Authors: John Varley
Dak se puso a los mandos de una grúa eléctrica y, lenta, muy lentamente, el Trueno Azul descendió hacia nosotros. Una vez en la rampa, Dak lo empujó hasta situar las ruedas sobre los rieles y luego lo bajó hasta el suelo.
La parte inferior de la carrocería había sufrido grandes modificaciones. Una estructura de acero y amortiguadores gigantes sustentaba la furgoneta entera un metro por encima de las ruedas. Pero aquellas ruedas eran solo para bajar por la rampa. Una vez que el vehículo estuvo sobre la superficie, Dak activó una segunda grúa y aparecieron las auténticas ruedas, como cuatro rosquillas de color rosa ensartadas en un pincho. Eran ruedas de excavadora, de más de dos metros de altura.
Pero... ¿rosas?
—Era el único color que les quedaba —nos había dicho—. Cumplirán con su cometido igual de bien.
El cometido con el que tenían que cumplir era proteger la goma de las ruedas gigantes de la congelación, como había ocurrido en las pruebas. Habían hecho falta dieciséis mantas eléctricas, con cremalleras en los bordes, para cubrirlas. Cada una de las ruedas estaba alojada en su propio capullo rosa, como extraños y aplanados huevos de Pascua.
Bajamos las ruedas y las desempaquetamos, levantamos el Trueno Azul a la altura apropiada y reemplazamos las ruedas normales por las grandes. Cada una de ellas pesaba casi cuatrocientos kilos en la Tierra, pero solo trescientos en Marte. Pudimos manejarlas sin demasiadas dificultades.
En las carreras de camiones gigantes los llaman Bigfoot. Todos ellos descienden del Bigfoot original, que algún loco inventó hace algún tiempo. Solo sirven para una cosa: botar sin descanso sobre coches viejos colocados en fila, lo más deprisa posible y, preferiblemente, sin matar al conductor al volcar.
Solo servían para una cosa, hasta que llevamos uno a Marte, claro.
—Es perfecto —había dicho Dak, cuando Sam y él nos habían mostrado su creación en el almacén—. Todos habéis visto las fotos. Marte está lleno de rocas, montones y montones de rocas de todos los tamaños imaginables. Esta maravilla es capaz de pasar sobre cualquier roca menor que un Buick. Y si es mayor que un Buick, se rodea y ya está.
—¿No está un poco alto el centro de gravedad? —había preguntado Travis—. Los he visto volcar en televisión.
—Eso es en las carreras —había respondido Dak—. Los muy idiotas los conducen demasiado deprisa. Si no pasas de diez o quince kilómetros por hora, pueden superar cualquier obstáculo.
—Sí, pero, ¿quién va a conducirlo a diez o quince kilómetros por hora?
—Lo tienes delante. No siempre conduzco como la noche que casi te atropellamos. ¿Verdad, Manny?
—Dak conduce con mucho cuidado cuando quiere —dije.
—Y seguro como que hay Infierno que esta vez va a querer, ¿verdad, hijo? — dijo Sam, fulminando a su hijo con la mirada.
Tardamos unas dos horas, amenizadas por los ladridos de Travis cuando creía que no estábamos siendo los bastante cuidadosos, en ensamblar el Trueno Azul. Me alegro de haber pasado tanto tiempo entrenándome en el fondo de la piscina de Travis. No es conveniente comportarse con descuido cuando se lleva un traje espacial, sobre todo si en el exterior no hay otra cosa que un gas frío, tenue y venenoso.
Travis quería que entráramos para pasar la noche, pero faltaban varias horas todavía, así que conseguimos convencerlo de que nos permitiera dar un pequeño paseo. Después de todo, había que comprobar si funcionaba tan bien en Marte como en el almacén en el que lo habíamos probado, ¿no?
Así que Dak se subió a la cabina, a la que se le habían quitado puertas, parabrisas, asientos, techo y la mayor parte del panel de instrumentos. Ahora tenía instrumentos nuevos y asientos de plástico. Seguía teniendo volante, pero como las botas de los trajes espaciales no son muy flexibles, Sam y él habían sustituido los pedales por un control manual. Hacia delante para avanzar, hacia atrás para frenar.
Alicia se subió al asiento del copiloto. No había más asientos, a excepción de un banco en la parte trasera, orientado hacia atrás. Kelly y yo nos montamos allí y enganchamos los cables de seguridad a una tubería que pasaba por debajo de la barra anti-volcado. Allí, como mejor se viajaba era, con mucha diferencia, de pie, y Dak había prometido que no correría.
Escogió deliberadamente algunas rocas de buen tamaño para trepar y el Trueno Azul respondió a las mil maravillas... en medio de un silencio espeluznante debido en parte a la escasez de aire y en parte a la modificación más importante del vehículo. Debajo del capó, donde uno hubiera esperado encontrarse con el motor, había solo dos grandes tanques, uno lleno de oxígeno y otro de hidrógeno. El motor original descansaba ahora en el suelo del taller de Sam y lo que impulsaba al Trueno Azul era un grupo de cuatro generadores eléctricos, uno por rueda. Bajo mis pies, debajo de la estructura del vehículo, había seis células energéticas. El Trueno Azul podía funcionar con solo dos de ellas, pero aquel día, conforme avanzaba la tarde marciana, pude ver una fila de seis luces encendidas en el panel de mandos de Dak.
—Dos kilómetros como mucho —nos dijo Travis por radio.
—Entendido, capitán —respondió Dak.
Había un monitor en el salpicadero, delante de Alicia. Mostraba un plano de la zona de aterrizaje, extraído del mapa extremadamente detallado que habíamos descargado gratis en el sitio web de la NASA. El trabajo de Alicia consistía en tratar de cotejar el terreno con el mapa que el ordenador de navegación del Trueno Azul estaba generando en tiempo real. La información le era suministrada constantemente por nuestro rastreador inercial, dotado de una precisión de dos centímetros.
El barranco poco profundo en el que habíamos aterrizado se curvaba hacia el oeste mientras avanzábamos y lo comparamos con varios barrancos parecidos que figuraban en el mapa. Era algo así como superponer mapas transparentes sobre un mapa topográfico más detallado. Alicia movió el cursor hasta un lugar que podía ser el correcto, pero al ordenador no le gustó. En el segundo intento, el resultado fue el mismo. Pero al tercero, el ordenador nos dijo que habíamos dado en la diana.
—Ya tengo nuestra posición, Travis —dijo Alicia—. Eh... Dak, ¿por qué no giras a la derecha... quiero decir, hacia el oeste? Si subimos a esa ladera, al otro lado debería de haber un cráter de unos quince metros de ancho.
—Hacia el oeste vamos, cariño —dijo Dak, y Kelly y yo nos agarramos a la barra, a pesar de que los cables de seguridad nos mantenían sujetos, mientras Dak aceleraba por una ladera con casi un veinte por ciento de inclinación.
—¡Corriendo por las colinas! —se rió Dak. Se lo estaba pasando como nunca. ¿Cuántos pilotos de NASCAR tienen ocasión de correr por otro planeta?
Llegamos a la cima de la ladera, situada un poco más arriba que la anterior y comprobamos que allí abajo se encontraba el cráter que Alicia había descrito con exactitud.
—Podríamos llamarlo Cráter Alicia —sugirió Dak.
—Y una mierda —dijo—. ¿Vamos a ponerle nombres a las cosas? En ese caso, será mejor que le pongas mi nombre a algo mucho más impresionante.
—Muy bien, cariño. —Lo dijo con tal tono de arrepentimiento que todos nos echamos a reír.
Avanzamos por la ladera un rato, pero entonces volvimos a oír la voz de Travis, que nos llamaba de vuelta como la correa de un perro juguetón.
—Según veo aquí, acabáis de superar el límite de los dos kilómetros, Dak. Es hora de volver.
—Sí, jefe —dijo Dak—. Manny, Kelly, ¿veis algo desde allí?
Habíamos estado moviéndonos en la dirección de los Valles Marinensis; el mapa solo se extendía seis kilómetros más allá...
—Veo una línea, puede que un poco más oscura —dijo Kelly.
—Puede —dije—. Pero en este sitio el horizonte es confuso. Estamos demasiado cerca. Sabemos que el valle está ahí, pero no puedo asegurar que lo vea.
—Ni yo —asintió Kelly.
—Mañana será otro día —dijo Dak y el Trueno Azul dio media vuelta. Seguimos las huellas que habíamos dejado a la ida durante un buen rato y entonces Dak se adentró en el siguiente barranco, ascendió por la pared del cráter, volvió a bajar, subió y salió. Habíamos descrito casi un cuarto de círculo alrededor del Trueno Rojo y regresamos a casa desde el oeste.
Salimos todos salvo Dak y colocamos mantas eléctricas delante de cada una de las ruedas. Dak montó el vehículo sobre ellas y treinta minutos más tarde habíamos envuelto las ruedas con las mantas y el Trueno Azul volvía a estar conectado al sistema de potencia de la nave. Fue un trabajo agotador, mucho más de lo que yo esperaba, tanto como desmontar el vehículo. Travis se echó a reír cuando se lo comenté.
—Supongo que ahora te alegras de que obligara a salir a correr a vuestros penosos culos todas las mañanas.
—Me sentiría mucho mejor si tú hubieras perdido esa barriguita cervecera trabajando, Travis —dijo Alicia.
Una vez dentro, nos reunimos en la cabina para contemplar nuestra primera puesta de sol en Marte... la primera contemplada jamás por unos ojos humanos. ¡Éramos los primeros!
Salieron las estrellas, mucho más luminosas que en la Tierra... o, bueno, al menos en Florida. Cientos de años de revolución industrial habían inundado los cielos de la Tierra de humo y productos químicos, la capa de ozono estaban en peligro y puede que el planeta estuviera experimentando un calentamiento global...
Era imposible preocuparse por cosas así cuando uno estaba contemplando la salida de las estrellas. Pero no quedaba más remedio que preguntarse, ¿el milagroso motor de Jubal haría posible que los humanos dejaran de vivir solo en un único y vulnerable planeta? Si podíamos enviar materiales a gran escala, dentro de pocos años tendríamos una base permanentes en Marte... Y luego estaban los sueños locos sobre "terraformación", en los que se transformaba la misma naturaleza de Marte para hacerlo más parecido a la Tierra, se rellenaban sus cuencas de agua y su atmósfera de oxígeno. Pero hasta el más optimista de los soñadores sabía que sería un proyecto que tardaría siglos en completarse, no años. Nosotros no viviríamos para verlo. Y yo ni siquiera sabía con seguridad si era una buena idea. Porque... porque había estrellas esperando ahí fuera. Algunas de aquellas estrellas contenían planetas que ya eran como la Tierra. Puede que algunos de estos planetas parecidos a la Tierra contuvieran formas de vida inteligentes, pero seguro que otros no.
Hubiera querido vivir para ver aquello. Ya lo creo que sí.
En ese momento, la tenue luz del sol desapareció por completo debajo del horizonte, y me di cuenta de que lo que había visto hasta entonces no era nada. Absolutamente nada. Más estrellas en toda su gloria, incontables millares, esparcidas por el cielo como... vaya, como leche derramada. Era la increíble inmensidad de la Vía Láctea, nuestra galaxia, cien mil estrellas tan apretadas que era imposible distinguir una sola.
Mi brazo estaba alrededor de Kelly y la abracé con fuerza.
No sé cuánto tiempo nos quedamos allí, pero finalmente Travis sugirió que intentáramos dormir un poco.
—Mañana será un gran día —dijo—. Por suerte, contaremos con treinta y siete minutos más.
Esto se debía a que Marte tarda veinticuatro horas y treinta y siete minutos en dar una vuelta entera alrededor de su eje. Habíamos decidido ceñirnos al Sistema Horario de Greenwich en la nave, y dividir los horarios de trabajo en mañana, mediodía y tarde. De noche no se podía hacer gran cosa, pues al otro lado de las compuertas, la temperatura había descendido ya a sesenta grados bajo cero.
Por supuesto, hay otras cosas que dos personas pueden hacer durante la noche aparte de trabajar. Kelly y yo las hicimos casi todas.
El Club de la Milla de Altura, el Club del Millón de Millas de Altura y ahora el Club de Marte...
¡Fuimos los primeros!
A la mañana siguiente, al ver la expresión de Dak y Alicia, nos dimos cuenta de que no habíamos sido los únicos miembros del Club de Marte por demasiado margen. Mientras se arreglaba, Travis nos miró uno por uno y sacudió la cabeza.
—Estáis que dais pena —se quejó—. ¿No os dais cuenta de que estamos haciendo historia? ¿Es que no tenéis...?
—¿Quién dice que no se puede hacer historia en la cama? —preguntó Alicia.
—Eso, nosotros hicimos un poco la pasada noche —asintió Kelly. Tuvimos que esperar varios minutos para arreglarnos, hasta que dejamos de reírnos.
Una de nuestras normas más importantes era que el Trueno Rojo no debía quedarse nunca vacío. Otra era que Dak era el oficial conductor del Trueno Azul a menos que delegara en otro la responsabilidad, y nadie esperaba que lo hiciera. Supongo que era lo justo. Era su vehículo. Como teníamos la intención de utilizarla siempre que saliéramos, eso significaba que los otros cuatro teníamos que repartirnos las tareas de la nave. Lanzamos una moneda —que cayó con lentitud a causa de la baja gravedad— y le tocó a Alicia quedarse de guardia el segundo día. Puso cara de decepción, lo mismo que le hubiera pasado a cualquiera, porque todos sabíamos que iba a ser un día muy, muy importante, pero lo aceptó con elegancia.
Una vez en el exterior, le quitamos las mantas caloríficas a las ruedas y las inspeccionamos exhaustivamente. Parecían haber soportado sin problemas apreciables el increíble frío de la noche. Todas las pruebas de sistemas fueron nominales —como dicen en la NASA— y las seis células energéticas zumbaban —¿o gorgoteaban?— de forma muy satisfactoria. Subimos al vehículo, Kelly y yo de nuevo en la parte trasera y salimos en busca de los pathfinders chinos.
No nos costó demasiado encontrarlos. El mapa era muy preciso y habíamos marcado en él los valles en los que debían de encontrarse, poco más de seis kilómetros al este de nuestra posición. Dak nos llevó hasta ellos sin pérdida de tiempo, esquivando todas las rocas de tamaño Buick, tal como había prometido. Nos retiramos hasta un punto situado algunos barrancos más allá, aparcamos y esperamos.
Sabíamos cuándo iba a producirse el aterrizaje de los chinos, más o menos una hora después que nosotros aparcáramos. No habíamos estado en contacto con ellos, así que no podíamos estar completamente seguros de que llegarían a la hora prevista. En cambio, el hecho de que aterrizarían allí era una certeza absoluta. La hora de su llegada lo era en un 98 por ciento, según Travis. No había razones para ponerlo en duda. Pero fue una hora muy intranquila.