Trueno Rojo (47 page)

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Authors: John Varley

BOOK: Trueno Rojo
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»Los Valles Marinensis son el equivalente marciano al Gran Cañón del Colorado. Y si estuvieran en la Tierra se extendería casi desde Nueva York a Los Ángeles, y tendrían más de seis kilómetros de profundidad y setecientos kilómetros de anchura en algunos puntos. Cualquiera de los dos sería un lugar perfecto para aterrizar.

—Entonces, ¿por qué el valle? —preguntó Alicia.

—Por dos razones. Estamos bastante seguros de que comprendemos las fuerzas que hay detrás del Olympus Mons. En Marte no hay desplazamientos de la corteza, no hay placas continentales que se muevan a lo largo de líneas de falla. Se forman volcanes porque el magma proveniente del manto emerge a la superficie. En la Tierra, las placas se mueven sobre los puntos calientes, los puntos por los que sale el magma. Así es como se formó Hawai. Y una serie de volcanes nuevos brota cada pocos millones de años por el movimiento de las placas sobre estos puntos.

»En Marte, la corteza está inmóvil, y el Olympus Mons no hace más que crecer y crecer y crecer, a lo largo de miles de millones de años.

—Estupendo —dije—. ¿Por qué no vamos allí?

—Porque es más probable que la respuesta a la pregunta más importante sobre Marte se encuentre en los Valles Marinensis: ¿sigue habiendo agua? El valle parece haberse formado por la acción de aguas corrientes. Pero, ¿hace cuánto? ¿Queda algo de ella, congelada en el suelo como el permafrost en la tundra? Ese cañón parece el lugar más propicio para buscar. —Entonces sonrió un poco más—. Además, es allí donde aterrizarán los chinos.

Desplegó un mapa de Marte sobre la pantalla. Señaló con el dedo un punto situado al norte del extremo septentrional de los Valles.

—Longitud noventa y cinco grados, latitud seis grados sur. Podré encontrar el lugar exacto, porque veremos los pathfinders de los chinos.

Había sido el aterrizaje con éxito de dos de las tres naves pathfinder de los chinos lo que había conseguido finalmente remover un poco los complacientes traseros de las personas que estaban al mando del programa espacial americano. Una de las naves había dejado de responder a las órdenes recibidas desde la Tierra y había pasado de largo en dirección al olvido. Pero las otras dos habían aterrizado con apenas un kilómetro de separación.

—Los chinos tienen que aterrizar allí, no tienen otra opción. Así que descenderé en el lugar que le han anunciado al mundo, encontraré las naves de suministro y aterrizaré a poca distancia de ellas. Y entonces... entonces, amigos míos, serán nuestros.

—¿Vas a sabotear la misión china?

Y entonces nos explicó su plan para obligar a los chinos a reconocer nuestra presencia en Marte... y no tardamos en estar sonriendo como él. Parecía perfecto.

Siempre, claro, que no nos matásemos en nuestro propio aterrizaje.

Travis encendió los motores durante un buen rato para sacarnos de la órbita de Marte y a continuación volvió la ingravidez durante lo que parecieron tres horas pero fue mucho menos tiempo.

Una vez más, estábamos los cuatro en nuestros sillones de aceleración de la cubierta de control, carente por completo de ventanas. Había un sensor cruciforme superpuesto a las cámaras de popa, las que proporcionarían a Travis la única referencia válida del lugar al que se dirigía. El cursor se encontraba en aquel momento justo sobre las estribaciones occidentales de los Valles Marinensis. Por supuesto, también utilizábamos los radares para calibrar la altitud, pero el radar era uno de los puntos débiles del Trueno Rojo. Para mantener los costes por debajo del millón de dólares —de acuerdo, en el computo final, se habían gastado 1.150.000$ del dinero de Travis y Kelly— la gran mayoría de la nave se había construido con piezas compradas, desde los tanques que formaban su base hasta las esferas presurizadas de los bolígrafos, un objeto cuyo desarrollo había costado a la NASA tres millones de dólares. Pero un equipo de radar de calidad que satisficiera nuestras necesidades era difícil de encontrar fuera de los círculos militares. Lo que queríamos era poder enviar señales que rebotaran en la Tierra y en Marte desde cientos o miles de kilómetros de distancia, y necesitaríamos aún más alcance si teníamos que encontrar un Ares Siete dañado y perdido.

Habíamos encontrado nuestro radar en el morro de un viejo caza, en un cementerio de aviones de las Fuerzas Aéreas. Era lo mejor que habíamos podido conseguir.

Parecía funcionar correctamente mientras descendíamos, y los números pasaban rápidamente por mi pantalla. Quince kilómetros. Catorce kilómetros. Trece kilómetros. Cada vez aparecían más detalles en el monitor. Me obligué a relajarme controlando la respiración. No por vez primera en aquel viaje, me pregunté si tenía madera de astronauta. Mi estómago estaba protestando por los cambios de gravedad mientras Travis aproximaba suavemente el grande y torpe artefacto a la superficie del Planeta Rojo.

Cinco kilómetros. Cuatro kilómetros.

El terreno ondulaba suavemente, con un dibujo creado por las tormentas de polvo que periódicamente recorrían Marte de un polo a otro. Estas tormentas podían durar meses. Si hubiera estado produciéndose una en el momento de nuestra llegada, habría sido el fin de la misión, pues no podíamos pasar más de una semana en órbita antes de tener que regresar a casa. Pero el aire estaba transparente como el cristal.

Dos kilómetros. Un kilómetro.

—¡Allí están! —gritó Kelly. Seguí la dirección que apuntaba su dedo extendido hasta una pantalla en la que se veían dos formas regulares en medio de un mar de cráteres poco profundos y rocas de todos los tamaños.

—Ya los veo —dijo la voz de Travis en nuestros auriculares—. No grites tanto, por favor.

—Lo siento —dijo Kelly.

Trescientos metros. Doscientos metros. Travis quería aterrizar en algún sitio donde los chinos no pudieran vernos al bajar. No era fundamental que no nos vieran, pero ayudaría. Los chinos estaban siguiendo las directrices de actuación de los soviéticos durante la Guerra Fría, y confiaban los aterrizajes a los sistemas automáticos, los mismos que utilizaban las naves pathfinder. Aparentemente, los comunistas detestaban ceder el control a sus subordinados, así que los cosmonautas chinos y soviéticos tenían que contentarse con dejar que las máquinas se encargaran de determinadas tareas que los nuestros hubieran reclamado como propias.

—Treinta metros —dijo Travis—. Estamos levantando un poco de polvo. Quince metros. Diez metros. Quince metros a estribor. La elevación sigue siendo de diez metros. —Había una roca de grandes dimensiones en el punto que Travis había escogido para aterrizar. Se desplazó y volvió a intentarlo. Siete metros. Tres metros.

—Recibo señal de contacto desde la pata dos, capitán —dijo Dak, y, casi inmediatamente—. Contacto en la pata uno... y en la pata tres.

—Inclinación de la cabina inferior a dos grados —informé.

—Sistemas de aire en perfecto funcionamiento —exclamó Alicia.

—Desactivando potencia —dijo Travis, y el rugido de los motores, que no era ni de lejos tan atronador en la tenue atmósfera de Marte, se apagó y murió. Mantuve los ojos pegados al indicador de inclinación, que se desplazó un grado más, y después otro medio grado. Si la inclinación excedía los cinco grados, era recomendable volver a despegar e intentarlo de nuevo... algo que, por supuesto, Travis podía ver en sus propios instrumentos. Pero en una nave espacial hay que hacerlo todo por partida doble.

El indicador se estabilizó.

—Hemos bajado, chicos —exclamó Travis desde arriba.

Alguien debería haber traído unas serpentinas y un poco de confeti. Compensamos su falta con el volumen de nuestros vítores.

Lo habíamos conseguido. Estábamos en Marte.

Antes que nada, teníamos que reunirnos en la cabina, llevando nuestras chaquetas de aviador y esbozando enormes sonrisas de orgullo. Kelly tomó fotografías de todos. La vista era asombrosa. Yo soy un chico de Florida que nunca ha estado en ninguna parte. En Florida no tenemos nada parecido a aquello. Ni una pizca de verde en ninguna parte. Rocas por todas partes, a pesar de que el lugar no era tan rocoso como otros en los que habían aterrizado anteriormente las sondas marcianas. Habíamos llegado a mediodía y el cielo estaba teñido de rosa pálido en el horizonte y de azul marino en lo alto. Había unos jirones de nube tan finos que apenas se veían. Polvo, creo, no agua.

El termómetro externo marcaba veinte grados bajo cero.

—Hora de ponerse los trajes, ¿no os parece? —dijo Travis. No se lo discutí. Corrimos todos hacia la intersección y bajamos a la sala de los trajes.

No sé si Dak, Kelly y Alicia estaban conteniendo la respiración como yo. Nunca hemos hablado de esta parte del viaje.

¿Quién es el primero en llegar? ¿Quién recibe los titulares de la historia y quién acaba en la letra pequeña? Travis era el capitán, así que, ¿no tenía derecho a ser el primero? Pero, como capitán que era, ¿no tenía la obligación de permanecer en la nave? Y si era así, ¿quién iba a decírselo? Yo no tenía demasiadas ganas de hacerlo.

—Debéis salir vosotros primero, chicos —nos dijo, y sonrió al ver las miradas culpables de nuestras caras—. Sí, claro que lo he pensado. Pero lo cierto es que nada de esto hubiera ocurrido sin vosotros. Y Marte pertenece a los jóvenes. Y... ¡Bueno, qué coño! ¡Poneos los trajes antes de que cambie de opinión y os quite de en medio a tortazos!

No necesitamos más invitaciones. Todos establecimos un nuevo récord personal poniéndonos el traje. Entramos en la cámara de descompresión y Travis cerró la escotilla detrás de nosotros. Una última comprobación de seguridad, entre empujones amistosos. Entonces activamos el ciclo de descompresión y, una vez que la presión se igualó con la del dióxido de carbono del exterior, abrimos la compuerta.

Dak desplegó la rampa, hecha de malla metálica, para que nadie resbalara. Empezamos a descender por ella. De repente, sentíamos un ataque de timidez.

Habíamos hablado de las famosas "primeras palabras". Todo el mundo conoce la presión que soportó Neil Armstrong. Habían montado una cámara para capturar aquel momento, aquel primer paso, y lo que toda América estaba preguntándose era: "¿Qué será lo primero que diga en la superficie de la Luna?". Armstrong debía de haber pensado mucho en ello. Y una vez allí, se vino abajo, aunque él siempre mantendría que lo que dijo realmente fue: "un pequeño paso para el hombre...".

Yo había jugueteado con la idea de decir algo como, "¡Joder! Pero si estamos en Marte". Pero sabía que no tenía agallas para hacerlo y que, de todas maneras, habría apestado a chiste malo. Pero, maldita sea... tampoco nos veía a ninguno de nosotros diciendo algo como "Esta es la obra de Dios".

Así que tuve una idea y, mientras estábamos sobre la rampa, se la conté a los demás. Todos accedieron sin objeciones. Bajamos hasta el pie de la rampa.

—A mi señal, pie izquierdo —dije.

—Roger.

—De acuerdo.

—Weeeee're... —y dimos el paso.

—... off to see the Wizard... —Bailamos algunos pasos, a pesar de lo difícil que es bailar con un traje espacial, incluso con un tercio de g, y entonces estuvimos a punto de desplomarnos de la risa.

Me juré por todo aquello en lo que creía que los chinos no iban a robarnos aquel momento. La verdad se conocería, costase lo que costase.

¡Habíamos sido los primeros!

Habíamos hablado de poner una bandera. Todos los astronautas del Apolo lo hicieron y sabíamos que los chinos pretendían hacerlo. Pero, ¿qué bandera?

Éramos todos americanos, y estábamos orgullosos de serlo. Pero, estrictamente hablando, la nuestra no era una misión americana. No teníamos ningún vínculo con nuestro gobierno, y queríamos que siguiera siendo así.

¿La bandera de las Naciones Unidas? Pero Travis no tenía una opinión demasiado buena sobre la ONU, ni tampoco Kelly. Dak y Alicia, al igual que yo, no estaban muy comprometidos políticamente. En ese aspecto estábamos dispuestos a respaldar a Kelly y Travis.

—¿Y la del estado de Florida? —había sugerido Dak, aunque sin demasiada convicción.

—Mira lo que le ha hecho el estado a la tierra —dijo Kelly—. Yo no le confiaría a esos idiotas de Tallahasse un charco de barro, y mucho menos un planeta entero.

—Además, no estarían interesados —señalé—. No hay ninguna playa que arruinar.

Travis sugirió que utilizáramos la bandera de su vieja alma mater, Tulane.

—¿Tiene bandera? —preguntó Alicia.

—Podría averiguarlo. O, mejor aún, ¿por qué no utilizamos la del MIT? Seguro que con eso os conceden una beca completa, ¿no creéis?

Al final, decidimos prescindir de banderas.

Pasamos treinta minutos contemplando el paisaje, para acostumbrarnos a la idea de que realmente habíamos llegado a Marte. Era increíble. Travis había aterrizado en un pequeño valle. Subimos la suave ladera de una duna situada al norte y echamos un vistazo a nuestro alrededor. Es fácil caminar con una gravedad del treinta y ocho por ciento, aunque la presurización haga que los trajes sean un poco más rígidos y a pesar del peso añadido del traje y la mochila.

Tenía la esperanza de que los tres volcanes alineados, el Arsia Mons, el Pavonis Mons y el Ascraeus Mons, fueran visibles desde allí. La escala del mapa me había llevado a engaño. Nos encontrábamos a seiscientos kilómetros de ellos, y el Olympus Mons estaba otros ochocientos kilómetros más allá. Desde la loma se avistaba un terreno idéntico al que había asistido a nuestra llegada. En aquel lugar, las vistas espectaculares eran hacia abajo, no hacia arriba, y no las veríamos hasta que estuviéramos asomándonos al Gran Cañón de Marte.

Así que sacamos algunas fotografías, o al menos Kelly lo hizo con su cámara, metida en de una bolsa de plástico de las que se usan normalmente para la fotografía submarina, y luego bajamos para desplegar nuestro vehículo de superficie.

Lo habíamos cargado en el Módulo Cuatro. Costaba creer que apenas unos meses antes hubiera sido el orgullo de Dak, el Trueno Azul. Todo lo que quedaba de él era la baca y la estructura. Como esos "coches modificados" que se ven en Daytona, que dicen que son Ford o Chevrolet pero que en realidad no son más que cascarones de fibra de vidrio con forma de coche construidos alrededor de un motor y un chasis.

El Módulo Cuatro había estado presurizado y a temperatura constante durante todo el vuelo. Dak se encaramó a él y buscó el control que liberaba la atmósfera de 15 psi de su interior. Hecho esto, abrimos la sencilla compuerta con un mando de garaje. Dak entró en el módulo y sacó seis rieles de metal, que entre Kelly y yo colocamos sobre dos rampas metálicas onduladas. Levantamos uno de los extremos de cada riel para que Dak pudiera encajarlos en unas ranuras que tenía el módulo, y a continuación los alineamos cuidadosamente.

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