Tuareg (29 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

BOOK: Tuareg
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Mubarrak, cuyo único delito había sido conducir a una patrulla tras las huellas de unos hombres de los que nada sabía; el sudoroso capitán, que se defendía alegando que se habla limitado a cumplir órdenes, a las que no podía negarse, los catorce guardianes de Gerifíes, que no habían cometido otro error que el de dormirse en su camino; los soldados que mató al borde de la "tierra vacía", y los que volaron luego por el aire sin tiempo a averiguar de dónde les llegaba la muerte.

Demasiados, y él, Gacel Sayah, no tenía más que una vida que ofrecerles a cambio; una sola muerte con la que compensar tantas muertes.

Tal vez por ello le exigían a su familia como parte del pago de tan tremenda deuda.

"¡Inshallah!" hubiera exclamado Abdul-el-Kebir.

Le vino a la memoria una vez más la imagen del anciano, y se preguntó qué habría sido de él, y si habría vuelto, como prometió, a la lucha por el poder.

"Era un loco, —musitó en voz muy baja—. Un loco soñador, de los que nacen predestinados a recibir todas las bofetadas, y el "gri-gri" de la desgracia cabalgaba a su lado, pegado a su ropa. Tanta era la fuerza de ese "gri-gri" que incluso a mí me contagió parte de su desgracia".

Para los beduinos, los "gri-gri" eran espíritus del mal que podían acarrear la enfermedad, la desgracia o la muerte, y aunque oficialmente los tuareg se reían de tales supersticiones, propias de siervos y esclavos, lo cierto era que incluso los más nobles "inmouchars" se esforzaban por evitar ciertas regiones, famosas por sus malos espíritus, o determinadas personas de las que se sabía, positivamente, que atraían de modo muy, especial a los "gri-gri".

Triste resultaba, ¡y trágico!, que un "gri-gri" se enamorara de alguien, pues resultaba inútil en ese caso intentar escapar al confín del universo, enterrarse en la más profunda de las dunas, o atravesar a pie el infierno de Tikdabra.

Los "gri-gri" se aferraban a la piel, como las garrapatas, como el olor o el tinte de las telas, y ahora el targuí tenía la impresión de que se había apoderado de él el "gri-gri" de la muerte; el más fiel e insistente de entre todos ellos; aquel del que un guerrero tan sólo se libraba cuando se enfrentaba a otro guerrero cuyo espíritu de muerte fuese aún más poderoso.

"¿Por qué me has elegido? —le preguntaba a veces, en las noches, cuando a la luz de la hoguera creía verlo sentado al otro lado del fuego—. Yo nunca te llamé. Fueron los soldados los que te atrajeron a mi casa cuando el capitán disparó contra el muchacho dormido." Desde aquel mismo día; desde el momento en que un huésped había resultado asesinado bajo su techo, resultaba lógico aceptar que el "gri-gri" de la muerte se apoderase del dueño de esa "jaima", del mismo modo que el "grigri" del adulterio se instalaba para siempre en la esposa que traicionaba a su marido durante el mes que precedía a la boda.

"Pero yo no tuve la culpa —protestó intentando ahuyentarle de su lado—. Quise defenderle, y hubiera dado mi vida a cambio de la suya".

Pero, como Suílem decía, los "gri-gri" eran sordos a las palabras, los ruegos e incluso las amenazas de los humanos, pues tenían criterio propio, y cuando amaban a alguien lo amaban hasta el fin de los siglos.

"Hubo una vez un hombre —contaba al que tomó un amor inusitado el "gri-gri" de la langosta. Habitaba en Arabia, y año tras año, indefectiblemente, la plaga maldita acudía a arrasar sus campos y los campos de sus conciudadanos.

"Desesperados, sus vecinos, le llevaron ante el califa rogándole que lo ejecutara o de lo contrario todos morirían de hambre, pero el califa que comprendió que el pobre hombre no tenía culpa alguna de su desgracia, le defendió diciendo: “Si le mato, el "gri-gri" de la langosta, que le ama más allá de la muerte, acudirá cada año a visitar su tumba. Por lo tanto, le ordeno que tanto ahora, en vida, como su espíritu el día de mañana, cuando muera, viajen cada siete años a la costa oeste de África y permanezcan allí durante igual período de tiempo. De ese modo, como la langosta es también obra de Alá y no podemos ir contra Alá, pues le ofenderíamos, al menos distribuimos equitativamente la carga, y disfrutaremos, alternativamente, de siete años de abundancia y siete de miseria".

"Así lo hizo el hombre en vida y continuó haciéndolo su alma, y es por ello que la plaga nos visita siempre durante ese período de tiempo, y regresa luego, en pos del espíritu del hombre, hasta su país de origen".

Fuera cierta o no la leyenda, cierto era, sin embargo, que de aquel modo se comportaba la langosta, pero cierto era, también, que los tuareg, más astutos que los campesinos de Arabia, habían solucionado el problema de su hambre por un procedimiento mucho más práctico que el de intentar ejecutar a un inocente, y habían optado por devorar a los insectos, del mismo modo que éstos devoraban sus cosechas. Tostadas a la brasa, o convertidas en harina, las transformaban en uno de sus alimentos preferidos, y su llegada, por millones, ocultando el sol en los mediodías, no representaba para ellos una imagen de la miseria, sino por el contrario, de prosperidad y abundancia durante largos meses. Dentro de tres años regresarían y Laila las convertiría en harina que mezclada con miel y dátiles haría las delicias de los niños.

Le gustaban aquellos pasteles y añoraba las horas del atardecer mordisqueándolos contemplando el sol que se ocultaba y sorbiendo té hirviendo a la puerta de su tienda. Luego, mientras las mujeres ordeñaban las camellas o los muchachos recogían las cabras, paseaba despacio hasta el pretil del pozo, a comprobar la altura del agua, y se negaba a admitir que todo aquello había acabado y nunca regresaría junto a su pozo y sus palmeras o junto a su familia y su ganado, por el mero hecho de que el invisible espíritu maligno amaba su compañía.

"¡Vete! —le suplicó una vez más—. Estoy cansado de llevarte conmigo y de matar sin saber por qué lo hago".

Pero sabía que, aunque el "gri-gri" quisiera marcharse, las almas en pena de Mubarrak, el capitán y los soldados, nunca se lo permitirían.

Cada fin de semana, Anuhar-el-Mojkri abandonaba su cómodo y fresco despacho del Palacio del Gobierno, montaba en el viejo "Simca", que había dejado, cargado de agua y vituallas, en una callejuela próxima, y se alejaba, traqueteando, hacia los cercanos contrafuertes de la montaña que dominaba El-Akab, y en cuya cumbre se alzaban las ruinas de una inaccesible fortaleza que sirvió de refugio a los habitantes del oasis en época de guerras y algaradas.

Ya nada quedaba por explorar entre los muros de la irreconocible alcazaba, muchas de cuyas piedras habían sido utilizadas por los franceses para levantar los edificios públicos de El-Akab, pero Anuhar-el-Mojkri había descubierto que en las cuevas y paredes rocosas de las estrechas gargantas que se abrían a espaldas de las ruinas, existían, si se las buscaba con cuidado y se las libraba del polvo de milenios, infinidad de pinturas rupestres que hablaban del más remoto pasado del Sáhara y sus habitantes.

Elefantes, jirafas, antílopes y leopardos; escenas de caza, de amor y de la vida diaria de antiquísimos pobladores de aquellas tierras, iban surgiendo bajo sus expertos dedos, que limpiaban la piedra con infinito cuidado, guiándose a menudo tan sólo por una especie de instinto de arqueólogo nato que le hacía buscar la posible figura allí donde, por lógica, él la hubiera grabado.

Aquél era su gran secreto, y aquél su orgullo, y en su minúsculo apartamento de soltero se amontonaban cientos de hermosas fotografías en color que había ido obteniendo a lo largo de más de dos años de meticuloso trabajo; fotografías que algún día ilustrarían un grueso volumen con el que Anuhar-el-Mojkri sorprendería al mundo por su hallazgo de los "Frescos de El Akab".

Y allí, en alguna parte, aún no sabía dónde, pero presentía que se encontraba cerca, tropezaría al fin con lo que venía buscando desde siempre; una réplica de "Los Marcianos de Tassili", aquellas inmensas figuras de más de dos metros de altura que evocaban fielmente la actitud y la vestimenta de astronautas que hubieran visitado, en la noche de los tiempos, las regiones que ahora eran desérticas pero que, por aquel entonces, debieron ser fértiles y ricas en toda clase de animales exóticos. Demostrar que, allí, tan lejos de Tassili, también estuvieron los habitantes de otro planeta, constituía, sin género de dudas, la culminación de todas las ambiciones del secretario del gobernador de la provincia, que hubiera sacrificado con gusto su prometedora carrera política, a cambio de uno de aquellos dibujos, por rústico que fuera.

Y en el pesado mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre su estrafalario sombrero de paja, y la lisa pared de roca viva del fondo de una diminuta oquedad protegida de los vientos y las lluvias, le hacía concebir fundadas esperanzas en un nuevo y, tal vez, revelador hallazgo, un extraño nervio sismo, como una premonición, se apoderó de todo su cuerpo, y advirtió que las manos le temblaban al ir descubriendo la incisión de un profundo trazo que prometía una alta figura de contornos imprecisos.

Secó el sudor que le corría por la frente empañándole las lentes, perfiló con tiza blanca la línea ya claramente visible, bebió un corto trago de agua, y dio un respingo, aterrorizado cuando una voz conocida, profunda y amenazadora, inquirió a sus espaldas:

—¿Dónde está mi familia? Dio media vuelta como impelido por un resorte y tuvo que apoyarse en la pared para no caer de la impresión al distinguir, a menos de tres metros de distancia, la negra boca del arma y la erguida silueta del targuí que se había convertido en su pesadilla.

—¿Tú? —fue todo lo que supo decir.

—Sí. Yo —fue la seca respuesta—. ¿Dónde está mi familia?

—¿Tu familia? —se sorprendió—.¿Qué tengo que ver yo con tu familia?¿Qué ha ocurrido?

—Se la llevaron los soldados.

Anuhar-el-Mojkri advirtió que las piernas le fallaban, tomó asiento sobre una roca y se despojó del sombrero, enjugándose el sudor de la cara con la palma de la mano:

—¿Los soldados? —repitió incrédulo—. ¡No es posible! No, no es posible. Yo lo hubiera sabido.

—Se limpió las gafas con un pañuelo que sacó, tembloroso, del bolsillo trasero de su pantalón, y miró a Gacel de frente con sus ojillos miopes—. ¡Escucha! —añadió, y su tono sonaba absolutamente sincero—. El ministro mencionó la posibilidad de apoderarse de tu familia y canjearla por Abdul-el-Kebir, pero el general se opuso y no se volvió a hablar del asunto. ¡Te lo juro!

—¿Qué ministro? ¿Dónde vive?

—El ministro del Interior, Madani. Alí Madani. Vive en la capital. Pero dudo que tenga a tu familia.

—Si no la tiene él, la tienen los soldados.

—No —rechazó la idea con la mano, absolutamente convencido—. Los soldados no, desde luego. El general es amigo mío. Comemos juntos dos veces por semana. No es hombre que haga eso, y, de hacerlo, me lo hubiera consultado.

—Pues mi familia no está. Mi esclavo vio cómo se la llevaban los soldados y cinco de ellos aún me esperan en el "guelta" de las montañas del Huaila.

—No serán soldados —repitió una vez más machaconamente.

Anuhar-el-Mojkri—. Serán policías.

Policías del ministro. —agitó la cabeza y añadió despectivo—: Le creo capaz de hacerlo. Es un hijo de puta.

—Se ajustó de nuevo los lentes, ahora perfectamente limpios, y observó a Gacel con un nuevo interés—: ¿De verdad atravesaste la "tierra vacía" de Tikdabra? —quiso saber.

Ante la muda respuesta, soltó un corto resoplido que tal vez quería expresar su incredulidad o su admiración.

—¡Fantástico! —exclamó—. Realmente fantástico. ¿Sabías que Abdul-el-Kebir está en París? Los franceses le apoyan, y es muy posible que tú, un targuí analfabeto, cambies el curso de la historia de nuestro país.

—No me interesa cambiar nada —replicó alargando la mano y tomando la cantimplora de la que bebió alzando apenas el velo—. Lo único que quiero es que me devuelvan a mi familia y me dejen en paz.

—Eso es lo que pretendemos todos, vivir en paz. Tú con tu familia y yo con mis grabados. Pero dudo que nos lo permitan.

Gacel señaló con un ademán de la cabeza los dibujos, marcados con tiza, que se distinguían por las paredes vecinas.

—¿Qué es eso? —quiso saber.

—La historia de tus antepasados. O la historia de los hombres que habitaron estas tierras antes de que los tuareg se adueñaran del desierto.

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué pierdes tu tiempo en esto, en lugar de estar tranquilamente a la sombra, en El-Akab?

El secretario del gobernador de la provincia se encogió de hombros.

—Tal vez sea porque me siento desilusionado de la política —señaló—. ¿Recuerdas a Hassán-ben-Koufra? Lo destituyeron, se fue a Suiza donde había acumulado una pequeña fortuna, y a los dos días le atropelló un camión de refrescos. ¡Es ridículo! En unos meses pasó de "Virrey del Desierto", a llorar con las patas quebradas en una clínica cubierta de nieve.

—¿Su esposa está con él?

—Sí.

—En ese caso nada tiene importancia —señaló el targuí—. Se amaban.

Yo los espié varios días y lo sé.

Anuhar-el-Mojkri asintió convencido.

—Era un auténtico hijo de puta, un politicastro sin escrúpulos y un ladrón, traidor y ladino. Pero tenía algo bueno: su amor por Tamar. Nada más que por eso merecía que se le perdonara la vida.

Gacel Sayah sonrió levemente, aunque el otro no pudiera advertirlo, paseó la mirada por los dibujos de las paredes, y se puso de pie recuperando su arma:

—Tal vez sea por tu amor a la historia de mis antepasados, por lo que te perdono ahora la vida —comentó—. Pero procura no moverte de aquí, ni intentar denunciarme. Si te veo por El-Akab, antes del lunes, te volaré la cabeza.

El otro había recuperado su tiza, sus cepillos y sus trapos y se disponía a reanudar su trabajo.

—¡Descuida! —replicó—. No pensaba hacerlo.

Luego, cuando ya el targuí se alejaba, le gritó:

—¡Y confío en que encuentres a tu familia!

40

Era un autobús desvencijado. El más cochambroso, renqueante y sucio vehículo de transporte público que hubiese intentado correr jamás sobre carretera alguna, aunque en verdad aquél no intentaba en modo alguno correr, sino que se limitaba a avanzar asmáticamente a una máxima de cincuenta kilómetros por hora a través de llanuras de matojos, contrafuertes rocosos e infinitos pedregales.

Aproximadamente cada dos horas, se veía obligado a detenerse por culpa de un reventón o porque las ruedas se atascaban en una trampa de arena, y entonces, conductor y cobrador obligaban a descender a los pasajeros, cabras, perros y cestas de gallinas incluidas, incitándoles a empujar o señalándoles que se sentaran a esperar al borde del camino mientras cambiaban la rueda.

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