Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
El "gri-gri" de la desgracia, parecía haber nacido de las llamas de la hoguera y con su fétido aliento borraba la luz de entusiasmo en las miradas y el deseo de diversión de los cuerpos.
Gacel se dejó caer en la oscuridad sobre una duna, y enterró el rostro en la arena esforzándose por no dar rienda suelta a su llanto, clavándose las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre.
Ya no era un hombre rico que regresaba a la paz de su hogar tras una larga aventura. Ya no era ni siquiera el héroe que había arrebatado a Abdul-el-Kebir de las garras de sus enemigos, y había atravesado con él el infierno de la "tierra vacía" poniéndolo a salvo al otro lado de la frontera. Ahora no era más que un pobre imbécil que había perdido cuanto tenía en este mundo por su estúpido empecinamiento en respetar unas caducas tradiciones que nada significaban para nadie.
¡Laila!
Un estremecimiento, como una corriente de agua helada, le recorrió la espalda al imaginarla en poder de aquellos hombres de sucios uniformes, pesados correajes y fuertes botas malolientes. Recordó sus rostros cuando le apuntaron con sus armas a la puerta de la "jaima", la dejadez de su campamento o el despotismo con que trataban a los beduinos en El-Akab, y aunque trató por todos los medios de evitarlo, un ronco gemido escapó de sus labios obligándole a morderse con fuerza el dorso de la mano.
—No lo hagas. No te contengas.
El más fuerte de los hombres tiene derecho a llorar en un momento como éste.
Alzó el rostro. La hermosa muchacha de las finas trenzas había tomado asiento a su lado, y extendía la mano para acariciarle el rostro como pudiera hacerlo una madre con un niño asustado.
—Ya pasó —dijo.
Ella negó con firmeza.
—No trates de engañarme. No ha pasado. Esas cosas no pasan. Quedan muy dentro, como una bala sin salida. Lo sé porque mi esposo murió hace dos años, y aún mis manos lo buscan en la noche.
—Ella no ha muerto. Nadie puede atreverse a hacerle daño, —aseguró como si tratara de convencerse a sí mismo—. Es casi una niña. Dios no permitirá que le hagan nada.
—No existe más Dios que el que nosotros queremos que exista —replicó ella con dureza—. Puedes confiar en él si quieres. Nunca está de más.
Pero si has sido capaz de vencer a la "tierra vacía" de Tikdabra, serás capaz de recuperar a tu familia. Estoy segura.
—¿Y cómo podré hacerlo? —señaló sin ánimo—. Ya lo has oído: quieren a Abdul-el-Kebir y ya no está conmigo.
La muchacha le miró con fijeza a la clara luz de la luna llena que había ascendido en el cielo hasta convertir la noche en día.
—¿Hubieras aceptado el cambio si aún siguiera contigo? —quiso saber.
—Son mis hijos, —fue la respuesta—. Mi mujer y mis hijos. Lo único que tengo en esta vida.
—Te queda tu orgullo de targuí, —le recordó ella—. Y por lo que sé de ti, eres el más orgulloso y valiente de nosotros. —Hizo una pausa—. Demasiado tal vez. Cuando los guerreros os lanzáis a la lucha, nunca os detenéis a meditar en el mal que podéis causarnos a nosotras, las mujeres, que quedamos atrás, recibiendo los golpes y sin participar de las glorias.
—Chasqueó la lengua como disgustada consigo misma—. Pero no he venido a culparte —aseguró—. Lo hecho, hecho está, y tus razones tendrías para ello. He venido porque en momentos como éste, un hombre necesita compañía. ¿Te gustaría hablarme de ella? Agitó la cabeza.
—¡Es tan niña! —sollozó.
La puerta se abrió de golpe y el sargento Malik-el-Haideri saltó del camastro abalanzándose sobre la pistola que descansaba sobre la mesa, pero se detuvo al distinguir la silueta del teniente Razmán recortándose contra la luminosidad violenta del exterior.
Semidesnudo como se encontraba, hizo un esfuerzo por mantener su aire marcial, se cuadró rígidamente, saludando e intentando entrechocar los tacones, lo que resultó en verdad ridículo aunque el rostro del teniente mostró a las claras que no estaba de humor como para captar la comicidad de la situación, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la estancia, se aproximó a una de las ventanas, abrió los postigos, y señaló con un gesto de su fusta el barracón vecino:
—¿Quién es esa gente que está ahí encerrada, sargento? —quiso saber.
Este advirtió que un súbito sudor frío emanaba de cada uno de los poros de su cuerpo, pero luchando por mantener su entereza, replicó:
—La familia del targuí.
—¿Cuánto hace que está aquí? —Una semana.
Razmán se volvió a él, como si no quisiera dar crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Una semana? —repitió horrorizado—. ¿Quiere hacerme creer que ha tenido a mujeres y niños asándose de calor encerrados en ese infierno durante una semana sin dar parte a sus superiores? —La radio está estropeada.
—Mentira. Acabo de hablar con el operador. Usted dio orden de mantener silencio. Por eso me fue imposible comunicarle mi llegada.
—De pronto se interrumpió, pues su vista había recaído en la figura de Laila, completamente desnuda, que se acurrucaba asustada, en el más apartado rincón de la estancia, en el punto en que había estado durmiendo sobre una raída manta. Sus ojos fueron, alternativamente, de la muchacha a Malik-el-Haideri, y por último, como si temiera hacer la pregunta, inquirió roncamente—: ¿Quién es? —La esposa del targuí. Pero no es lo que usted piensa, teniente, —intentó justificarse—. No es lo que usted piensa. Ella aceptó de buena gana. ¡Aceptó! —repitió extendiendo las manos en ademán de súplica.
El teniente Razmán se aproximó a Laila, que trató de cubrir su desnudez con una punta de la manta.
—¿Es cierto que aceptaste? —quiso saber—. ¿No te forzó? La targuí le miró fijamente, y luego, volviéndose al sargento, replicó con firmeza:
—Dijo que si no aceptaba, entregaría los niños a los soldados.
El teniente Razmán afirmó una y otra vez en silencio, se volvió lentamente, y señalando la puerta ordenó a Malik:
—¡Salga!
El otro hizo ademán de tomar su ropa, pero el teniente negó con firmeza:
—¡No! No es digno de volver a vestir ese uniforme. ¡Salga así! Como está.
El sargento mayor Malik-el-Haideri lo hizo precediendo al teniente y ya en el umbral de la puerta se detuvo, pues ante él se encontraban, expectantes, todos los hombres del campamento acompañados ahora por la esposa de Razmán y el gigantesco sargento Ajamuk.
—¡Vaya hacia las dunas!
Obedeció pese a que la arena ardiente le quemaba la planta de los pies y avanzó en silencio, con la cabeza gacha y sin mirar a nadie, hasta el nacimiento de las dunas.
Cuando comprendió que no podía avanzar más y resultaba inútil intentar trepar por la inclinada pendiente, se volvió, y no le sorprendió descubrir que el teniente había extraído de la funda su pesada pistola de reglamento.
Bastó un solo disparo que le voló la cabeza.
Razmán permaneció unos instantes pensativo, contemplando el cadáver, y luego, muy despacio, guardó de nuevo el arma, regresó sobre sus pasos, y se enfrentó a los presentes que no se habían movido de su sitio ni habían efectuado gesto alguno.
Los miró uno por uno, tratando de leer en el fondo de sus ojos, y por último pareció como si se decidiera a sacar de lo más hondo algo que le torturaba desde hacía tiempo:
—Sois la escoria de nuestro Ejército, —dijo—. Los hombres que siempre desprecié, y los soldados que nunca hubiera querido mandar: ladrones, asesinos, drogadictos y violadores ¡Carroña! —Hizo una pausa—. Pero, en el fondo, quizá no sois más que víctimas, un reflejo de aquello en lo que este Gobierno ha convertido nuestro país. Permitió que meditaran un instante en lo que estaba intentando hacerles comprender, y subiendo de tono, continuó—: Pero empieza a ser hora de que las cosas cambien. El Presidente Abdul-el-Kebir ha logrado cruzar la frontera y ha lanzado un primer llamamiento a la lucha y la unión de cuantos desean un retorno a la democracia y la libertad. Hizo una nueva pausa, esta vez más dramática aún, consciente de la necesidad que tenía de una cierta teatralidad—. ¡Yo voy a reunirme con él! —confesó al fin—. Lo que he visto hoy ha acabado de convencerme, y estoy dispuesto a romper con el pasado y reiniciar la lucha junto al único hombre en el que confío realmente.
¡Y voy a daros una oportunidad!
Los que quieran seguirme, cruzar la frontera, y unirse a Abdul-el-Kebir, pueden acompañarme.
Los hombres se miraron incrédulos, incapaces de admitir que el más acariciado de sus sueños, escapar del infierno de Adoras y huir del país, les estaba siendo ofrecido en bandeja por el mismísimo oficial encargado de mantenerlos encerrados.
Muchos de sus compañeros habían intentado la fuga y siempre fueron capturados, fusilados, o encarcelados por el resto de sus vidas, y de pronto, aquel joven teniente de cuidado uniforme que acababa de llegar en compañía de una atractiva esposa y un mastodóntico sargento de aspecto bonachón, trataba de convencerles de que, lo que hasta ese mismo momento había sido considerado el peor de los delitos, se convertía, como por arte de magia, en un acto heroico.
Uno estuvo a punto de soltar la carcajada, otro dio un salto de alegría, y cuando Razmán, plenamente consciente de lo que hacía y de cuáles eran los auténticos sentimientos de aquella cuadrilla de facinerosos, pidió solemnemente que alzaran el brazo cuantos estuvieran dispuestos a seguirle, fue como si un único resorte irresistible actuase sobre todas las manos, haciendo que se elevaran al cielo al unísono.
El teniente sonrió apenas, e intercambió una mirada con su esposa, que sonrió a su vez. Luego, se volvió a Ajamuk:
—Prepáralo todo —ordenó—. Salimos dentro de dos horas. —Señaló con la fusta hacia el barracón desde cuyas enrejadas ventanas la familia de Gacel Sayah había seguido el desarrollo de la escena—: Ellos vienen con nosotros, —añadió—. Los dejaremos a salvo al otro lado de la frontera.
Fue un largo viaje, sin saber exactamente dónde se dirigía de regreso a casa, sin saber dónde estaba ahora su casa; en busca de su familia, sin saber si aún tenía familia.
Fue un largo viaje.
Primero al Oeste, dejando a un día de distancia el nacimiento de la "tierra vacía", y luego, cuando supo que ésta ya había concluido, girando hacia el Norte, consciente de que estaba atravesando de nuevo la frontera y en cualquier momento podían hacer su aparición, una vez más, los soldados que parecían haberse convertido en su pesadilla.
Fue un largo viaje.
Y triste.
Nunca, ni aun en los peores momentos, cuando en el confín de Tikdabra comprendió que la muerte era ya su única compañera de camino, imaginó que los acontecimientos pudieran adquirir un sesgo semejante, pues para él, como guerrero y noble de un pueblo de nobles guerreros, esa muerte constituía la única derrota definitiva.
Pero ahora, súbitamente, como un mazazo, descubría que el hecho de morir nada significaba frente a la tremenda realidad de comprobar que los seres que amaba se convertían en víctimas de su guerra privada, y se constituían en la auténtica, la más tremenda de las derrotas.
Por su mente cruzaban una y otra vez, obsesivamente, los rostros de sus hijos, la voz de Laila, o las escenas infinitamente repetidas de su vida en el campamento, cuando todo era soledad y paz al pie de las grandes dunas y los años pasaban sin que nadie acudiera a turbar la calma de una vida monótona y sencilla.
Fríos amaneceres en los que Laila se acurrucaba contra su estómago buscando la tibieza de su cuerpo; largas mañanas de luz esplendorosa y expectante ansiedad en busca de la caza; pesados mediodías de calor bochornoso y dulce somnolencia; tardes de cielos rojos en las que las sombras se prolongaban por la llanura como si quisiera tocar el borde del horizonte y noches olorosas y densas, a la luz de una hoguera, repitiendo sin fatiga leyendas ya sabidas.
Miedo al "harmatan" que soplaba rugiente, y a la sequía; amor a la llanura sin viento, y a la negra nube que se abría para que la tierra se cubriese con la alfombra verde del "acheb".
La cabra que moría, la joven camella que al fin se preñaba, el llanto del pequeño, la risa del mayor, el gemido de placer de Laila en la penumbra.
Esa era su vida, la que anhelaba, la única que había ambicionado, y que había perdido porque no se sintió capaz de soportar una ofensa contra su honor de targuí.
¿Quién podía haberle culpado por no enfrentarse a un ejército? ¿Quién no le culparía ahora por haberlo hecho perdiendo en la aventura a su familia? Ignoraba el tamaño de su país. Ignoraba incluso el número de seres que lo habitaban, y, sin embargo, se había opuesto a él, a sus soldados y sus gobernantes sin detenerse a meditar en las consecuencias que tamaña ignorancia podían acarrear.
¿En qué lugar, de aquel país gigantesco, encontraría a su mujer y sus hijos? ¿Quién, de entre todos sus habitantes, sabría darle noticias de ellos? Día a día, a medida que avanzaba hacia el Norte, fue tomando conciencia de su propia pequeñez, pese a que ni el mismo desierto, con toda su inmensidad, había conseguido acomplejarle en más de cuarenta años de existencia.
Ahora se sentía diminuto, no frente a la grandeza de la tierra, sino frente a la bajeza de quienes la habitaban, que habían sido capaces de involucrar, en una lucha de hombres, a mujeres y niños.
No conocía las armas con las que debía enfrentarse a semejante clase de individuos. Nadie le había explicado nunca las reglas de aquel juego, y recordó una vez más la vieja historia que siempre contaba el negro Suílem y en la que dos familias en lucha llegaron a odiarse de tal modo que una vez enterraron a un pequeño en una duna haciendo que su madre se volviera loca.
Pero había sido una sola vez en toda la historia del Sáhara, y tanto espanto causó entre sus habitantes, que su recuerdo perduró a través de los años transmitiéndose de boca en boca en los corros nocturnos, asqueando a los adultos y sirviendo de enseñanza a los menores.
"Ved cómo el odio y las luchas a nada conducen más qué al miedo, la locura y la muerte." Podía repetir de memoria cada una de las palabras del anciano, y quizás ahora, por primera vez después de años de escucharlas, caía en la cuenta de lo profundo de su significado.
Eran tantos los hombres que habían muerto desde aquel lejano amanecer en que decidió montar en su mehari y lanzarse al desierto a la búsqueda de su honor perdido, que no tenía derecho a sorprenderse de que parte de la sangre de esos muertos le salpicara de pronto a él y a su familia.