Authors: John Varley
Estaba tan satisfecho conmigo mismo que pasaron diez minutos enteros antes de que dijera, con voz entrecortada:
—¿Qué hay de Cliff?
Alicia estaba demasiado ocupada metiendo a Aquino en la cama que habría sido de Jubal de haber venido, pero los demás no teníamos excusa.
—Es cierto —dijo Kelly—. No hay apertura manual dentro de la cámara de descompresión.
—Eso es lo que yo llamo un defecto de diseño —dijo Travis.
—Sea como sea, tengo que volver a sacarlo —dije. De repente, me sentía más cansado que en toda mi vida. Pero las cosas eran así. Travis no podía ir. Alicia tenía que ocuparse de sus pacientes. El traje de Kelly estaba destrozado y Cliff llevaba el de Dak... Deja el grano con el zorro, regresa remando y recoge al ganso.
Tenía que cruzar una vez más.
Sé de gente que ha dormido con el traje espacial puesto. Yo nunca creí que fuera posible. Pero estuve a punto de hacerlo, en mi último cruce. Hubiera dado cualquier cosa por tomar una taza de café primero... pero Cliff no podía esperar. No estando a ciento cincuenta millones de kilómetros de casa.
Regresé a la Ares Siete con una palanca y al tercer intento, logré abrir la tapa del control manual. Abrí la escotilla y salió Cliff. Creí que tendría que llevarme de regreso, pero finalmente lo conseguí.
—Detesto dejar a Dimitri y a Brin de esa forma —dijo.
—No se puede hacer nada por ellos —dijo Travis por radio—. La condición del capitán Aquino es crítica. En cualquier caso, si sus familias quieren los cuerpos, podemos regresar más adelante a buscarlos. Aunque dudo que alguien encuentre a Welles o a Smith. Son objetivos demasiado pequeños en un sistema solar demasiado grande. El espacio será su tumba. No se me ocurre una mejor para mí, cuando muera.
Tras entrar y montar dos nuevos asientos de aceleración —apenas dos jergones plegables con un acolchado hecho de gomaespuma— Travis orientó la nave hacia la Tierra y se puso en camino.
Habíamos encontrado el Ares Siete muy cerca de Marte, de modo que el viaje de regreso duraría lo mismo que el de ida.
Una vez que volvimos a tener gravedad, Alicia se puso manos a la obra con Aquino. Había traído consigo una colección de CD con un curso avanzado de primeros auxilios. Todos vimos cómo colocaba el profesor un fémur a un muñeco asombrosamente realista. A continuación, Dak y ella fueron a la habitación donde estaba Aquino e hicieron lo mismo con un hueso de verdad. No protesté. Solo el vídeo ya me había helado la sangre.
Estaba en lo cierto sobre el brazo de Cliff. Los rayos-X descubrieron una pequeña fractura del cúbito que le estaba causando molestias y una hinchazón, pero no era nada urgente.
—Cuando era jugador del equipo de football, jugué un cuarto entero con una lesión más grave —dijo. Alicia se la aseguró y protegió con una tablilla hinchable, le inyectó una dosis de morfina, le dio un cabestrillo, y lo echó de la enfermería con un frasco de pastillas.
—Tómate dos de estas y no me llames por la mañana —dijo—. Qué coño, tómate cuatro si quieres, cuando te duela.
Trató las quemaduras de Kelly y le vendó la pequeña herida del costado.
Holly seguía desorientada, de modo que Alicia la calmó con un par de comprimidos de Percodan, y decidió seguir administrándoselos durante tres días, hasta que regresara a la normalidad... al menos en la medida de lo posible.
Mientras ocurría todo esto, Travis estaba por allí, muy sonriente, abrazándonos, dándonos palmaditas en la espalda, como un padre feliz después de un campeonato escolar.
—Habéis hecho un milagro —nos decía—. Os debo algunas canas más pero lo habéis conseguido. Si no os dan una medalla al regresar, os juro que perseguiré a mi congresista a patadas de Washington a Key West.
De Washington a Key West. Eso me recordó un problema que no habíamos resuelto del todo. ¿Dónde aterriza una nave clandestina, privada, tripulada por personas que pueden ser recibidas como héroes, o detenidas, o sujetas a sanciones peores por las agencias conocidas y secretas del gobierno?
—En Washington —dijo Dak, en la que tenía que ser la discusión definitiva sobre el tema, puesto que solo faltaban doce horas para el aterrizaje—. Ahí mismo, delante del Congreso. Demuéstrales que no queremos escondernos. Que sea lo más público posible.
—En el Aeropuerto Internacional de Miami —dije—. Es público y la gente no correrá peligro.
—Y es demasiado fácil aislarlo completamente —dijo Travis—. E inventar la historia de que hemos muerto todos por culpa de unas emanaciones venenosas. Para luego llevársenos a las montañas Cheyenne en helicópteros.
—¿Helicópteros negros? —pregunté. Travis me ignoró.
—¿De verdad crees que harían eso? —preguntó Cliff.
—No. Pero no estoy del todo seguro. Así que no quiero darles ni la oportunidad de hacerlo. Una parte de mí lo que quiere es aterrizar en la Base Edwards de las Fuerzas Aéreas, en California. Kilómetros y kilómetros de desierto, espacio de sobra por si se produce un fallo y nadie por allí que pueda salir herido. O la pista de aterrizaje de los VStar de la isla Merrit, en el Centro Espacial Kennedy. También está aislada. No habría más testigos que los que permitiera el gobierno.
»Otra parte de mí quiere aterrizar en el montículo del pitcher del Yankee Stadium en medio de un partido. O en Central Park. O en Coney Island. Un sitio con millones de testigos.
—Como aterrices en Coney —dijo Dak— la gente empezará a hacer cola para subirse.
Travis sacudió la cabeza.
—Para un piloto, lo único peor que caer del cielo, es caer del cielo y hacerlo encima de alguien. Lo que necesitamos son montones de personas, pero que no estén demasiado cerca. Digamos, a un kilómetro como mínimo. De este modo, si algo sale mal podré hacer un aterrizaje de emergencia en un lugar en el que nadie corra peligro.
—¿Y el chorro de gases? —preguntó Cliff—. ¿Bastará con un kilómetro?
—Debería de bastar. Los gases de esta nave son calientes pero no tóxicos. — Habíamos puesto al día a Cliff sobre la historia del Trueno Rojo. Aunque la NASA no había tratado de ocultarles nuestra existencia a los tripulantes del Ares Siete, no se puede decir que les hubieran mantenido puntualmente informados.
—Si al final hacen una película sobre vosotros, chicos —dijo, riéndose— podéis apostar a que construyen una réplica de pega de la nave y la convierten en una atracción en Orlando.
—¡Eso es! —exclamó Kelly. Todos la miramos—. ¡Podemos aterrizar en Orlando!
Comprendí lo que quería decir y sonreí. Dak hizo lo mismo, luego Cliff, y finalmente Travis.
—Puede ser —dijo—. Puede ser.
Travis se situó en una órbita baja alrededor de la Tierra.
Esta vez Dak no se mareó. Tampoco había tenido problemas durante la maniobra de desaceleración. Eso lo animó, pero solo un poco. Todos estábamos ansiosos por aterrizar. Alicia más que nadie. Había logrado estabilizar a Aquino, pero su condición seguía siendo crítica. La decisión de Travis de no aterrizar al instante no le había gustado nada.
—No creo una palabra de esos cuentos de miedo de los que habláis y este hombre necesita mejores cuidados que los que yo puedo darle. ¡Ahora mismo!
Logramos convencerla de que esperara un poco. Travis le prometió que no permanecería en órbita más de seis horas, como máximo. Luego haría bajar al Trueno Rojo, de una forma o de otra.
De repente, volvíamos a estar muy atareados. A tan poca distancia de la Tierra no necesitábamos una antena parabólica para transmitir una señal que pudieran captar desde el planeta. Nos llegaban llamadas de todas las emisoras, preguntando si éramos el Trueno Rojo. Al principio dejamos que sonara el teléfono.
Kelly se conectó a su ISP y visitó las páginas web de varios parques temáticos del sur de Orlando. En menos de cinco minutos tenía un mapa que mostraba lo que quería.
—El aparcamiento G —dijo, señalando el mapa—. El "Goofy". Es el aparcamiento más grande de todos. Mirad la escala, tiene casi dos kilómetros de anchura.
—Casi —dijo Travis. Parecía dubitativo—. Y ese monorraíl pasa por encima de él. ¿Qué hora es en la costa este?
—Casi mediodía. —dijo Dak.
—Les daremos dos horas —dijo Kelly—. Decídete, Travis. Querías un sitio espacioso y vacío con miles de testigos. Y, detesto decir esto, pero si nos estrellamos encima de alguien, estaremos muertos, así que nos dará igual.
—¿Eres atea, Kelly?
—Era baptista, eso es todo lo que voy a decir.
Travis lo pensó un momento y entonces asintió.
—Es la mejor opción, supongo. Ahora lo único que falta es conseguir que se ponga al teléfono la Presidenta de los Estados Unidos de América.
—Ya está, Travis —dijo Dak—. La tengo en espera. No me mires así. Nos ha llamado ella, ¿vale?
—Muy bien, Dak. Ahora envía esa señal a todo el mundo. A todo el mundo.
Se sentó en la silla de Dak y aspiró hondo.
—Buenos días, señora presidenta —dijo.
—Aquí es por la tarde, capitán Broussard.
—¿Y dónde es eso, señora Presidenta?
—A bordo del Marine One. —Apareció una imagen en la pantalla y vimos que estaba sentada junto a la ventanilla de un helicóptero—. Detesto volar en estos trastos. No sé cómo son ustedes capaces de volar hasta Marte. Les felicito, capitán. ¿La línea es segura?
—No, señora, no lo es. No tenemos capacidad de encriptación. Nunca se nos ocurrió que la necesitaríamos. —De hecho, había programas de encriptación en muchos de nuestros ordenadores, y seguro que la Casa Blanca o una de sus agencias de espionaje tenían alguno compatible. La Presidenta debía de saberlo, pero, como buena ex-diplomática que era, ignoró la mentira.
—Muy bien. Estoy de camino a la Base Andrews de las Fuerzas Aéreas. Estaré allí dentro de cinco minutos. Muchos miembros de su familia y sus seres queridos están ya de camino allí en un avión del gobier... en un avión comercial. Me gustaría que aterrizaran allí. Les hemos preparado una ceremonia de bienvenida.
Todos pensamos lo mismo al oír la mención a nuestras familias: rehenes.
Me avergüenza haber albergado aquel pensamiento. Pero el gobierno también debería avergonzarse. ¿Cómo es que la mayoría de nosotros no confiaba en que no se saltasen la Constitución con la excusa de la Seguridad Nacional?
—Presumo que nuestros abogados están también a bordo de ese avión, señora Presidenta. —Una de las cosas que más había repetido a nuestros amigos y parientes era que, hasta que el Trueno Rojo hubiese regresado, nuestro abogado era su hermano siamés. Si nuestro abogado no iba en aquel avión, es que los habían arrestado por la fuerza, en cuyo caso nuestra brigada legal justificaría sus extravagantes emolumentos organizando un escándalo mayor que nada que hubiera visto un país como el nuestro, amante de los escándalos.
—Sí, creo que están a bordo.
—Es una oferta muy amable, señora —dijo Travis—. Y, perdone que le diga esto, pero Andrews es su campo. Es su estadio, su pelota y su bate. Tenemos la intención de aterrizar un poco más cerca del nuestro.
—¿Qué propone? —Diplomática o no, parecía un poco enojada cuando lo dijo. Los presidentes no oyen la palabra no muy a menudo. Ni siquiera acompañada por un gracias.
Travis se lo dijo y, antes de que hubiera terminado, ella ya estaba negándose.
—Imposible.
—Lo siento. Supongo que no he dejado claras mis instrucciones. Vamos a aterrizar en ese aparcamiento. Estaré en condiciones de aterrizar dentro de unas dos horas. Este tiempo debería bastar para que hagan unas cuantas cosas:
»Desalojen el aparcamiento. Desvíen ese avión gubernamental. Que aterrice en Orlando. Luego, lleven a nuestros seres queridos en helicóptero al aparcamiento B, el de "Bambi", que es el lugar más cercano al que podrá acercarse la gente hasta que yo haya dado mi autorización. No quiero ver soldados. Solo policía local.
—¿Eso es todo? —Ahora su voz tenía un inconfundible tono de hostilidad.
—No, señora. —Travis sonrió—. Con todo respeto, me gustaría extenderle la invitación a presenciar el aterrizaje, el regreso de los primeros hombres y mujeres en haber pisado la superficie de Marte.
La Presidenta puso cara de consternación cuando Travis dijo "Marte".
—Oh, Dios mío —susurró—. Le ruego que me perdone. Con el acaloramiento del momento, olvidé mencionar lo primero que debería haberle dicho. Hace unos días, nuestra misión a Marte, la Ares Siete, sufrió una explosión. No hemos sabido nada desde entonces y...
—No es problema, señora Presidenta. Tengo una buena noticia para todos los americanos y para la gente de todo el mundo. Encontramos la Ares Siete.
»También tenemos malas noticias, me temo. Los Astronautas Welles, Smith, Marston y Vasarov murieron de las heridas sufridas antes de que pudiéramos llegar.
»Pero hemos rescatado a Holly Oakley, Cliff Raddison y Bernardo Aquino. Aquino está gravemente herido y estoy seguro de que debe la vida a nuestra doctora, Alicia Rogers. Pero sigue en estado crítico. Por favor, le ruego que disculpe mi rudeza, pero tengo muchas cosas que hacer antes del aterrizaje y solo nos quedan dos horas. Adiós.
Travis parecía feliz. Debe de ser una sensación asombrosa llevarle la contraria a la Presidenta, negarse a cumplir una orden y colgarle el teléfono, y todo ello en menos de diez minutos.
Travis estaba mintiendo también al decir que teníamos muchas cosas que hacer en las dos horas siguientes. Ya había calculado nuestra trayectoria de aterrizaje, cosa que le había llevado apenas cinco minutos en el ordenador, dedicados casi por completo a introducir datos.
Dak, Cliff y yo no teníamos nada que hacer. Holly y Alicia estaban vigilando al inconsciente capitán Aquino. Holly había empezado a hacerlo unas veinte horas antes de la reentrada, al empezar a disiparse los efectos de su pesadilla. ¿Había algo ahí? ¿Oakley y Aquino? La Ares Siete había pasado mucho tiempo en el espacio. Pero no era asunto mío.
Kelly era la única que tenía montones de cosas que hacer. Pasó casi todo el tiempo pegada al teléfono. Visitó la Bolsa de Nueva York para comprobar el estado de las cotizaciones de Trueno Rojo S.A., que había ganado casi un cien por cien antes de que las autoridades bursátiles suspendieran su cotización para que las cosas se calmasen. Hasta ese momento yo ignoraba que tuviéramos acciones, y mucho menos que fuera propietario de parte de ellas. Había estado demasiado ocupado construyendo la nave y entrenándome.