Tuareg (30 page)

Read Tuareg Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

BOOK: Tuareg
13.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

También, cada cuatro horas, se hacía necesario rellenar el depósito del combustible por el primitivo procedimiento de empalmar una goma a un bidón firmemente amarrado al techo, y en las cuestas, cuando encaraban una pendiente pronunciada, los hombres estaban obligados a realizar a pie el recorrido.

Así durante dos días y dos noches, apretujados como dátiles en una bolsa de piel de conejo, sudorosos y asfixiados por el bochorno irresistible, incapaces de predecir cuánto faltaba para concluir con semejante suplicio, o si llegarían alguna vez a distinguir los confines del monótono desierto.

En cada parada Gacel experimentaba el impulso de abandonar el mugriento vehículo y continuar a pie su camino por largo que éste fuese, pero en cada parada comprendía que tardaría meses en alcanzar por sus propios medios la capital, y cada día, cada hora que perdiese, podía resultar esencial para Laila y sus hijos.

Continuó por tanto, sufriendo lo indecible por el encierro, él que amaba la soledad y la libertad por encima de todo, soportando a comerciantes parlanchines, mujeres histéricas, chiquillos ruidosos y gallinas pestilentes, incapaz como lograra hacerlo en la "tierra vacía", de convertirse en piedra, aislarse de cuanto le rodeaba, conseguir que su espíritu abandonara momentáneamente su cuerpo.

Allí cada bache, cada bamboleo, cada reventón o cada eructo de un vecino le devolvía a la realidad, y ni aun en lo más oscuro de la noche conseguía descabezar un corto sueño que le permitiera reponer fuerzas o regresar, imaginariamente, junto a los suyos.

Por último, en el turbio amanecer del tercer día, cuando un viento insistente y pegajoso que arrojaba al rostro nubes de polvo gris y asfixiante, impedía distinguir los contornos de los objetos a más de cincuenta metros, atravesaron un conjunto de casuchas de adobe, un barranco seco, y una plazuela maloliente y fueron a detenerse en el centro mismo de lo que había sido un viejo zoco a la sazón abandonado.

—¡Fin del trayecto! —gritó el cobrador mientras se apeaba estirando brazos y piernas y observándolo todo a su alrededor como si le costara trabajo admitir que una vez más había coronado con éxito la insensata odisea de bajar hasta El-Akab y regresar con vida—. ¡Alabado sea Dios!

Gacel descendió en último lugar, contempló las derruidas paredes del zoco que amenazaban con derrumbarse sobre su cabeza en cuanto el viento arreciara, y se aproximó, desconcertado, al conductor.

—¿Esto es la capital? —quiso saber.

—¡Oh, no! —fue la divertida respuesta—. Pero hasta aquí llegamos nosotros. Si pretendiéramos meter este trasto en la carretera general, nos encerrarían por locos.

—¿Y qué tengo que hacer para llegar a la capital?

—Puedes coger otro autobús, pero te recomiendo el tren, es más rápido.

—¿Qué es el tren?

Al otro no pareció sorprenderle la pregunta, ya que no se trataba, desde luego, del primer beduino que transportaba en sus casi veinte años de dar tumbos por el desierto.

—Será mejor que vayas a verlo tú mismo —fue la respuesta—. Sigue por esa calle y a tres manzanas, cuando veas un edificio marrón, allí es.

—¿A tres qué?

—Tres manzanas, tres cuadras. —Hizo un amplio ademán con la mano—. Bueno, supongo que donde vives no existe nada de eso. Sigue adelante hasta que veas el edificio. No hay otro.

Gacel hizo un gesto de asentimiento, tomó su fusil, la espada y la bolsa de cuero en que había guardado municiones, algo de comida y todas sus pertenencias, y echó a andar en la dirección que le habían indicado, pero el cobrador le gritó desde el techo del autobús.

—¡Eh! ¡Aquí no puedes pasearte con esas armas! Si te ven, te vas a meter en un lío. ¿Tienes licencia?

—¿Qué?

—Permiso de armas. —Le rechazó con la mano—. ¡No! Ya veo que no la tienes. ¡Esconde eso o acabarás en la cárcel!

Gacel permaneció muy quieto en el centro del zoco, desconcertado y sin saber qué actitud adoptar, hasta que uno de los pasajeros que se alejaba en dirección opuesta con una maleta al hombro, otra en la mano y un rollo de alfombras bajo el brazo, le dio una idea. Corrió hacia él.

—Te compro las alfombras —dijo mostrando una moneda de oro.

El otro ni respondió siquiera. Tomó la moneda, levantó el brazo dejando que se apoderara de su carga, y continuó su camino, apresurando el paso, temeroso de que aquel estúpido targuí cambiara de idea.

Pero Gacel no cambió de idea. Desenrolló las alfombras, envolvió en ellas sus armas, se las colocó a su vez bajo el brazo y se encaminó a la estación.

Desde lo alto, del autobús el cobrador movió repetidamente la cabeza de un lado a otro, divertido.

El tren era aún más sucio, incómodo y ruidoso que el propio autobús, y aunque tuviera la ventaja de que no se le reventaban las ruedas, tenía el inconveniente de llenar de humo y carbonilla a los pasajeros y detenerse con desesperante regularidad en todas las ciudades, pueblos, villorrios y simples caseríos del camino.

Cuando lo vio aparecer en la estación brillante, rugiendo y despidiendo chorros de vapor como un monstruo más propio de las historias del negro Suílem que de la realidad, Gacel experimentó una incontrolable sensación de pánico y tuvo que echar mano a todo su valor de guerrero y toda su serenidad de "inmouchar" del glorioso "Pueblo del Velo", para dejarse arrastrar por la marea de pasajeros y trepar, atropelladamente, a uno de los destartalados vagones de duros bancos de madera y ventanas sin cristales.

Intentó comportarse como vio que los demás lo hacían, dejó sus alfombras y su bolsa de cuero en el portaequipajes, y se sentó en el rincón más apartado, tratando de hacerse a la idea de que aquello no era, en realidad, más que una especie de gran autobús que marchaba sobre barras de acero, evitando las pistas polvorientas.

Pero cuando escuchó el silbato, y la locomotora se puso en movimiento con un brusco tirón, entre bufidos, entrechocar de hierros y gritos del maquinista, el corazón le dio un nuevo vuelco y tuvo que aferrarse con fuerza al asiento para no lanzarse de cabeza al andén.

Y en los descensos, a casi cien kilómetros por hora, con el aire y el humo penetrando libremente por la ventana, viendo pasar a su lado, vertiginosamente, postes de luz, árboles y casas, Gacel creyó morir de la impresión y mordió con fuerza el borde de su velo para no romper a gritar pidiendo que detuvieran la máquina infernal.

Luego, a media tarde, aparecieron ante sus ojos las montañas, y creyó estar soñando, pues nunca imaginó que pudieran existir moles semejantes, que se alzaban como una barrera impenetrable, escarpadas, altivas y con las cumbres tapizadas de blanco.

Se volvió a una gorda que se sentaba tras él y que pasaba la mayor parte de su tiempo amamantando a dos niños idénticos, e inquirió:

—¿Qué es aquello?

—Nieve —replicó la mujer dándose aires de superioridad y profunda experiencia—. Y abrígate, porque pronto empezará a hacer frío.

Y en efecto hizo un frío como el targuí no había conocido jamás, porque un aire gélido que arrastraba a veces microscópicos copos de nieve se apoderó poco a poco del vagón, obligando a los sufridos viajeros a envolverse, tiritando, en todo cuanto encontraban a mano.

Cuando, ya casi oscureciendo, se detuvieron en una minúscula estación de montaña, y el revisor anunció que disponían de diez minutos para comprar la cena, Gacel no pudo evitar la tentación, saltó a tierra, y corrió hasta las afueras del andén a tocar la blanca nieve con sus propias manos.

Le asombró su consistencia. más que el frío fue el tacto, aquella indescriptible blandura levemente crujiente que se deshacía entre sus dedos, ni como arena, ni como agua, ni como piedra, distinta a todo cuanto hubiera palpado hasta ese instante, lo que le impresionó, desconcertándole, y era tanta su sorpresa, que tardó en advertir que sus pies, casi desnudos en el interior de las ligerísimas sandalias, se estaban congelando.

Regresó muy despacio, pensativo, casi horrorizado por su descubrimiento, compró a una vendedora una pesada y gruesa manta, a otra una honda escudilla de caliente "cuscus" y regresó a su asiento, a comer en silencio contemplando la noche que caía, el paisaje nevado que desaparecía tragado por las sombras, y la pintarrajeada pared de madera del vagón, en la que aburridos pasajeros habían matado largas horas de viaje grabando a cuchillo toda clase de inscripciones. Allí, en la estación, de pie sobre la nieve, Gacel Sayah había descubierto, de improviso, que la predicción de la vieja Khaltoum llevaba camino de cumplirse.

El desierto, el amado desierto en que había nacido, quedaba atrás, al pie de aquellas altas montañas cubiertas ahora de verdes praderas y gruesos árboles y él se encaminaba, ciego, e ignorante, hacia lejanas tierras desconocidas y hostiles, en las que pretendía enfrentarse a los dueños del mundo, con la única ayuda de una vieja espada y un triste fusil.

Le despertó un chirriar de frenos, una brusca sacudida, y voces de ultratumba, voces somnolientas, devueltas por el eco de lo que parecía una inmensa cueva vacía.

Asomó el rostro por la ventanilla y le maravilló la altura de la cúpula de hierro y cristal, que parecía mayor aún iluminada apenas por mortecinas bombillas y polvorientos anuncios luminosos.

Los pasajeros que habían permanecido fieles al largo viaje descendían ya con sus ajadas maletas de cartón, y se alejaban con paso cansino, maldiciendo el horario absurdo de aquel tren matusalénico que llegaba siempre a su destino con más de seis horas de retraso.

Bajó el último, cargando con sus alfombras, su bolsa de cuero y la pesada manta, y encaminó sus pasos tras los que desaparecían más allá de una gran puerta de cristal opaco, impresionado por la grandiosidad de la alta estación por la que volaban bandadas de murciélagos, y en, la que no se escuchaba ya más que el resoplar de la locomotora que parecía respirar profundamente recuperando el aliento después de un fatigoso esfuerzo.

Cruzó luego la gran sala de espera, de sucios mármoles y largos bancos en los que dormían familias enteras aferradas a tristes equipajes, y franqueó por último la puerta de salida, deteniéndose en lo alto de la ancha escalinata a contemplar la amplia plaza y los macizos edificios que la circundaban.

Le anonadó el muro de ventanas, puertas y balcones que cerraban casi herméticamente el recinto, y sacudió la cabeza incrédulo ante la diversidad de hediondos olores absolutamente desconocidos que le asaltaron como mendigos hambrientos que aguardaban ansiosos su llegada.

No era olor a sudor humano, a excrementos o a bestia muerta y putrefacta. No era tampoco el olor del agua corrompida, en viejos pozos, o de macho cabrío en celo. Era más suave, menos notorio, pero igualmente desagradable y profundo para su olfato de hombre de los espacios libres; olor a gente hacinada, miles de comidas diferentes guisadas las unas junto a las otras, cubos de basura desparramados por las aceras por famélicos perros callejeros, y cloacas que dejaban escapar su hedor a través de las alcantarillas, como si toda la ciudad estuviera —y de hecho lo estaba edificada sobre un profundo mar de heces.

Y el aire era denso. Quieto y denso en la noche caliente. Húmedo, salado, quieto y denso. Aire con sabor a azufre y plomo, a gasolina mal quemada; a aceite mil veces refrito.

Permaneció muy quieto, dudando entre adentrarse en la ciudad dormida o retroceder y buscar también refugio en uno de aquellos largos bancos a la espera de la luz del día, pero un hombre de gastado uniforme y roja gorra abandonó la estación, cruzó a su lado, y cuando ya se encontraba en el último peldaño, se volvió a mirarle.

—¿Te ocurre algo? —quiso saber, y ante la muda negativa hizo un gesto de comprensión—. Entiendo —señaló—. Es la primera vez que vienes a la ciudad. ¿Tienes donde dormir?

—No.

—Conozco un sitio cerca de casa. Tal vez te acepten. —Advirtió que no se decidía a moverse, e hizo un amplio gesto con el brazo, animándole a que le siguiera—. ¡Vamos! —señaló—. No tengas miedo. No soy marica ni pienso robarte.

Le agradó el rostro del hombre, cansado, marcado por las arrugas de una vida difícil, casi amarillento por las horas de trabajo nocturno y con los ojos ribeteados de rojo y un bigote lacio, sucio de nicotina.

—Ven —insistió—. Sé lo que es sentirse solo en una ciudad como ésta. Yo llegué de la cábila hace quince años con menos equipaje que tú y un queso bajo el brazo —rió burlándose de sí mismo—. Y ahora ya me ves. Tengo hasta uniforme, una gorra y un silbato.

Gacel se había colocado a su altura y atravesaron la plaza en dirección a la ancha avenida que se abría al otro lado, y por la que, de tanto en tanto, cruzaba un solitario automóvil.

Casi en el centro mismo, el hombre se volvió y le observó con atención.

—¿Realmente eres targuí? —quiso saber.

—Sí.

—¿Y es verdad que no enseñas el rostro más que a la familia y a los íntimos?

—Sí.

—Pues aquí vas a tener problemas —sentenció—. La Policía no acepta que andes por ahí con la cara tapada. Les gusta tenernos controlados. Todos con nuestro carnet de identidad, nuestra foto y nuestras huellas dactilares. —Hizo una pausa—. Imagino que nunca has tenido un carnet de identidad. ¿O sí?

—¿Qué es un carnet de identidad?

—¿Lo ves? —Habían reiniciado la marcha, y el hombre andaba sin prisas, como si no tuviera demasiado interés por llegar a su destino y le agradara el paseo nocturno y la charla.

—Dichoso tú —continuó—. Dichoso, si has podido vivir sin él todo este tiempo. Pero dime, ¿qué diablos se te ha perdido a ti en la ciudad?

—¿Conoces al ministro? —inquirió de improviso.

—¿Ministro? ¿Qué ministro?

—Alí Madani.

—¡No! —fue la rápida respuesta—. Por suerte para mí, no conozco a Alí Madani. Y espero no tener que conocerle nunca.

—¿Sabes dónde puedo encontrarle?

—En el Ministerio, supongo.

—¿Y dónde está el Ministerio?

—Bajando por esta avenida, todo recto. Cuando se llega al paseo marítimo, a la derecha. Un edificio gris de toldos blancos. —Sonrió divertido—. Pero te aconsejo que no te acerques por allí. Dicen que por las noches se escuchan los gritos de los presos que torturan en los sótanos.

Aunque hay quien asegura que se trata de los lamentos de las almas de todos cuantos han asesinado allí abajo. Al amanecer sacan los cadáveres por la puerta trasera en un furgón de repartos.

Other books

See If I Care by Judi Curtin
The Silenced by Brett Battles
Heretics by S. Andrew Swann
Apprehension by Yvette Hines
Aneka Jansen 3: Steel Heart by Niall Teasdale
Naura by Ditter Kellen