Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
Pero ahora advertía que ese poder comenzaba a desmoronarse y se le escurría entre los dedos como barro reseco por el sol que se desmigaja en polvo, y cuanto más apretaba el puño en su afán por conservarlo, más rápidamente se deshacía. Se negaba a aceptar que el monolítico estado que habían levantado con tanto sudor y tanta sangre ajena, hubiera resultado en definitiva tan frágil, y que el simple eco de un nombre:
Abdul-el-Kebir, bastara para resquebrajarlo hasta sus cimientos, pero los acontecimientos se empeñaban en demostrarle que era cierto y tal vez había llegado la hora de enfrentarse a la verdad y aceptar la derrota.
Regresó a la mesa, levantó el teléfono y marcó el número de su casa aguardando a que el criado avisase a su esposa, y cuando ésta se puso al aparato, su voz sonó extrañamente ronca, casi avergonzada:
—Prepara las maletas, querida —pidió—. Quiero que te vayas unos días a Túnez con los niños. Te avisaré cuándo debes volver.
—¿Tan mal están las cosas?
—Aún no lo sé —admitió—. Todo depende de lo que Turki consiga en París.
Colgó y meditó largamente con la vista fija en el gran retrato del Presidente que dominaba la pared del fondo. Si Turki fracasaba o decidía pasarse al enemigo, podía darse todo por perdido.
Siempre había tenido una fe absoluta en su eficacia y fidelidad, pero le asaltaba la angustia de si tal fe en el coronel estaba, en verdad, plenamente justificada.
Pasó la mayor parte del día recorriendo una y otra vez el camino entre el Palacio Presidencial y la casba, pues a esta última ya había logrado acostumbrarse, y se sentía capaz de ir y venir de ella a su refugio sin desorientarse, pero no conseguía habituarse a las calles de la ciudad moderna, rectas e idénticas entre sí, calles que tan sólo se diferenciaban por los comercios o por unos letreros que no se sentía capaz de interpretar.
Adquirió más tarde en un mercadillo abundante cantidad de dátiles, higos y almendras, pues ignoraba el tiempo que tendría que mantenerse oculto en lo alto de la palmera, y consiguió también una ancha cantimplora que llenó a rebosar en la fuente más próxima. Por último, regresó a la iglesia en ruinas, comprobó una vez más el estado de sus armas, y aguardó paciente, recostado contra la pared, procurando no pensar más que en el camino que tenía que recorrer para llegar a Palacio.
No había nadie en la casba en tinieblas cuando la atravesó en silencio, espantando a los gatos, y un reloj desgranó lentamente tres sonoras campanadas cuando desembocó en la primera de las calles asfaltadas. Alzó el rostro hacia la esfera luminosa que le observó como el gran ojo de un cíclope, y la negrura de la noche no le permitió distinguir siquiera los contornos de la torre, por lo que la esfera se le antojó una gran luna llena flotando apenas sobre el horizonte.
Las avenidas aparecían solitarias, sin la presencia de autobuses trasnochadores ni camiones de basura, y le inquietó la calma, anormal, pese a lo avanzado de la hora.
Luego, esa calma se rompió súbitamente por la aparición de un negro automóvil de la Policía que cruzó a lo lejos haciendo girar en lo alto una luz intermitente, y en la distancia, calculó que por el lado de la playa, aulló una sirena.
Apresuró el paso, cada vez más inquieto, pero tuvo que aplastarse contra el quicio de un portal cuando un nuevo automóvil negro surgió a unos doscientos metros de distancia, se detuvo al borde de la acera y apagó las luces.
Aguardó paciente, pero se diría que sus ocupantes habían decidido escoger aquel punto, la estratégica confluencia de dos calles, para montar guardia tal vez toda la noche, y tras meditarlo unos minutos, optó por introducirse por la más próxima de las bocacalles, buscando rodear el obstáculo y salir más tarde a sus espaldas.
Pronto comprendió, sin embargo, que al verse obligado a abandonar el camino que con tanto esfuerzo había memorizado, se encontraba perdido. Todas las calles se le antojaban idénticas, y, en la semipenumbra de tristes farolas también idénticas entre sí, no descubrió rastro alguno de cada uno de aquellos minúsculos detalles en los que se había ido fijando durante el día.
Comenzó a angustiarse, porque cuanto más avanzaba, más perdido se sentía, y no había allí viento que le sirviese para encararse a él, ni estrellas que pudieran marcarle el rumbo.
Un coche policial cruzó atronando la noche con su sirena, y se arrojó bajo un banco, para tomar luego asiento en él y concentrarse en un vano intento de ordenar sus pensamientos y ser capaz de discernir hacia qué lado de aquella ciudad gigantesca, pestilente y monstruosa, se encontraba el Palacio Presidencial, y hacia qué lado la casba y los lugares que le resultaban hasta cierto punto familiares.
Por último, comprendió que había perdido la partida, y resultaba más prudente emprender el regreso e intentarlo de nuevo al día siguiente.
Volvió sobre sus pasos, pero tan complejo era el problema a la ida como a la vuelta, y continuó perdido largo rato, hasta que llegó hasta sus oídos el retumbar del mar, alcanzó el ancho paseo marítimo, y desembocó, al fin, frente al conocido Ministerio del Interior.
Respiró tranquilo. Desde allí sabía llegar a su escondite, pero cuando apresuró el paso y estaba a punto de penetrar en la sinuosa callejuela que ascendía hacia el barrio indígena, los faros de un coche aparcado junto a la acera se encendieron, deslumbrándole, y una voz autoritaria gritó:
—¡Eh, tú! ¡Ven aquí!
Su primer impulso fue salir corriendo, calle arriba, pero se contuvo y se aproximó a la ventanilla delantera buscando escapar al haz de luz que le hería en los ojos.
Tres hombres de uniforme le observaron, severos, desde la penumbra interior.
—¿Qué haces en la calle a estas horas? —inquirió el que le había llamado, y que se sentaba junto al conductor—. ¿No te has enterado de que hay toque de queda?
—¿Toque de qué? —repitió estúpidamente.
—Toque de queda, idiota. Lo han dicho por la Radio y la Televisión. ¿De dónde diablos sales?
Gacel señaló vagamente a sus espaldas.
—Del puerto.
—¿Y adónde vas?
Hizo un gesto con la barbilla hacia la calleja.
—A casa.
—Está bien. A ver: la documentación.
—No tengo.
—El individuo que se sentaba en el asiento trasero abrió la puerta y salió al exterior llevando en la mano, al parecer sin ánimo de utilizarla, una corta metralleta, y se aproximó al targuí con paso lento y aire displicente.
—Vamos a ver..., ¿Cómo es eso de que no tienes documentación? Todo el mundo tiene documentación.
Era un hombre fuerte, de grandes mostachos y alta estatura, con aspecto de sentirse seguro de sí mismo, pero de improviso se dobló en dos soltando un aullido de dolor, a causa del tremendo culatazo que Gacel le había propinado en la boca del estómago con la culata de su fusil.
Casi al instante, el targuí lanzó las alfombras sobre el parabrisas del auto y echó a correr doblando la esquina e internándose en la calleja.
Segundos después una sirena atronó la noche alarmando al vecindario, y cuando el fugitivo se encontraba ya a mitad de la calle, uno de los policías hizo su aparición en la esquina y sin apuntar siquiera disparó una corta ráfaga.
El impacto de la bala lanzó a Gacel hacia delante, de bruces contra los anchos escalones de la callejuela, pero se revolvió como un gato, disparó a su vez, y alcanzó en el pecho al policía tumbándole de espaldas.
Cargó de nuevo el arma, se protegió en una esquina, y aguardó respirando fatigosamente aunque no sentía dolor alguno, pese a que la bala le había atravesado limpiamente, y la pechera de la camisa comenzaba a teñirse de sangre.
Una cabeza asomó en la esquina, dispararon sin apuntar y las balas se perdieron en la noche o rebotaron contra los edificios haciendo saltar los cristales de algunas ventanas.
Comenzó a ascender lentamente protegido por el muro lo que le faltaba de la escalera, y un solo disparo le bastó para hacer comprender a sus perseguidores que se enfrentaban a un tirador privilegiado y no resultaba prudente correr el riesgo de que les volara la cabeza.
Cuando, pocos segundos después, el targuí desapareció en las tinieblas y en el dédalo de callejones y recovecos de la casba, los dos policías que quedaban en pie se consultaron un instante con la mirada, alzaron al herido depositándolo en el asiento trasero, y se alejaron en la noche, rumbo a un hospital.
Ambos sabían que se necesitaba un ejército para tratar de localizar a un fugitivo en el tenebroso e intrincado mundillo del barrio indígena.
La negra Khalhoum había acertado una vez más en sus predicciones, se iba a morir allí, en un sucio rincón de destruidos restos de un templo "rumi", en el corazón de una ciudad superpoblada, escuchando el retumbar del mar, lo más lejos que imaginar cupiese de la abierta soledad de un desierto por cuyas silenciosas llanuras corría el viento libremente.
Trató de taponar la herida en sus dos limpios agujeros, de entrada y salida, se vendó fuertemente el pecho con ayuda del largo turbante, y se arrebujó en la manta, temblando de frío y fiebre, recostándose contra un rincón para quedar sumido en una inquieta duermevela, sin más compañía que el dolor, los recuerdos y el "gri-gri" de la muerte.
No cabía ya el recurso de convertirse en piedra o intentar que la sangre se espesase hasta el punto de impedir que continuara empapando el mugriento turbante y no dependía tampoco de su fuerza de voluntad o su entereza de espíritu, puesto que su voluntad se había quebrantado bajo el impulso de una pesada bala, y su espíritu no era el mismo desde que había perdido toda esperanza de recuperar a su familia.
"Ved cómo las luchas y las guerras a nada conducen, porque los muertos de un bando con los muertos del otro se pagan". Siempre las enseñanzas del viejo Suílem; siempre el regreso a la misma historia, porque la realidad era que podían cambiar los siglos e incluso los paisajes, pero los hombres continuaban siendo los mismos, y se convertían al fin en los únicos protagonistas de la misma tragedia mil veces repetida por más que variase el tiempo o el espacio.
Una guerra empezó porque un camello aplastó a una oveja de otra tribu.
Otra guerra semejante empezó porque alguien no respetó una antigua tradición. Podía tratarse del enfrentamiento de dos familias de fuerzas equilibradas, o, como en su caso, de un hombre contra un ejército. El resultado era el mismo: el "gri-gri" de la muerte se apoderaba de una nueva víctima y la iba empujando, lentamente, al abismo. Y allí estaba ahora, al borde de ese abismo, resignado a caer a él, aunque triste porque quienes descubrieran algún día su cadáver advertirían que la bala le había entrado por la espalda, cuando él, Gacel Sayah, siempre había sabido dar la cara al enemigo.
Se preguntó si con sus acciones habría ganado el paraíso prometido, o, si por el contrario, se vería condenado a vagar eternamente por las "tierras vacías" y sintió una profunda pena por su alma que tal vez acabaría por reunirse con las de los componentes de "La Gran Caravana".
Soñó luego con ella, y vio a los camellos momificados y a los esqueletos envueltos en jirones reiniciar la marcha por la silenciosa llanura, para cruzar más tarde la estación y adentrarse en la ciudad dormida, y negó con la cabeza, golpeándose contra los muros, porque tuvo la certeza de que venían a por él y pronto penetrarían en la gran nave vacía, para acampar allí pacientemente, a la espera de que se decidiera a acompañarles.
No quería regresar con ellos al desierto; no quería vagar por los siglos de los siglos a través de la "tierra vacía" de Tikdabra y les susurró quedamente, porque no tenía fuerzas para gritar, que se marchasen sin él.
Por último durmió tres largos días.
Al despertar, la manta aparecía empapada en sudor y sangre, pero ésta había dejado de manar, y el vendaje se había convertido en una dura costra, pegada a su piel. Trató de moverse, pero el dolor resultó tan insoportable que tuvo que permanecer durante horas completamente estático antes de atreverse e iniciar siquiera el gesto de tocarse la herida. más tarde consiguió arrastrarse penosamente hasta la cantimplora, bebió hasta saciarse y se durmió de nuevo.
Cuánto tiempo permaneció entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia o entre el sueño y la realidad, nadie, y él menos aún, sabría decirlo. Días, tal vez semanas, pero cuando al fin despertó una mañana y advirtió que respiraba plenamente sin sentir dolor, y que todo se le aparecía como sabía que en verdad era, tuvo la impresión de que la mitad de su vida había transcurrido entre aquellas cuatro paredes, y hacía ya años —o siglos que había llegado a la ciudad.
Comió con apetito nueces, dátiles y almendras, y consumió los últimos restos de agua. Se puso luego en pie, penosamente, y apoyándose en la pared logró dar unos pasos aunque se mareó y tuvo que recostarse de nuevo, pero buscó a su alrededor, llamó en voz alta, y tuvo la seguridad de que el "gri-gri" de la muerte no dormía ya junto a su lecho.
"Tal vez la negra Khaltoum se equivocó —se dijo feliz de su descubrimiento—. Tal vez en sus sueños me vio herido y derrotado, pero no alcanzó a imaginar que fuera capaz de vencer a la muerte".
A la noche siguiente logró alcanzar, a medias caminando, y a medias arrastrándose, la cercana fuente en la que se lavó a duras penas, y consiguió desprenderse los vendajes que parecían haber formado un solo cuerpo con su piel.
Cuatro días más tarde, cualquiera que hubiera osado aventurarse en el interior de la vieja iglesia calcinada, se habría horrorizado ante la presencia de un alto fantasma esquelético y vacilante, que arrastraba los pies por la nave vacía venciendo a la fatiga y los vómitos, empeñado, con una fuerza de voluntad sobrehumana, en conseguir recuperar el equilibrio y volver a la vida.
Gacel Sayah sabía que cada uno de aquellos pasos le alejaba un poco más de la muerte, y le acercaba un poco más al desierto que amaba.
Aún dejó pasar otra larga semana recuperando fuerzas, hasta que no le quedó ya nada que comer, y comprendió que había llegado el momento de abandonar para siempre su refugio.
Lavó su ropa en la fuente, se lavó él también casi por completo aprovechando las tinieblas y la soledad del barrio, y a la mañana siguiente, cuando el sol estaba alto, guardó en su bolsa de cuero el pesado revólver que había pertenecido al capitán Kaleb-el-Fasi y abandonando con pena su espada, su fusil y sus ya destrozadas "gandurahs", emprendió, despacio, el camino de regreso.