Authors: John Varley
Manny García regenta un decrépito motel próximo a Cabo Cañaveral. Dak, su mejor amigo, trabaja en un concesionario y comparte con él su obsesión por el espacio. Ambos contemplan junto a sus novias el despegue de la primera misión tripulada de la NASA a Marte. Demasiado tarde, pues una misión china está ya en camino; esa misma noche, el accidentado encuentro de los cuatro amigos con el alcohólico ex astronauta Travis Broussard cambiará las cosas. Su primo es un genio excéntrico que ha descubierto una nueva fuente de energía. Juntos emprenderán una carrera contra el reloj por completar el proyecto más ambicioso que jamás habrían imaginado: construir desde cero el Trueno Rojo, una nave espacial para viajar a Marte.
Una lectura refrescante que nos devuelve a la esencia de la edad de oro de la cf. Una historia llena de ironía y optimismo sobre las aspiraciones de la carrera espacial y las esperanzas de una nueva generación.
Autor
Trueno Rojo
ePUB v1.0
Superpollo23.10.11
Título original: Red Thunder
Traductor: Manuel Mata Álvarez Santullano
Directores de colección: Paris Álvarez y Juan Carlos Poujade
Diseño de colección: Alonso Esteban y Dinamic Duo
Ilustración de cubierta:
©Jim Burns / via Thomas Schlück GmbH
Directores editoriales:
Juan Carlos Poujade y Miguel Ángel Álvarez
Filmación: Autopublish
Impresión: Graficinco, S.A
Impreso en España
Colección Solaris Ficción n° 48
Publicado por La Factoría de Ideas, C/Pico Mulhacén, 24.
Pol. Industrial "El Alquitón". 28500 Arganda del Rey. Madrid.
www.distrimagen.es e-mail: [email protected]
Derechos exclusivos de la edición en español: © 2004, La Factoría de Ideas
Primera edición
©2003 John Varley
ISBN: 84-9800-049-1
Depósito Legal: M-36094-2004
A Spider Robinson y
a Robert A. Heinlein
por la inspiración.
Y a Lee, por eso, y por todo lo demás.
La inspiración está donde uno la encuentra. No se puede forzar y es imposible predecir cuándo aparecerá. Yo no tuve nada que ver con la inspiración que hizo posible nuestra gran aventura. Pero la inspiración que nos permitiría ponerla en práctica se me apareció mientras caminaba con mi amigo Dak por un apeadero de carga de mi ciudad natal, Daytona.
Dak es un joven de más de metro noventa, que podría esconderse detrás de un poste. Afroamericano, aunque él no utiliza este término, y bastante oscuro. Lo de Dak es por Daktari, que en swahili significa doctor.
—Menuda mierda de deseo para un recién nacido —me dijo en una ocasión. Tenemos la misma edad. Somos de la misma quinta pero nos graduamos en institutos diferentes. A menudo dábamos largos paseos como aquel, muchas veces caminando por las vías. Allí era donde abordábamos las grandes preguntas de la vida. ¿Existe Dios? ¿Estamos solos en el universo? ¿No es Britney Spears demasiado vieja para seguir en la Lista de las Diez Tías Buenas de Todos los Tiempos? ¿Se pasaría Al Johnson al equipo Chevy antes de las siguientes 500 millas?
—¿Tú crees que va a llover?
Miré a mi alrededor y olí el aire.
—Seguro que sí. —En el este estaban formándose nubarrones. Menuda noticia. Aquello era Florida, llovía todos los días. Aquel día la temperatura rondaba solo los veinticinco grados pero la humedad había alcanzado el 210 por ciento.
Dos minutos más tarde empezó a diluviar.
Corrimos hasta una fila de doce tanques ennegrecidos y oxidados que llevaban aparcados en un apartadero desde que yo tenía uso de memoria y nos refugiamos debajo de uno de ellos. Ya no pasaba ningún tren por aquella parte de la estación, y allí donde los vertidos de aceite no la habían matado, la hierba crecía muy tupida. Me pregunté si la EPA sabría de la existencia de aquel lugar. Seguramente hacía falta un traje de protección contra materiales peligrosos y una máscara de gas para acercarse.
No había espacio suficiente para meterse debajo del tanque, así que nos sentamos en la gravilla y escuchamos el tamborileo que hacía la lluvia al caer sobre él. Creo que la lluvia es peor en Florida que en ninguna otra parte. No quiero decir que caiga con más fuerza. Digo que el agua es peor. No pronunciamos palabra durante un buen rato. Nos limitamos a coger piedras del tamaño de pelotas de golf y arrojarlas contra un bidón oxidado de cincuenta y cinco galones, situado a unos veinte metros de distancia. Yo tenía un brazo más diestro que Dak y por cada acierto que él conseguía, yo conseguía dos.
Se me ocurren formas peores de perder el tiempo. Pero lo cierto es que no habíamos hecho ningún progreso en la gran pregunta del día.
—Bueno, ¿y cómo vamos a construir una nave espacial con piezas de desecho?
Esa era. Toda una pregunta.
Llevábamos varios días dándole vueltas y vueltas. No íbamos a recibir ninguna ayuda. Se nos había comunicado expresamente que estaríamos solos. Ninguno de nosotros había diseñado ni una triste canoa, y mucho menos una nave espacial. Mi experiencia con los cohetes se limitaba a unos pocos petardos ilegales el 4 de julio. Y la de Dak no era mucho mayor.
Teníamos algunas ideas sobre muchos aspectos del problema que, en nuestra opinión, no eran nada malas y contábamos con la considerable ventaja de que el problema central y más complejo en todo viaje espacial, la propulsión, estaba casi resuelto. Pero ahora teníamos que construir algo y siempre volvíamos a lo mismo: ¿por dónde empezar?
—Presión —dijo Dak. Debía de haberlo dicho unas quinientas veces en los últimos días—. Va a ser difícil construir algo que pueda soportar hasta treinta psi durante dos meses.
En realidad solo tenía que soportar 15 psi, pero en aquella nave todo tenía que doblar los requisitos de tolerancia.
Escuchamos la caída de la lluvia algún tiempo más, y Dak arrojó otra piedra, que hizo resonar el bidón como si fuera un gong.
—No podemos empezar de cero —dije—. Habría que soldar demasiado y cualquier soldadura que hagamos puede ser un problema potencial.
Dak suspiró. Ya había oído aquello antes.
—Necesitamos componentes. Cosas que podamos unir con rapidez.
—¿Y de dónde los sacamos? ¿Vamos al basurero de la NASA y cogemos alguna nave vieja?
—Un casco presurizado —dije. Algo estaba carcomiéndome en la frontera de mi consciencia.
—Un globo —dijo Dak—. O un...
—Un cilindro. Un cilindro de metal.
Me levanté tan deprisa que me golpeé la cabeza con la parte inferior del tanque.
Me alejé corriendo, me detuve bajo el aguacero, y me volvía a mirar el viejo, oxidado, grasiento y desconchado tanque cubierto de excrementos de pájaro.
—Le quitamos las ruedas —dije—. Le damos la vuelta...
—... y ya tenemos nave —susurró Dak.
Y entonces nos echamos a reír y empezamos a bailar bajo la intensa lluvia.
Pero, por supuesto, todo esto llegó más tarde. La cosa había empezado casi un mes antes...
Siempre había pensado que los VentureStar parecían lápidas. Cuando estaban de pie eran dos veces más altos que anchos. No tenían demasiada profundidad. En los lanzamientos nocturnos los iluminaban con docenas de focos, como si fuera un estreno de Hollywood. Cualquiera de ellos podría haber sido la lápida de algún famoso de una raza de gigantes alienígenas. Las esbeltas alas y la cola parecían clavadas a la lápida.
Los VentureStar no pasaban demasiado tiempo en vuelo, lo cual era una suerte, porque volaban más o menos tan bien como un monopatín. Cuando estaban posados en tierra se parecían más a un edificio que a un avión o una nave espacial.
Daba igual. En menos de treinta segundos dejaría atrás a todos los aviones jamás construidos en medio de una estela de humo y fuego.
—Manny, todos los días sale un autobús para Tallahasse desde Coca Beach. ¿Por qué no vamos una noche de estas? Podríamos verlo desde mucho más cerca.
La que había hablado era mi novia, Kelly, que en aquel momento estaba tratando de coger mi abrigo. Lo que había querido decir era que también los VentureStar salían de Cabo Cañaveral una vez al día. Mensaje captado.
—¿Y quién quiere ir a hacer manitas a una parada de la Greyhound? —dije.
—Ja. Lo único con lo que has hechos manitas hasta el momento han sido esos prismáticos.
Bajé los prismáticos y subí el brillo de la pequeña pantalla plana que tenía sobre el regazo. Estaba viendo el interior de la cabina en una de las ventanas. La tripulación de la nave estaba tendida de espaldas, realizando las últimas comprobaciones de rutina con total economía de movimientos. Había una mujer de cabello rizado y pelirrojo en el asiento de la izquierda. Se leía su nombre cosido en la camisa azul de vuelo de la NASA: WESTIN. A su derecha se sentaba un hombre más joven, rubio y con un corte de pelo militar.
—Los VentureStar son más ruidosos, en eso te doy la razón —dijo. Estábamos sentados en la compuerta de descarga de la camioneta de Dak.
—¿Es que no hay poesía en tu corazón, mujer?
Utilicé la punta del estilo para introducir 7, luego 5 y luego ENTER en el diminuto teclado de la pantalla. La cámara 75 ofrecía un contrapicado desde los colosales soportes de granito que sustentaban el VentureStar. El centro de la pantalla lo ocupaban las alargadas y ceñidas formas de los seis motores Aerospike que cubrían la ancha cola de la nave. De las válvulas de presión escapaban volutas de hidrógeno helado, que adoptaban formas sinuosas en el cálido aire de la noche de Florida. En la esquina inferior de la pantalla se leían las palabras, "VentureStar III Delaware", el número de la misión y una cuenta atrás. En menos de un minuto, la cámara 75 quedaría reducida a cenizas.
En la esquina de la pantalla la cuenta atrás pasó de veinticinco a veinte. Pulsé 5, luego 5, y luego ENTER. Una toma frontal de la tripulación en la cabina, ligeramente distorsionada en los bordes a causa de la amplitud de campo de la lente. No había más comprobaciones que hacer ni más interruptores que pulsar. Estaban casi inmóviles, esperando el inicio de la secuencia de lanzamiento automático.
Pulsé 4 y 4 de nuevo: un picado desde el pasillo central del compartimiento de pasajeros. Permitía albergar a un máximo de dieciocho personas, pero solo siete sillas estaban ocupadas, todas ellas en la parte delantera del módulo.
Conocía aquellos siete rostros tan bien como un fanático de la carrera espacial de una generación anterior hubiera conocido los de Al Shepard, John Glenn, Gus Grissom, Wally Schierra, Deke Slayton, Gordon Cooper y John Carpenter... los astronautas del programa Mercurio. Ninguno de ellos parecía especialmente nervioso o excitado. Los días peligrosos del viaje espacial habían terminado, o al menos eso decía todo el mundo. Mamá decía que para su generación, que había visto la explosión del Challenger, nunca pasarían del todo.
Tampoco creo que lleguen a pasar del todo para mí. O sea, no es que esperara que la nave reventara ni nada parecido pero, ¿es que era el único tío del planeta que creía que aquel lanzamiento era un poco extraordinario? ¿Es que era el único que se había dado cuenta de que Ares Siete había sustituido los monos estándar de la NASA de color azul por otros rojos?