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Authors: John Varley

Trueno Rojo (49 page)

BOOK: Trueno Rojo
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O, en realidad, unos cincuenta minutos muy intranquilos, porque avistamos la nave cuando aún le faltaban diez minutos de desaceleración, allí en lo alto de un cielo precioso. Estaba dejando un fino reguero de humo en el gélido aire y, en conjunto, era una visión asombrosa. Al pensar en los cuatro frágiles humanos que descendían en aquella nave diminuta sobre esta aterradora vastedad, se me hizo un nudo en la garganta.

Teníamos una sorpresa preparada para ellos. Casi me daban pena... De hecho, me daban pena como seres humanos, pero no sentía la menor simpatía por el viejo cínico que los había enviado allí y que había organizado un motín que le había costado la vida a un compatriota americano. Que se ahogaran todos en su cerdo moo shoo.

—Vamos, vamos, preciosa. —No creo que Travis se diera cuenta de que estaba deseándole un descenso suave a la nave china. En momentos así, la política se olvida.

La nave era un simple cilindro, más ancha que nuestros siete vagones, pero no mucho más alta. El motor del cohete ocupaba la mayoría de su parte inferior. A aquellos tipos les esperaba una temporada muy larga en un hábitat más pequeño que algunas celdas.

Durante largo rato, descendió aterradoramente deprisa y, entonces, se encendió un reactor que debió de someter a la tripulación a un buen montón de g. La nave se detuvo a unos quince metros de la superficie y finalmente empezó a descender a un metro por segundo, más o menos. Otra pausa a los dos metros y entonces cayó sobre los grandes muelles suspensores. Todos nos miramos y dejamos escapar un grito de alegría.

—Tengo que reconocer que ha sido un buen aterrizaje —dijo Travis—. Sí, señor, quienquiera que haya escrito ese programa de aterrizaje sabía lo que se hacía. —Y se echó a reír.

Montamos una cámara de televisión con un gran angular, procurando que asomase lo menos posible sobre la loma en la que nos habíamos escondido. Regresamos al Trueno Azul y seguimos esperando, esta vez con la atención puesta la pantalla de televisión, que mostraba la parte inferior de la nave china. Supongo que tenían orden de bajar al planeta cuanto antes, por si aquellos entrometidos americanos existían de verdad y no habían reventado a mitad de camino.

Tardaron un poco más de una hora. Entonces se abrió la compuerta, se desplegó una rampa y un solo cosmonauta bajó y, sin la menor ceremonia, pisó suelo marciano y montó una cámara sobre un trípode.

—Creo que estamos presenciando un pequeño montaje —dijo Kelly.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Travis.

—Esa cámara. Van a enviar la imagen desde allí, como si todos hubieran salido a la vez, y dirán que son los primeros pasos del hombre en Marte.

—Creo que tienes razón. Bueno, a Douglas MacArthur le funcionó.

Se dio cuenta de que lo estábamos mirando con expresiones vacías y sacudió la cabeza lo máximo posible con un traje espacial.

—Sabemos quién era Douglas MacArthur —dijo Kelly, aunque solo hablaba por ella misma, porque por lo que a mí se refería, solo tenía la vaga idea de que era un general—. Lo que no sé es a qué historia te refieres. Así que Travis nos contó que el general ensayó varias veces sus "primeros pasos" en suelo filipino durante la II Guerra Mundial. Según parece, había hecho una promesa, algo así como "volveré".

Y, en efecto, cinco minutos después se abrió la puerta, los cuatro cosmonautas chinos bajaron juntos la rampa... y, tal como habíamos hecho nosotros, adelantaron el pie al mismo tiempo para tocar el suelo a la vez.

—Hora de levantar el campamento y marcharse —dijo Travis—. Dak, ¿sabes adónde apunta su cámara?

—Tranquilo, capitán.

Así que subimos al vehículo y Dak nos llevó por el barranco hasta un punto situado justo en el centro del campo de visión de la cámara de los chinos. Entonces aceleró.

El Trueno Azul era un poco más potente de lo que habíamos pensado. Las cuatro ruedas perdieron contacto con el suelo al coronar la loma y volvieron a posarse sin dificultades en la baja gravedad, todo ello bajo la atenta supervisión de la cámara china.

—Lo siento, capitán —dijo Dak.

—Al cuerno. Dale.

En aquel lugar no había casi rocas, así que Dak avanzó a una velocidad que antes no se había atrevido a alcanzar. Condujo hasta unos treinta metros del grupo de chinos y entonces se detuvo con un frenazo. La vieja Barras y Estrellas ondeaba en lo alto de su montura, al final de los cinco metros de nuestra antena de radio.

Los chinos se encontraban de espaldas a nosotros. Estaban poniéndose firmes para saludar a la bandera que acababan de erigir cuando, de algún modo, puede que por un reflejo en la piel de metal de la nave, uno de ellos se dio cuenta de que estábamos allí. Se volvió, dio un respingo que casi lo saca de la atmósfera y estuvo a punto de caer al suelo. Debió de lanzar un grito, porque los demás se volvieron también, justo a tiempo de vernos bajar del Trueno Azul.

Travis venía en cabeza, sosteniendo un cartel que habíamos hecho y que decía CANAL 4, en inglés, ruso y chino. El primer tipo —que al final resultó ser el jefe de la expedición, el capitán Xu Tong— cambió de canal. Casi al instante pude oír unas voces parloteando excitadamente en chino, y entonces, por encima de ellas, la de Travis, atronadora:

—¡Bienvenidos a Marte! —dijo, extendiendo la mano. Xu estaba todavía estupefacto. Dejó que Travis le estrechara la mano y luego aceptó la mía al ver que se la ofrecía.

Fue en ese punto cuando la retransmisión se cortó... al menos en China. Pero todas las redes de televisión del resto de) mundo siguieron emitiendo para que todos pudieran verlo. Perdimos mil millones de televidentes en un abrir y cerrar de ojos. Solo nos quedaron tres...

Y esto era lo que Travis había querido decir al proponer que saboteáramos su expedición.

Después de esto, las relaciones entre las dos tripulaciones fueron sorprendentemente cordiales.

La tripulación de la Armonía Celestial no había sido informada sobre el lanzamiento del Trueno Rojo y sus miembros estaban furiosos por ello. No es que pudieran hacer nada al respecto, o siquiera mencionarlo cuando regresaran a casa, pero con nosotros, al menos, podían expresar su frustración.

Después de las presentaciones, nos dedicamos al muy serio asunto de sacarnos fotografías. Kelly utilizó cuatro rollos de película y Kuang Mei-Ling, su exobiólogo, que hablaba un poco de inglés, el mismo número como mínimo. Luego nos invitaron a comer.

Las cubiertas de la Armonía Celestial eran un poco más amplias que las nuestras, pero no tan numerosas. Básicamente, estaba la cubierta de control y mando en la parte superior, la sala común un piso más abajo, y los aposentos por debajo de esta. Tenían una ducha diminuta, que Kelly miró con ojos ávidos mientras nos enseñaban la nave, pero sus váteres eran de tipo químico, igual que los nuestros, aunque un poco menos rudimentarios.

Así que nos sentamos juntos y comimos una especie de sopa de fideos con trozos de cerdo y verduras, acompañada de cuencos de arroz. Por suerte, no hubo sopa de nidos de pájaro, huevos de mil años, cabezas de pato glaseadas ni nada por el estilo. Todos vaciamos nuestros platos.

A continuación, Travis preguntó al capitán Xu si podíamos enviar un corto mensaje a nuestras familias, puesto que nuestra emisora de largo alcance había dejado de funcionar. Xu dijo que con mucho gusto lo permitiría pero cuando nos acercábamos a la consola de control de transmisiones, un miembro de la tripulación, Chun Wang, pareció poner objeciones. Intercambiaron unas palabras subidas de tono mientras los americanos, que no queríamos asistir a una discusión familiar, nos hacíamos los despistados. Ganó Xu, aunque no sabíamos muy bien qué fue lo que ganó, y todos pudimos enviar un mensaje sencillo a nuestra familia: estamos bien, estamos muy contentos, os echamos de menos... ¡y hemos sido los primeros!

Luego, las dos tripulaciones subieron a sus respectivos vehículos y pusimos rumbo al sur, en busca del Gran Cañón de Marte.

El Trueno Azul dejó a los chinos boquiabiertos. Cómo no. Dejaba en ridículo a su transporte terrestre, que se parecía un montón a los de las naves Apolo, solo que con ruedas más grandes. Tenía cuatro asientos, todos ocupados. Mientras estuvieran fuera, dejarían que los sistemas automáticos se encargaran de todo. No hubiera podido discutírselo. A fin de cuentas, el ordenador había hecho aterrizar la nave.

Pero tuvimos que hacer varias paradas para que su conductor pudiera rodear alguna roca grande. Dak los esperaba pacientemente, con una sonrisa de superioridad en la cara.

Cuando llegamos a nuestro destino, el geólogo chino, Li Chong, bajó de un salto como un cachorrito excitado y empezó a golpear rocas con un martillo. Trataba de estar en cinco sitios al mismo tiempo, dejaba caer muestras que estaba tratando de meter en bolsas de plástico mientras recogía otras... Debía de ser algo increíble, comprendí, tener un planeta entero para estudiar... y, en este caso, sí que era el primero. El primer coleccionista de piedras de Marte.

Como nunca había estado en el Gran Cañón del Colorado, ni en ningún otro cañón, por cierto, no tenía con qué compararlo. Vi una desolación increíble. Unos colores increíbles. Una inmensidad increíble. Recogí una roca y la arrojé al espacio, y todos la seguimos con la mirada mientras caía, rebotaba, caía un poco más, y por fin se perdía de vista.

Me di cuenta de que Chun Wang no parecía tener gran cosa que hacer. Kuang Mei-Ling y Li saltaban de acá para allá como gorriones excitados, y hasta el capitán Xu, que parecía poseer nociones de geología, los ayudaba a recoger muestras. No dije nada de momento puesto que todos compartíamos el mismo canal. Pero más tarde se lo mencioné a Travis.

—Es el oficial político —dijo—. Un comisario, o como quiera que lo llamen los chinos. Es miembro del Partido, y está aquí para mantener las cosas en orden. Es un procedimiento estándar en las naves chinas. ¿No te has fijado en que nadie le hablaba demasiado durante la comida?

Ahora que lo mencionaba, sí que me había dado cuenta. Chun parecía estar siempre un poco aislado, incluso en la pequeña mesa en la que comían. Los otros tres lo ignoraban, virtualmente.

—Aquí están pasando varias cosas. Mei-Ling está casada con el capitán Xu, e imagino que esto supone una cierta tensión para Chun y Li. Y todos parecen tener a Chun en un cierto ostracismo. Problemas personales, Manny. Siempre se ha sabido que los problemas persona les serían al menos tan importantes como los de ingeniería en un viaje tan largo como el suyo.

La buena educación dictaba que invitásemos a los chinos a comer en nuestra nave, así que eso fue lo que hizo Travis. Quedamos para el Día M3, nuestro tercer día en Marte y el segundo para los chinos. Aquel día fui yo el que sacó la pajita más corta, así que mientras, pocas horas después del amanecer, los dos vehículos se alejaban en dirección a los Valles yo los observaba desde las portillas de la nave, con una cierta sensación de pérdida y abandono. Volverían mediada la tarde, una hora establecida por la capacidad de los tanques de oxígeno de los trajes y nuestra resistencia.

—Afrontémoslo, amigos —nos había dicho Travis—. Nosotros cinco no vamos a contribuir demasiado al conocimiento humano sobre Marte, a menos que tropecemos con un hueso de dinosaurio, una ciudad abandonada, una cara gigante o algo por el estilo. No tiene sentido que trabajemos de sol a sol.

No había pensado mucho en lo que íbamos a hacer al llegar a Marte. Ninguno de nosotros lo había hecho, en realidad, puesto que todos estábamos demasiado absortos en el problema de llegar hasta allí.

Pero, ¿qué demonios estaba haciendo yo allí? ¿Por qué yo, y no un científico infinitamente más cualificado? Yo podía encontrarme de frente con una formación geológica o un grupo de rocas... o un liquen hábilmente camuflado o una forma de vida aún más extraña, e ignoraría su importancia.

No tenía nada que hacer allí. Ninguno de nosotros tenía nada que hacer allí, salvo puede que Travis. Sí, nos habíamos deslomado, habíamos trabajado como animales todo el verano para construir la nave y llegar hasta allí, pero aquellos chinos tenían doctorados. Hasta Chun, el comunista, que era doctor en Medicina. Qué amargo y qué irónico debía de haber sido para ellos que un grupo de muchachos sin apenas educación se les hubiera adelantado.

Antes de que pasara mucho tiempo, estaba sumido en una especie de síndrome depresivo. Deambulé hasta la cocina y examiné la comida que habíamos traído. Pizza congelada. ¡Infantil! ¿Comerían pizza los chinos? Esa fue la clase de pensamiento con la que ocupé las ocho horas que tuve que esperar a que la pequeña caravana reapareciera en el sur. Ayudé a todos a salir de sus trajes y nos reunimos en la sala común, un poco abarrotada con nueve personas, cuatro de las cuales se sentaban en sillas plegables.

Resultó que sí les gustaba la pizza.

—Hoy en día, tenemos muchos establecimientos de comida rápida occidental en china —nos explicó Xu—. La mayoría de nosotros la ha probado al menos alguna vez.

A Chun no le gustaba la pizza, pero esbozó una amplia sonrisa cuando le mostramos un plato de El Hambriento Mejicano, con enchiladas, tamale y frijoles.

Pero el auténtico éxito del día fue la comida de Alicia.

Así era como la llamábamos cuando queríamos pinchar a Alicia, aunque todos comíamos con gusto nuestras ensaladas y nuestra fruta para acompañar la comida congelada. Pero los chinos... daba la impresión de que habían estado en una isla desierta sin nada que llevarse a la boca aparte de grillos y ratas. Bueno, puede que este no sea un buen ejemplo. Por lo que sé, es posible que a los chinos les gusten los grillos y las ratas. Parecen capaces de comerse cualquier cosa. Pero cuando vieron las naranjas frescas de Florida que Alicia había dejado junto al bidón de agua, se les abrieron los ojos como platos. Y también había uvas, tomates, lechuga, brécol fresco y toneladas de cosas más.

Mei-Ling, Li y Xu comieron una porción de pizza cada uno, sospecho que, más que nada, para guardar las apariencias, y Chun la mitad de su plato precocinado, y luego atacaron las frutas y verduras. Sus reservas se habían agotado hacía meses y tendrían que pasar el resto de viaje con las raciones básicas: arroz, fideos, verduras y carne enlatada o congelada.

—Lo de ayer fue una vergüenza para ellos. Me refiero a la cena —nos contó Travis más tarde. Xu y él habían podido hablar a solas. De alguna manera, la radio del comisario Chun se había estropeado. No recibiría más el canal cuatro... vaya, qué desgracia... Así que Travis y Xu habían pasado buena parte del día hablando de cosas que no convenía que Chun oyera.

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