoy de acuerdo —había dicho Alicia—. Chicos, si Travis va a darnos una oportunidad, lo menos que podemos hacer es darle la impresión de que hemos trabajado duro. Y para eso, la apariencia es importante.
Así que nos aseguramos de que el plan, la maqueta de la nave y todos los materiales de apoyo eran lo más profesionales posible, y pagamos lo que hacía falta para conseguirlo.
Alquilamos una enorme pantalla plana de Definición Súper-Alta e invertimos varias horas en aprender a utilizar el sistema Telestrator de nuestro programa de construcción de naves, para poder expandir, cortar, girar, rotar, volver, retorcer, acercar y alejar fácilmente las imágenes utilizando una varita electrónica, mientras explicábamos los diferentes aspectos del proyecto. No tardamos en estar creando gráficos tan buenos como los de cualquier programa de deportes de la televisión, en tiempo real.
Colgados de las paredes que rodeaban la pantalla del Telestrator, había varios carteles de un metro por metro y medio, con portadas de revistas antiguas e imágenes de películas de Walt Disney de los años 50, y la razón para su presencia no era otra que el hecho de que tenían buen aspecto... y que en ellos aparecían naves espaciales parecidas al Trueno Rojo.
Los habíamos encontrado en la red. Un artista llamado Chesley Bonestell se había especializado en portadas para revistas de ciencia-ficción, representaciones del más brillante pensamiento científico de su época, algunas de ellas ambientadas en el espacio y otras en la superficie de Marte. Y la organización Disney había hecho, hacia la misma época, algunos cortos en los que se especulaba sobre cómo se produciría la conquista del espacio. Una de las naves de Disney guardaba un asombroso parecido con la Trueno Rojo: un cilindro central rodeado por varios tanques cilíndricos de combustible, aunque no tan grandes como los vagones de nuestra nave. Había sido idea mía imprimirlos y colgarlos allí, lo admito. Pensé que, rodeada por aquellas maravillosas representaciones antiguas, mi loca idea de una nave marciana no parecería tan absurda. Las había descargado y las había impreso con calidad profesional.
Y, ¿qué fue lo primero que ocurrió cuando Travis entró con nosotros en la sala de reuniones y vio la maqueta, posada allí, en medio de la mesa de juntas, bajo la luz de un pequeño foco?
Que se detuvo, frunció el ceño un momento, y entonces se echó a reír.
La cara se me calentó como si estuviera ardiendo. Me sentí mareado por un momento. No es una experiencia que quiera repetir. Fue una humillación sin diluir.
Por suerte, Travis lo comprendió en un segundo, y lo siguiente que supe fue que estaba abrazándome, besándome y llamándome genio.
A partir de ahí, todo fue sobre ruedas.
Nos turnamos en el Telestrator, como habíamos convenido. Travis miraba y asentía, u, ocasionalmente, fruncía el ceño. Cuando lo hacía, esperábamos un momento por si quería hacer alguna pregunta. Creíamos... esperábamos tener respuestas para todas sus posibles objeciones, salvo unas pocas, y queríamos enfrentarnos a ellas lo antes posible. Pero él siempre nos decía que continuáramos.
Parecía estar disfrutando. De vez en cuando observaba la maqueta, la giraba lentamente, la examinaba con la mirada entornada, y entonces parábamos y esperábamos a que nos volviera a prestar atención.